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Ella tenía los ojos verdes, de un verde más intenso que el esmeralda de su traje. Grandes e inquisitivos, los enmarcaban unas pestañas espesas y oscuras. Su piel era de inmaculado marfil teñido de un matiz dorado, sus labios de un rosa oscuro, delicadamente curvos, sensualmente carnoso el inferior. Llevaba el pelo retirado hacia atrás y sujeto en la coronilla, descubriendo la frente amplia y el exquisito arco de unas cejas negras. Rizos largos y cortos se desparramaban enmarcando un rostro en forma de corazón, que resultaba irresistiblemente atractivo y profundamente misterioso; la necesidad de saber lo que estaba pensando se apoderó de Gyles.

Aquellos asombrados ojos verdes se encontraron con los suyos, para a continuación recorrer su rostro antes de, abriéndose aún más, volver a encontrarlos.

– Lo siento. No lo vi llegar.

Más que oír su voz, la sintió; la sintió como una caricia interior, una invitación puramente física. El sonido en sí era…, ahumado, un murmullo sensual que de algún modo nublaba sus sentidos.

Sus muy predispuestos sentidos, que habían reconocido una presa en apenas una fracción de segundo. Oh, sí, ronroneó el animal que llevaba dentro. Sus labios esbozaron una sonrisa sutil, aunque sus pensamientos eran cualquier cosa menos sutiles.

Ella bajó la mirada, la ancló en su boca y a continuación tragó saliva. Un rubor brillante afloró a sus mejillas. Sus amplios párpados se entrecerraron, ocultando sus ojos. Se echó hacia atrás entre sus brazos.

– Si tuviera la bondad de soltarme, caballero…

Él no quería, pero lo hizo; despacio, con reticencia deliberada y evidente. Ella se había sentido más que bien entre sus brazos, había sentido un calor y una vitalidad intensas. Se había sentido intensamente viva.

Retrocedió un paso, y su rubor se acentuó a medida que las manos de él rozaban sus caderas hasta perder contacto y caer. Se sacudió el faldón, evitando cruzar su mirada con la de él.

– Si me disculpa, debo irme.

Sin esperar respuesta por parte de Gyles, pasó a su lado y echó a andar a paso vivo sendero abajo. Él se volvió para verla alejarse.

Aminoró la marcha. Se detuvo.

De pronto, se volvió a mirarlo con un remolino, y sus ojos se encontraron con los de él sin mostrar desfachatez ni malicia.

– ¿Quién es usted?

Era una gitana vestida de verde y enmarcada por el macizo de arbustos. La franqueza de su mirada, de su actitud, eran un desafío hecho carne.

– Chillingworth. -Girando hasta quedar de frente ante ella, le hizo una reverencia sin que sus ojos perdieran contacto ni un instante. Al enderezarse, añadió-: Y quedo muy decididamente a su servicio.

Ella se lo quedó mirando, para al cabo hacer un gesto vago:

– Llego tarde.

Viéndola, nadie hubiera dicho que así fuera…

Ambos sostuvieron la mirada; algo primitivo tendió un arco entre ellos… Una cierta promesa que no precisaba formularse con palabras.

Ella apartó la vista de sus ojos, recorriendo su figura con avidez, codiciosamente, como para fijarla en su memoria; él hizo lo propio, con idéntica voracidad por su visión, presto para echar a correr.

Lo hizo ella antes. Se volvió repentinamente, recogió la cola que arrastraba su vestido y huyó, desviándose por un sendero lateral hacia la casa, desapareciendo de su vista.

Sin poder apartar los ojos del desierto bulevar, Gyles sofocó el impulso de salir en pos de ella. Su excitación se disipó poco a poco; se dio la vuelta. La sonrisa que curvaba sus labios no era de diversión. Aquella expectativa de sensualidad era moneda que manejaba habitualmente; la gitana conocía bien las reglas de su comercio.

Llegó a las cuadras y mandó al mozo a buscar su zaino; mientras lo aguardaba, se le pasó por la cabeza que, en aquellas circunstancias, sería de esperar que dedicara sus pensamientos a su futura novia. Se concentró en el recuerdo de la pálida joven con el libro; en cuestión de segundos, su imagen fue reemplazada por la más vibrante y apetecible a los sentidos de la gitana, tal y como la había visto en los últimos instantes, pregonando con sus ojos aquella llamada ancestral. Volver a centrar su atención en la primera le exigió un considerable esfuerzo.

