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Gyles prolongó la mirada un instante y asintió a continuación.

– Muy bien. -Sentía como si hubiera liberado el pecho de un banco de carpintero-. En tal caso, quisiera pedirle formalmente la mano de su sobrina.

Charles pestañeó.

– ¿Así, sin más?

– Así, sin más.

– Bien. -Charles hizo ademán de levantarse-. La haré llamar…

– No. -Gyles le indicó que se detuviera-. Olvida algo: deseo que todo este asunto se trate con la máxima formalidad. Quisiera dejar claro, no sólo con palabras sino con hechos, que esto es un matrimonio concertado, nada más. La descripción que me ha hecho de su sobrina confirma las opiniones que he recabado de otras personas, grandes dames de la buena sociedad con amplia experiencia a la hora de ponderar la valía de las jóvenes casaderas. Todas declaran que Francesca Rawlings es un partido intachable; no preciso garantías adicionales. En estas circunstancias, no veo razón para tratar con ella en persona. Usted es su tutor, y es a través de usted que pido su mano.

Charles consideró la posibilidad de discutirlo; Gyles supo exactamente en qué instante comprendió que sería un empeño vano, e incluso algo impertinente. Era él, después de todo, el cabeza de la casa.

– Muy bien. Si así lo deseáis, y si me dais los detalles, hablaré con Francesca esta noche… Será mejor que lo ponga por escrito. -Charles buscó papel y pluma.

Cuando estuvo listo, Gyles le dictó y él transcribió la oferta formal de contrato matrimonial entre el conde de Chillingwonh y Francesca Hermione Rawlings. Mientras Charles garabateaba la última cláusula, Gyles musitó:

– Puede que sea mejor no mencionar el parentesco, ya que es lejano. No tiene trascendencia práctica alguna. Preferiría que la oferta le fuera trasladada específicamente en nombre del conde.

Charles se encogió de hombros.

– Eso no la perjudicará. A las mujeres les gustan los títulos.

– Bien. Si no requiere usted de mí alguna otra información, os dejo. -Gyles se levantó.

Charles se puso en pie. Abrió la boca pero pareció vacilar.

– Iba a insistir en que os quedarais aquí con nosotros, al menos a cenar…

Gyles negó con la cabeza.

– En otra ocasión, tal vez. Si me necesita para algo, me alojo en el Lindhurst Arms. -Se dirigió hacia la puerta.

Charles accionó el tirador del timbre y le siguió.

– Discutiré el asunto con Francesca esta noche…

– Y yo pasaré por la mañana para conocer su respuesta. -Gyles se detuvo mientras Charles se reunía con él junto a la puerta-. Una última impertinencia. Ha mencionado que el suyo fue un matrimonio concertado… Dígame, ¿fueron felices?

Charles correspondió a su mirada.

– Sí. Lo fuimos.

Gyles dudó un momento e hizo una inclinación de cabeza.

– Entonces sabrá que Francesca no tiene nada que temer del acuerdo que le propongo.

Había advertido dolor en los ojos de Charles. Gyles sabía que Charles era viudo, pero no se esperaba un sentimiento tan profundo; estaba claro que Charles había sentido en lo más hondo la muerte de su esposa. Notó un escalofrío en la nuca. Gyles pasó al salón, seguido de Charles. Se dieron la mano, y entonces llegó el mayordomo. Gyles lo siguió de vuelta a través de la casa.

Al acercarse al vestíbulo, el mayordomo murmuró:

– Enviaré a un lacayo a por vuestro caballo, milord.

Ya en el vestíbulo, no había ningún lacayo a la vista, pero una puerta forrada de tapete verde a un extremo de la sala batía con fuerza. Un segundo más tarde, una fregona salió por ella dando gritos. Ignoró a Gyles y se precipitó hacia el mayordomo.

– ¡Oh, señor Bulwer, tiene que venir rápidamente! ¡Una gallina anda suelta por la cocina! ¡El cocinero va detrás de ella con un cuchillo, pero no hay forma de agarrarla!

El mayordomo pareció sentirse ofendido y culpable a un tiempo. Dirigió a Gyles una mirada de impotencia mientras la criada le tiraba con todas sus fuerzas de la solapa.

