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Gyles leyó en sus ojos, y se obligó a decir a continuación:

– Aprendí de muy joven que cuando uno ama se expone a sufrir un daño inimaginable.

– Lo sé… Pero, aun así, merece la pena.

Gyles examinó sus ojos y luego la besó suavemente, la acomodó de nuevo entre sus brazos y apoyó la mejilla en su pelo. Tenía razón. No había nada tan contradictorio como el amor. Nada dejaba a un hombre más expuesto y, sin embargo, nada podía reportarle tanta dicha. Para recolectar la cosecha del amor era necesario aceptar el riesgo de perder ese mismo amor. El amor era una moneda de dos caras, ganar y perder. Para asegurarse de ganar, tenía uno que abrazar el riesgo de perder.

Cuánto había cambiado él desde el día en que partió hacia la mansión Rawlings… Entonces su hogar era frío, le faltaba calidez, le faltaba vida; había partido en busca de una esposa para subsanar esa deficiencia. La había encontrado, y ahora era suya. Era el sol que calentaba su casa, que nutría a su familia, que daba sentido a su vida. Era literalmente el centro de su universo.

Decidió que bien podía decírselo. Al cabo de un instante, murmuró:

– No vino todo a la vez, ¿sabéis?

– ¿Ah? -Francesca se revolvió y él la dejó girarse otra vez de forma que pudiera verle la cara, y él a ella.

Le cogió la mano y se la llevó a los labios.

– Cuerpo, mente, corazón y alma. -Mirándola a los ojos, le besó la palma-. Mi cuerpo fue vuestro desde el mismo instante en que os vi; vos lo reclamasteis en nuestra noche de bodas. Peleasteis por mi mente y mi corazón, y los ganasteis; ahora son vuestros para toda la eternidad. -Hizo una pausa y puso una expresión más grave a la vez que miraba a lo más hondo de sus ojos esmeralda-. Y en cuanto a mi alma, es vuestra, os la ofrezco libremente. Podéis llevárosla y encadenarla como prefiráis.

Francesca le sostuvo la mirada y creyó que su corazón iba a estallar de gozo, con una felicidad tan profunda que no le cabía. Liberó sus brazos y le pasó las manos por los hombros, deslizando una hasta su nuca al tiempo que acercaba la cara a la de él.

– Gracias, milord. La acepto.

Selló el trato con un beso; un beso que prometía un vida de dicha absoluta entre las cadenas de un amor eterno.

Sólo tenían pendiente un compromiso formal antes de regresar a Lambourn: la cena de Navidad de lady Darlymple. Era a primeros de diciembre, semanas antes de la Nochebuena, pero hasta el último miembro de la nobleza iba a abandonar pronto la capital para volver a su hacienda. Gyles habría dado mucho por escaparse antes a Lambourn y librarse del inevitable sermón de uno de los pocos de su condición que estaría también presente en la cena.

Pero no tenía escapatoria.

Francesca, deslumbrante con un vestido de seda verde mar, fue el centro de todas las miradas, no sólo por sus sensuales curvas, sino más por la felicidad radiante que iluminaba sus ojos, daba color a su voz y estaba implícita en cada uno de sus gestos. Para irritación del libertino que llevaba dentro, Gyles fue incapaz de hacer otra cosa que sonreír con orgullo de propietario.

Diablo, por supuesto, lo vio y lo entendió todo como pocos más podían. De lado a lado de la mesa, cubierta de plata y reluciente cristal y de los brillantes tonos de la vajilla de Limoges, Diablo le sonrió -maliciosamente- y alzó su copa en un brindis privado.

Gyles pudo leer sus labios sin dificultad:

«Bienvenido al club.»

Stephanie Laurens

Stephanie Laurens nació en Ceylon. Cuando tenía cinco años, su familia se trasladó a Melbourne, Australia. Se graduó de Doctora en Bioquímica, se casó y junto con su marido se dedicó a la investigación científica en Londres. Años después volvieron a Australia, donde dejó la investigación científica para dedicarse a escribir novelas románticas.

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