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Gyles no creía que nadie fuera a cometer más ese error. Vio a Francesca levantar la mano y hablar; el torrente de las palabras de Franni tapó el encanto de su cálida voz.

Quería hacer saber a Francesca que estaba allí, tranquilizarla para que no hiciera nada precipitado. No le era fácil apartar la atención de Franni -un instinto ancestral le hacía mantener la vista clavada en ella-, pero desvió la mirada hacia su mujer, y la mantuvo allí. Pudo percibir en qué momento Francesca sintió su presencia: levantó un poco la cabeza, ladeándola, como buscándolo con sus sentidos; luego se enderezó y apartó las manos del banco.

– Así que voy a ocuparme del asunto a mi manera. -Franni agitó la pistola, pero volvió de inmediato a sujetarla firmemente, apuntando a Francesca.

Francesca cruzó los brazos sobre su cintura; con una punzada, Gyles reconoció en el gesto la reacción instintiva, el impulso apremiante de proteger al hijo que llevaba en su vientre.

– Bien. -Había una nota de tensión en el tono habitualmente cálido de su esposa-. ¿Qué vas a hacer, entonces? ¿Vas a dispararme aquí, en una iglesia?

La sonrisa que Franni esbozó lentamente era cruel, burlona.

– No… Esta pistola es la de papá, y tengo que devolverla. Preferiría que no oliera a pólvora. La usaré si no tengo más remedio, pero tengo un plan mejor. -Su sonrisa se hizo más fría, su mirada más ausente-. Un plan mucho mejor. Vas a desaparecer.

Bruscamente, Franni desvió la vista para mirar de reojo a la derecha de Francesca, al lado de la capilla que bañaban las sombras.

– Estos hombres se te van a llevar.

Francesca miró. Tres hombres dieron un paso al frente; había estado tan concentrada en Franni que no había reparado en ellos en absoluto. Las palabras de John Coachman resonaron en sus oídos: dos hombres fornidos y uno delgaducho. John había descrito así a los salteadores que interceptaron su carruaje. ¿Era una coincidencia que estos hombres encajaran con su descripción?

Los tres la miraban fijamente; uno de ellos se pasó la lengua por los labios. Francesca sintió que despedía llamas por los ojos; se resistió al impulso de dar un paso atrás. Los hombres notaron su reacción; se revolvieron al otro lado del banco con miradas lascivas, con las carnosas manos caídas a los lados, abriendo y cerrando los dedos, como si estuvieran impacientes por ponérselos sobre el cuerpo.

Francesca sintió el miedo en la piel y se estremeció. Notó que la respiración se le bloqueaba en el pecho. Pensaba que Gyles estaba cerca, pero ¿era así? Tenía lacayos en el exterior…, al pensarlo, cayó en la cuenta de que aquello era una iglesia. Habría una puerta que diera al exterior en la sacristía, más que probablemente en el lado opuesto de la iglesia de aquel en que sus lacayos aguardaban. La iglesia ocupaba una esquina; había tenido la vaga impresión de que había una calle más allá del cementerio. Con esa niebla, podían llevársela sin que ninguno de los criados de su esposo se enterara.

– No. Eso no va a salir bien. -Fue todo lo que se le ocurrió decir.

– Sí, saldrá bien. -Franni movía la cabeza arriba y abajo sin parar; la pistola seguía firmemente sujeta en sus manos-. Los hombres te tendrán encerrada; luego, cuando hayas tenido a tu bebé, me lo traerán a mí, y después podrán hacer contigo lo que quieran. Eso me pareció justo. Después de todo, Gyles ya no te querrá para nada: me tendrá a mí. Para entonces, te habrá olvidado.

Francesca se volvió para mirar a Franni de frente, apretando instintivamente los brazos en torno a su criatura. ¿Cómo podía saberlo Franni? Entonces cayó en la cuenta. Franni no lo sabía: tener niños después de casarse era lo que ocurría en los libros.

– Lo tengo todo planeado. Ester me dijo que era mejor que yo no tuviera hijos propios, así que en vez de eso criaré al tuyo, y tú no estarás, así que se casará conmigo y yo seré lady Chillingworth.

– No, Franni; eso no va a ocurrir.

