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– He hablado con Francesca con cierto detenimiento. No se mostró contraria a vuestra proposición, pero sí que pidió un periodo de tiempo, tres días, para considerar su respuesta.

Gyles notó que sus cejas se arqueaban. La petición era sumamente razonable; lo que le sorprendía era que ella la hubiera hecho.

Charles lo observaba con preocupación, incapaz de interpretar su expresión.

– ¿Supone eso un problema?

– No. -Gyles reflexionó y volvió a mirar directamente a Charles, mientras añadía-: Aunque yo desee dejar cerrado este asunto expeditivamente, la solicitud de la señorita Rawlings es imposible de rechazar. El matrimonio es, después de todo, una negociación muy seria…, extremo éste que he insistido en subrayar.

– Ciertamente. Francesca no es una muchacha veleidosa… Tiene los pies bien plantados en la tierra. Se comprometió a dar un simple sí o no en la tarde del tercer día a partir de ayer.

– Dentro de dos días. -Gyles asintió y se levantó-. Permaneceré por la zona y regresaré por la tarde del día convenido.

Charles se puso en pie y se estrecharon las manos.

– Tengo entendido -dijo Charles mientras acompañaba a Gyles a la puerta- que ayer visteis a Francesca.

Gyles se paró en seco y observó a su anfitrión.

– Sí, pero muy fugazmente. -Ella debió de ver que la miraba y fue lo bastante hábil como para disimular.

– Así y todo, el menor vistazo bastaría. Es una joven arrebatadora, ¿no os parece?

Gyles examinó a Charles. Era un hombre más delicado y blando que él; las damitas más gentiles eran sin duda más su tipo. Gyles correspondió a su sonrisa.

– Estoy convencido de que la señorita Rawlings será para mí la perfecta condesa.

Se volvió hacia la puerta; Charles la abrió. Bulwer aguardaba para conducirlo hasta la salida. Con una inclinación de cabeza, Gyles se fue.

Decidió pasear hasta las cuadras como había hecho el día anterior. Caminando por los senderos del parterre, inspeccionó los alrededores.

Le había dicho a Charles que no albergaba deseo alguno de conocer formalmente a su futura novia. No había nada que ganar de esa experiencia, en su opinión. No obstante, ahora que ella había estipulado una espera de tres días…

Podía resultar prudente conocer a la joven dama que había pedido tranquilamente tres días para tomarle en consideración. A él y a su extremadamente generosa oferta. Aquello lo sorprendía como una muestra de resolución rara en una mujer del estilo de Francesca Rawlings. No importaba que la hubiera entrevisto apenas, él era experto en el arte de juzgar a las mujeres. Y, sin embargo, estaba claro que había juzgado mal a su futura esposa cuando menos en un aspecto; parecía sensato comprobar que no le depararía ulteriores sorpresas.

El destino le sonreía… Ella caminaba junto al lago, sin más compañía que unos cuantos spaniels. Se alejaba de él con la cabeza erguida, recta la espalda, con los perros retozando alrededor de sus pies. Se aplicó a darle alcance.

Llegó cerca de ella cuando daba la vuelta al extremo del lago.

– ¡Señorita Rawlings!

Ella se detuvo y se volvió. El chal que sujetaba en torno a sus hombros ondeaba al aire, y su tono azul realzaba el rubio claro de su cabello, liso y delicado, recogido en un moño suelto. Mechones ondulantes enmarcaban una cara dulce, más bonita que guapa. Su rasgo más memorable eran los ojos, de un azul muy pálido, bordeados por unas pestañas rubias.

– ¿Sí?

Ella lo observó mientras se acercaba sin dar muestras de reconocerle, y tan sólo un toque de recelo. Gyles recordó que había insistido en que se le transmitiera su oferta utilizando su título; estaba claro que no lo relacionaba con el caballero con el que estaba considerando casarse.

– Gyles Frederick Rawlings. -Le hizo una reverencia, sonriéndole al enderezarse. Alguien más debía haberle visto observándola el día anterior, y se lo habría contado a Charles… ¿La mujer que la había llamado, tal vez?-. Soy un primo lejano. Me preguntaba si me permitiría caminar con usted un rato.

