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Se estremeció, sintió que algo en su entrega se abría, se desplegaba. Reaccionaba. Sintió su cuerpo entero henchido de gloria, de entusiasmo. Exultante de lánguido ardor. Cautivado.

Gyles se ahogaba, se hundía bajo una ola de deseo más poderoso de lo que nunca había conocido hasta el momento. Que lo arrastraba con la fuerza de la marea, minando su control, barriéndolo por completo.

Abruptamente, deshizo el beso. Echó atrás la cabeza y se quedó mirándola. Agarrada a sus hombros, firmemente sujeta entre sus brazos, ella parpadeó, esforzándose por resituarse.

La expresión de él se endureció. Masculló una maldición que remató diciendo:

– Dios, qué fácil eres.

Ella lo miró con ojos atónitos, luego apretó los labios. Forcejeó furiosa; él la bajó, posándola de pie en el suelo. Ella se apartó violentamente, dio un paso atrás, sacudiéndose con brío las hojas de la falda para a continuación agitarla y alisársela.

Francesca recordó que se había sentido ofendida por él, antes incluso de aquel comentario. Había dicho que pasaría por la mañana. Debía de ser mediodía cuando se dignó aparecer. Ella había estado aguardándolo para abordarlo. Como no llegaba, se había ido a montar con el fin de calmarse. ¿Qué decía de su empeño en ganar su voluntad que apareciera a mediodía?

¡Y qué decir de su actitud! Nada de cortejarla, de abrazos de enamorado… Tan sólo ardiente pasión y seducción arrogante. Cierto era que esto último la atraía más que aquello…, pero eso él no podía saberlo. ¿Tan indiferente le era…, o era más bien que estaba muy seguro de que ella iba a aceptar?

¿Y qué había querido decir exactamente con aquello de que era «fácil»?

Le lanzó una mirada punzante al tiempo que se arrodillaba para comprobar cómo estaban los gatitos.

– Tengo entendido que habéis hecho una oferta, milord.

Gyles la miró asombrado, mientras ella contaba los gatitos. Trató de no fruncir el ceño. Si le había llegado a ella la noticia…

– Me ha llegado.

¿Quién demonios era esa mujer? Antes de que pudiera preguntárselo, ella dijo:

– Aquí hay seis; nos faltan tres. -Se puso en pie y miró alrededor-. Esa casa vuestra, el castillo de Lambourn, ¿es un castillo de verdad? ¿Tiene almenas, torres, foso y puente levadizo?

– Ni foso ni puente levadizo. -A Gyles le pareció ver un gatito gris escondido tras una roca. Fue a cogerlo pero él huyó dando saltitos-. Queda una sección de almenas sobre la entrada principal, y hay un par de torres en cada extremo. Y está también la torre de entrada… Eso es ahora la casa de la condesa viuda.

– ¿La casa de la condesa viuda? ¿Vuestra madre vive aún?

– Sí. -Saltó sobre el gatito y le echó el guante. Cogiéndolo por el pescuezo, lo llevó hasta la cesta.

– ¿Qué piensa ella de vuestra oferta?

– No le he preguntado. -Gyles se concentró en introducir en la cesta al gatito, que se revolvía, conteniendo al mismo tiempo a los demás para que no se escaparan-. No es asunto suyo.

Sólo al incorporarse cayó en la cuenta de lo que había dicho. Simplemente la verdad, bien era cierto, pero ¿por qué diantre se lo estaba contando a esta gitana? Al volverse a mirarla, esta vez con manifiesta severidad, descubrió otro felino dirigiéndose torpemente hacia el extremo del huerto. Mascullando una imprecación, fue a por él a grandes zancadas.

– ¿Vivís en Lambourn todo el año, o sólo pasáis allí algunos meses?

Francesca le hizo esta pregunta al volver él con el bichito revolviéndose y retorciéndose en una mano. Acunaba con las suyas a otro gatito anaranjado, acurrucado entre sus nada desdeñables pechos. El animalillo ronroneaba de tal forma que parecía que fuera a reventarse los tímpanos.

Aquella visión lo distrajo por completo. Gyles, con la boca seca y la mente en blanco, la observó doblarse por la cintura y trasladar entre caricias al gatito de su confortable nido a la cesta.