Franni dio un respingo y alzó la vista. La pistola le tembló en la mano, pero la volvió a sujetar con firmeza inmediatamente. Entonces sonrió, con tanta dulzura, tan feliz, que a Francesca le dieron ganas de llorar.

– Habéis venido.

La calidez de la voz de Franni era inequívoca, al igual que el cambio en su actitud. Satisfecho de que se hubiera tomado bien su aparición, Gyles avanzó hacia ellas. Dio un repaso con la mirada a los tres hombres: eso bastó para que retrocedieran un paso.

– Sí, Franni. Aquí estoy. -Su mirada se cruzó un instante con la de Francesca-. Sentaos. -Francesca así lo hizo, dejándose caer en el banco. Él pasó de largo y se detuvo delante de Franni, situándose justo entre ella y Francesca-. Dadme la pistola. -Gyles le tendió la mano imperiosamente.

Franni, encandilada, encantada de verlo, aflojó la presión sobre la pistola…, pero su mirada se endureció de nuevo de repente. Aferró el arma y dio un paso atrás con ímpetu, y hacia un lado, de forma que volvía a tener a Francesca a la vista. Entrecerró los ojos mirando a Gyles, esforzándose por interpretar su expresión.

– ¡Nooo! -Lo dijo en voz baja, sorda, desafiante. Desvió la mirada de él a Francesca. La pistola enfilaba de nuevo al pecho de Francesca-. Estáis siendo noble. Caballeroso. Vosotros, hombres… ¡Venid aquí y atadlo!

– Yo les aconsejaría que ni lo intentaran.

– ¡No le hagáis caso! -Franni volvió bruscamente sus ojos desorbitados hacia ellos, con gesto resuelto-. Sólo se hace el noble y caballeroso. Es un conde: se supone que así es como deben ser. Tiene que decir que no la quiere muerta porque es su esposa. Se sentiría culpable si dijera la verdad, pero la verdad es que la quiere muerta para poder casarse conmigo, porque es a mí a quien ama. ¡A mí! -Lanzó a los hombres una mirada enloquecida-. ¡Ahora venid aquí y atadlo!

Los hombres se revolvieron, inquietos. El más delgado se aclaró la garganta.

– ¿Dice que la señora guapa es su esposa…, y que él es conde?

Gyles miró a los hombres.

– ¿Cuánto les paga?

Los hombres lo miraron con cautela.

– Nos prometió cien, eso es -dijo el flaco-. Pero sólo nos ha dao una guinea por adelantao.

Gyles se llevó la mano al bolsillo, sacó su tarjetera, extrajo de ella una tarjeta y un lápiz y garabateó algo en el dorso de aquélla.

– Tengan. -Deslizó la tarjetera y el lápiz de vuelta en el bolsillo y les tendió la tarjeta extendiendo el brazo-. Lleven esto a la dirección anotada en la tarjeta y el señor Waring les dará cien libras a cada uno de ustedes.

– ¡No! -gritó Franni.

Los hombres la miraron, y a continuación a Gyles.

– ¿Cómo sabemos que eso es lo que pasará?

– No lo saben, pero si no cogen la tarjeta y se van ahora, puedo garantizarles que no recibirán nada; y si todavía están por aquí para cuando yo esté libre, los entregaré a la ronda para que los interroguen sobre cierto carruaje que fue asaltado recientemente en el bosque de Highgate.

Uno de los hombres más fornidos se revolvió, intercambió una mirada con sus compañeros y luego avanzó pesadamente entre los bancos. Cogió la tarjeta, miró frunciendo el ceño lo que Gyles había escrito, y volvió a mirar a sus compinches.

– Andando… Vámonos.

Los tres se dieron la vuelta y abandonaron con paso cansino la capilla por el segundo arco.

– ¡No, no, no, no, nooooo! -gimió Franni. Haciendo rechinar los dientes y pateando el suelo, retrocedió hasta topar con el altar. Movía la cabeza como una loca; la pistola le temblaba también, pero la corrigió para encañonar a Francesca, ajustando el tiro…

Gyles empujó el banco de delante y se interpuso entre ella y Francesca.

– ¡Franni! ¡Ya basta! Las cosas no van a suceder como se pensaba.

– ¡Sí, será así! ¡Sí, será así!