– De veras que lo siento, milord… Os enviaré ayuda…

Gyles se echó a reír.

– No se preocupe, sabré salir solo. Tal y como suena esto, será mejor que ponga orden en la cocina si quiere que haya cena esta noche.

El rostro de Bulwer reflejó su alivio.

– Gracias, milord. El mozo de cuadra se ocupará de disponer vuestro caballo.

Se vio arrastrado fuera de la sala antes de que pudiera decir nada más. Gyles le oyó regañar a la criada mientras atravesaban el hueco de la puerta, que seguía batiendo.

Gyles siguió avanzando hacia la puerta principal con una sonrisa. Salió al exterior, bajó los escalones y, sin pensarlo, giró a la izquierda. Recorrió el parterre, admirando los macizos perfectamente recortados y las coníferas. A su izquierda, el muro de piedra bordeaba el camino y, más allá, un seto de tejos prolongaba la línea sin solución de continuidad. Volvió a girar a la izquierda a la primera oportunidad, por un arco en el seto que daba a un sendero que atravesaba los macizos de arbustos. Miró al frente; el tejado del establo asomaba tras la vegetación.

Cruzó el arco y se detuvo. Un sendero transversal se extendía a derecha e izquierda. Mirando en dirección a la casa, descubrió que podía ver hasta donde el muro de piedra junto al que había paseado iba a unirse a una esquina de la casa. Cerca de ésta, un banco de piedra salía del muro.

En el banco se hallaba sentada una joven dama.

Estaba leyendo un libro abierto sobre su regazo. El último sol de la tarde centelleaba bañándola en una luz dorada. Llevaba el hermoso pelo color linaza recogido, despejando su rostro; su suave piel despedía un leve brillo rosa. A esa distancia no podía ver sus ojos, pero el conjunto de sus rasgos parecía discreto, agradable sin ser llamativo. Su actitud, con la cabeza inclinada y los hombros bajos, sugería que era una mujer fácil de dominar, sumisa por naturaleza.

No era en absoluto la clase de mujer que le provocaba, no la clase de mujer a la que normalmente prestaría atención.

Era justamente la clase de esposa que andaba buscando. ¿Podía tratarse de Francesca Rawlings?

Como si un poder superior hubiera leído su pensamiento, una voz de mujer la llamó:

– ¿Francesca?

La muchacha levantó la vista. Estaba cerrando el libro y recogiéndose el chal cuando la mujer volvió a llamarla.

– ¿Francesca? ¿Franni?

Poniéndose en pie, la muchacha exclamó:

– Estoy aquí, tía Ester. -Su voz era clara y delicada.

Echó a andar y desapareció de la vista de Gyles.

Gyles sonrió y reanudó su paseo. Había confiado en Charles y éste no le había decepcionado: Francesca Rawlings reunía punto por punto las cualidades adecuadas para ser su dócil prometida.

El sendero desembocaba en un patio cubierto de césped. Gyles penetró en él…

Una derviche vestida de verde esmeralda a punto estuvo de derribarlo.

Se estrelló contra él como una fuerza de la naturaleza; era una mujer pequeña, que apenas le llegaba al hombro. Su primera impresión fue una mata de pelo negro revuelto y rizado que caía de cualquier manera sobre los hombros de ella y su espalda. El verde esmeralda correspondía a un vestido de montar de terciopelo. Calzaba botas y portaba una fusta en la mano.

Él la agarró y la sostuvo: se habría caído de no haberla sujetado entre sus brazos.

Aun antes de que hubiera recuperado ella el aliento, las manos de él habían insinuado una caricia, sus sentidos impúdicos le habían transmitido ávidamente que sus curvas eran generosas, su carne firme pero complaciente, que era la quintaesencia de la feminidad: para él, básicamente un desafío. Desplegó las manos por su espalda, luego apretó los brazos en torno a ella, pero con suavidad, atrapándola contra él. Sus pechos generosos calentaban el suyo, sus blandas caderas sus propios muslos.

Un ahogado «¡Oh!» brotó de sus labios.

Alzó la vista hacia él.

La pluma verde prendida en un volante del gorro que remataba sus relucientes rizos le rozó la mejilla. Gyles apenas lo advirtió.