Ella pestañeó antes de corresponderle con otra sonrisa, tan mansa como había supuesto que sería ella.

– Si es usted de la familia, supongo que no hay inconveniente. -Con un gesto de la mano, le indicó el camino que bordeaba el lago-. Saco a los perros para que hagan sus necesidades. Lo hago a diario.

– Parece haber un buen número de ellos. -Todos husmeándole las botas. No eran perros de caza, sino la versión reducida: perros domésticos, casi falderos. Le asaltó un pensamiento-. ¿Son suyos?

– Oh, no. Viven aquí, eso es todo.

La observó para determinar si lo había dicho en broma. Su expresión proclamaba que no. Mientras adoptaba su paso, a su lado, sopesó rápidamente su figura. Era de estatura media, la cabeza le llegaba justo por debajo de la barbilla; era de complexión delgada, algo desprovista de curvas, pero pasable. Pasable.

– Aquella perra de ahí -señaló a una con una oreja hendida-, ésa es la más vieja. Se llama Bess.

Mientras continuaban rodeando el lago, siguió nombrando a los perros: por más que lo deseara, no halló la forma de cambiar discretamente de tema de conversación. Cada nuevo tema que le sugería su mente, habitualmente ágil, parecía inoportuno a la luz de la ingenuidad y palmaria inocencia de ella. Hacía mucho tiempo, pensó, que no conversaba con alguien tan inocente.

Pero no había ningún reparo que poner a sus modales o su conducta. Cuando iba por el séptimo perro, se las arregló para colar un comentario, al que ella replicó de inmediato. Manifestaba una franqueza sin rastro de malicia que, según le había comentado Charles, resultaba extrañamente balsámica. Tal vez porque no le exigía nada.

Llegaron al final del lago y ella giró en dirección al parterre. Estaba a punto de seguirla cuando un destello verde llamó su atención. Su mirada fue atrapada por una figura a caballo vestida de verde que cruzaba un prado distante como una centella. Los árboles le permitieron tan sólo entreverla brevemente, luego desapareció. Frunciendo el ceño, apretó el paso y alcanzó de nuevo a su futura.

– A Dolly se le da muy bien cazar ratas…

Mientras cruzaban los prados, su acompañante siguió desarrollando su árbol genealógico canino. Él caminaba a su vera, pero su atención se había disipado por completo.

La dichosa gitana galopaba a toda velocidad, extremadamente rápido. Y el caballo que montaba… ¿Era sólo por efecto de la distancia y lo menudo de su persona que el animal le había parecido enorme?

Al llegar al parterre, su acompañante continuó por el sendero que rodeaba el jardín más formal. Él se detuvo.

– Debo irme. -Recordando lo que le había llevado hasta allí, consiguió componer una sonrisa encantadora e hizo una reverencia-. Gracias por su compañía, querida. Me atrevo a aventurar que volveremos a vernos.

Ella sonrió candorosamente.

– Eso me complacería. Sabe usted escuchar, caballero.

Asintiendo cínicamente, la dejó.

Avanzó a buen paso entre los macizos, atento a si aparecía algún derviche de verde. No fue el caso. Al llegar a las cuadras, echó un vistazo al interior y exclamó: «¡Hoy!». Como no recibiera respuesta, recorrió el largo pasillo, pero no pudo ver a ningún mozo. Encontró a su zaino, pero no apreció indicios de que acabaran de entrar a ningún caballo. Y, sin embargo, la gitana debía de haber llegado hasta las cuadras a esas alturas; cabalgaba en esa dirección cuando la había divisado.

De regreso al patio, miró a su alrededor; no parecía haber nadie por el lugar. Sacudiendo la cabeza, se dio la vuelta con intención de entrar de nuevo y coger él mismo su caballo, cuando un sonido de pisadas anunció al mozo de cuadras. Llegó corriendo al patio, con una cesta de picnic de dos compartimentos a cuestas; se detuvo derrapando en cuanto vio a Gyles.

– Oh. Perdón, señor. Hum. -El chico miró a un lado del establo, luego a Gyles, luego a la cesta-. Hum…