Gyles rió para sus adentros. Ésa era precisamente la razón para desposar a semejante mosquita muerta: que su presencia no interferiría con sus persecuciones más carnales. A ese respecto, Francesca Rawlings habíase demostrado sin duda perfecta; pocos minutos después de verla, su mente ya se había colmado de pensamientos lascivos relativos a otra mujer.

Su gitana. ¿Quién era? Su voz, aquel sonido ronco, tórrido, resonó de nuevo en su cabeza. Tenía un cierto acento, apenas perceptible: vocales más sonoras y consonantes más dramáticas que las que los ingleses acostumbraban a pronunciar. Ese acento prestaba un toque más sensual aún a aquella sugerente voz. Recordó el matiz de oliva que había dorado la piel de la gitana; recordó también que Francesca Rawlings había vivido la mayor parte de su vida en Italia.

El mozo de cuadra sacó al imponente zaino al exterior; Gyles dio las gracias al muchacho, montó en él y partió a medio galope por el camino de entrada.

Acento y color; podía ser que la gitana fuera italiana. En cuanto a su forma de comportarse, ninguna damisela inglesa sumisa y afable lo habría examinado jamás con tanto descaro como ella. Italiana pues, o bien amiga o dama de compañía de su futura novia. En todo caso, no se trataba de una criada, a juzgar por cómo iba vestida; y tampoco habría osado criada alguna comportarse con esa franqueza, no la primera vez que lo viera, ni siquiera la segunda.

Al llegar donde el camino doblaba entre los árboles, Gyles refrenó a su caballo y se volvió a mirar la mansión Rawlings. No estaba aún seguro de cuál sería la mejor forma de jugar las cartas que se le acababan de repartir. Asegurar el compromiso con su dócil novia seguía siendo su objetivo principal; seducir a la gitana había de pasar a un segundo plano, pese a la urgencia carnal que le inspiraba.

Entrecerró los ojos y no vio ladrillos descoloridos, sino un par de ojos esmeralda brillando de complicidad, de conocimiento y promesas fuera del alcance de cualquier modesta damisela.

Había de ser suya.

Una vez que su dócil novia hubiera accedido a su propuesta, se concentraría en una conquista más de su agrado. Saboreando tal perspectiva, hizo dar media vuelta a su zaino y echó a galopar camino abajo.

Capítulo 2

Francesca entró corriendo en la casa por el vestíbulo del jardín. Deteniéndose bruscamente, esperó a que sus ojos se habituaran a la penumbra. Esperó a que dejara de darle vueltas la cabeza.

¡Cielos! Se había pasado todo un año lamentándose en secreto de la falta de ardor de los hombres ingleses, y mira ahora lo que los dioses le habían deparado. Aunque se hubieran demorado doce meses, no tema intención de quejarse.

No estaba segura de que no debiera en realidad arrodillarse y dar gracias.

La imagen que evocó ese pensamiento hizo brotar de su garganta una risita que provocó un temblor en el hoyuelo de su mejilla izquierda. Luego, aquella ligereza se disipó. Quienquiera que fuera, no había ido a verla a ella; podía ser que nunca volviera a verlo. Y, sin embargo, se trataba con toda probabilidad de un pariente: había reparado en su parecido con su padre y su tío. Se adentró en la casa con el ceño fruncido.

Acababa de volver de un paseo a caballo cuando oyó a Ester llamándola. Había salido a toda prisa de las cuadras y hacia la casa. Había estado fuera más tiempo de lo acostumbrado; podía ser que Ester y Charles estuvieran preocupados. Entonces se había dado de bruces con el desconocido.

Un caballero, eso estaba claro, y posiblemente con título: era difícil determinar si Chillingworth era título o apellido. Chillingworth. Lo repitió para sí, paladeándolo. Tenía cierta sonoridad, que le iba bien al hombre. Fuera por demás lo que fuera -y se podía hacer alguna idea al respecto-, era la antítesis del caballero de provincias aburrido e insulso del tipo de los que llevaba un año evaluando. Chillingworth, fuese quien fuese, no era aburrido.