– Eh… -Pestañeó al incorporarse ella-. Paso en Lambourn la mitad del año, más o menos. Suelo ir a Londres para la temporada de actividades sociales, y vuelvo otra vez para el periodo de sesiones de otoño del Parlamento.

– ¿Ah, sí? -Sus ojos brillaron con interés genuino-. ¿De forma que ocupáis vuestro escaño en la Cámara de los lores, e intervenís?

Él se encogió de hombros mientras embutía el último gatito dentro de la cesta.

– Cuando se trata algún asunto que me interesa, sí, desde luego. -Frunció el ceño. ¿Cómo era que habían pasado a hablar de este tema?

Tras amarrar las tapas de la cesta, la levantó y se enderezó.

– Tomad. -Ella le tendió las riendas del castrado y alargó el otro brazo para coger la cesta-. Podéis guiar a Sultán. Yo los llevo a ellos.

Antes de que pudiera reaccionar, se encontró de pie sosteniendo las riendas en la mano y mirándola caminar huerto arriba. Contemplando su delicioso trasero bambolearse mientras, con las faldas de su vestido dobladas en torno al brazo, ascendía por la ligera pendiente. Apretó las mandíbulas y se dispuso a seguirla… y entonces comprendió por qué lo había dejado con el castrado.

Le llevó al menos un minuto convencer al animal de que estaba decidido a moverse. Finalmente, el enorme caballo accedió a caminar tras él mientras intentaba alcanzar a zancadas a la hechicera. La que lo había estado interrogando. Conforme reducía la distancia que les separaba, se preguntó qué pretendía ella con aquello. Una de las posibles respuestas le hizo aminorar la marcha.

Ella se había enterado de su proposición. Lo que sugería que gozaba de la confianza de Francesca Rawlings. ¿Podía ser que, habiéndole confesado su encuentro a Francesca, lo estuviera interrogando por ella? Francesca, ciertamente, no había sabido quién era él, pero si la gitana no lo había descrito… Sí, era posible.

La alcanzó y musitó:

– Y dígame, ¿qué más desea saber la señorita Rawlings?

Francesca volvió la cabeza hacia él. ¿Se estaba riendo de ella? Volvió a mirar al frente.

– La señorita Rawlings -dijo- desea saber si es grande su casa de Londres.

– Razonablemente. Es una adquisición más o menos reciente, no tiene ni cincuenta años, así que está equipada con todas las comodidades más modernas.

– Supongo que llevaréis una vida muy ajetreada durante vuestras estancias en Londres, al menos durante la temporada alta.

– Puede llegar a resultar vertiginosa, pero las recepciones tienden a concentrarse por las noches.

– Imagino que vuestra compañía estará muy solicitada.

Gyles dirigió una mirada adusta al cogote cubierto de negros rizos. No podía estar seguro sin verle la cara, pero… No, no se atrevería a tanto.

– Las anfitrionas de la alta sociedad acostumbran a requerir mi presencia.

Que interpretara eso como quisiera.

– No me digáis. ¿Y tenéis algún compromiso en concreto, con algunas anfitrionas en concreto, en la actualidad?

La descarada hechicera le estaba preguntando si tenía alguna amante. Al llegar al patio de las caballerizas, pasó a la zona empedrada y se giró; los ojos verdes que buscaron su mirada exasperada desprendían una autoridad propia.

Deteniéndose ante ella, la contempló. Tras unos instantes de tensión, declaró pausada y claramente:

– Ahora mismo, no. -El hecho de que estaba considerando seriamente introducir cambios en esa situación se infería con claridad de sus palabras.

A Francesca le resultó fácil no sonreír mientras le sostenía la mirada. Sus ojos grises transmitían un mensaje que no estaba segura de entender. ¿Estaba desafiándola a que fuera lo bastante buena, lo bastante seductora como para mantenerlo alejado del lecho de otras damas? ¿Le estaba diciendo que dependía de ella que tuviera o no una amante? La idea era en cierto modo tentadora, pero ella tenía su orgullo. Irguiéndose, dejó que sus ojos despidieran centellas de desaprobación para acto seguido despedirse con un altivo gesto de la cabeza.