Don José salió de la cama, se aseó como debía, preparó algo de comer y, recuperado el vigor físico de esta manera, apeló al vigor moral para telefonear, con la indispensable frialdad burocrática, a los padres de la mujer desconocida, en primer lugar para saber si estaban en casa, después para preguntar si podrían, hoy mismo, recibir a un funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil que necesitaba tratar con ellos de un asunto relacionado con la hija fallecida. Tratándose de cualquier otra llamada, don José habría salido para hablar desde la cabina pública que se encontraba al otro lado de la calle, pero, en este caso, cabía el peligro de que, al atender, distinguieran el ruido de la moneda cayendo en el interior de la máquina, hasta la menos suspicaz de las personas requeriría que le explicasen por qué razón un funcionario de la Conservaduría General telefoneaba desde una cabina, y además en domingo, sobre cuestiones de trabajo. Aparentemente, la solución de la dificultad no se encontraba lejos de don José, le bastaba entrar furtivamente una vez más en la Conservaduría y usar el teléfono de la mesa del jefe, pero el riesgo de este acto no sería menor, pues en la relación de llamadas telefónicas, todos los meses enviada por la central y verificada, número a número, por el conservador, forzosamente constaría la clandestina comunicación, Qué llamada es ésta, hecha desde aquí un domingo, preguntaría el conservador a los subdirectores, y en seguida, sin esperar respuesta ordenaría, Procédase a una investigación, ya. Resolver el misterio de la llamada secreta sería la cosa más fácil del mundo, era sólo darse el trabajo de conectar con el número sospechoso y oír de allí la información, Sí señor, en ese día nos telefoneó un funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil, y no sólo telefoneó, vino aquí, quería saber las razones por las que nuestra hija se suicidó, alegó que era para la estadística, Para la estadística, Sí señor, para la estadística, por lo menos fue lo que nos dijo, Muy bien, ahora escúcheme con atención, Dígame, Con vistas al completo esclarecimiento de este asunto es indispensable que usted y su marido se dispongan a colaborar con la autoridad de la Conservaduría, Qué debemos hacer, Mañana vienen a la Conservaduría para identificar al funcionario que los visitó, Allí estaremos, Pasará un coche a buscarlos. La imaginación de don José no se limitó a crear este inquietante diálogo, terminado éste pasó a las representaciones mentales de lo que acontecería después, los padres de la mujer desconocida entrando en la Conservaduría y apuntando, Es aquél, o dentro del coche que los recogió, observando la entrada de los funcionarios y señalando, Fue aquél. Don José murmuró, Estoy perdido, no tengo ninguna salida. Sí la tenía y cómoda, y definitiva, si renunciase a ir a casa de los padres de la mujer desconocida, o si fuese sin avisar antes, si simplemente llamase a la puerta y dijese, Buenas tardes, soy funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil, disculpen que venga a incomodarlos en domingo, pero el servicio en la Conservaduría se ha acumulado hasta tal punto, con tanta gente naciendo y muriendo, que hemos adoptado un régimen laboral de horas extraordinarias permanentes. Sería sin ninguna duda el procedimiento más inteligente, aquel que podría dar a don José las máximas garantías posibles sobre su seguridad futura, pero parecía que las últimas horas vividas, aquel enorme cementerio con sus brazos de pulpo extendidos, la noche de luna opaca y de sombras caminando, el baile convulsivo de los fuegos fatuos, el pastor viejo y las ovejas, el perro silencioso, como si le hubiesen extraído las cuerdas vocales, las tumbas con los números cambiados, parecía que todo esto le había confundido los pensamientos, en general suficientemente lúcidos y claros para el gobierno de la vida, de otra manera no se entendería por qué continúa empeñado en su idea de telefonear, menos se entiende aún que, ante sí mismo, la pretenda justificar con el argumento pueril de que una llamada previa le facilitará el camino para recoger las informaciones. Piensa que tiene una fórmula capaz de disipar de entrada la más leve desconfianza, que será decir, como ya está diciendo, sentado en el sillón del jefe, Soy del retén de la Conservaduría General del Registro Civil, esa palabra retén, cree él, es la ganzúa que le abrirá todas las puertas, y parece que no le faltaba razón, del otro lado ya están respondiéndole que Sí señor, venga cuando quiera, hoy no salimos de casa. Un último vestigio de sensatez hizo cruzar por la cabeza de don José el pensamiento de que, probablemente, acababa de hacer el nudo en la cuerda que lo ahorcará, pero la locura le tranquilizó, le dijo que la relación de llamadas tardaría unas cuantas semanas en ser remitida por la central, y, quién sabe, puede suceder que el conservador se encuentre de vacaciones esos días, o esté enfermo en casa, o simplemente ordene a uno de los subdirectores conferir los números, no sería la primera vez, lo que, con bastante probabilidad, significaría que el delito no se descubrirá, teniendo en cuenta que a ninguno de los subdirectores le agrada el encargo, Bueno, mientras el palo va y viene, descansa la espalda, murmuró don José para concluir, resignándose a los dictados del destino.
Colocó la guía de teléfonos en el sitio justo de la mesa, encuadrándola rigurosamente con el ángulo recto de la tapa, limpió el auricular con el pañuelo para borrar las impresiones digitales y entró en casa. Comenzó por abrillantar los zapatos, después cepilló el traje, se puso una camisa limpia, la mejor corbata y ya tenía en la mano el tirador de la puerta cuando se acordó de la credencial. Presentarse en casa de los padres de la mujer desconocida diciendo simplemente, Soy la persona que telefoneó de la Conservaduría, no tendría, seguro, en cuanto a poder de convicción y autoridad, el mismo efecto que ponerles ante los ojos un papel timbrado, sellado y firmado, otorgando al portador plenos derechos y facultades en el ejercicio de sus funciones y para cabal cumplimiento de la misión que le había sido asignada. Abrió el armario, buscó el expediente del obispo y retiró la credencial, sin embargo, de un primer vistazo, comprendió que no servía. En primer lugar, por la fecha, anterior al suicidio, y en segundo lugar, por los propios términos de la redacción, por ejemplo, aquella orden de averiguar hasta el fondo todo lo concerniente a la vida pasada, presente y futura de la mujer desconocida, Ni siquiera sé dónde está ella ahora, pensó don José, y en cuanto a una vida futura, en ese momento recordó la copla popular que dice, lo que está tras la muerte, nunca nadie lo vio ni lo verá, de tantos que allí fueron, nunca ninguno volvió acá. Iba a reponer la credencial en su lugar, pero en el último instante tuvo que obedecer una vez más al estado de espíritu que lo viene obligando a concentrarse de manera obsesiva en una idea y a persistir en ella hasta verla realizada.
Ya que se había acordado de la credencial, tendría, indefectiblemente, que llevar una credencial. Volvió a entrar en la Conservaduría, fue al armario de los impresos, mas se había olvidado de que el armario de los impresos, desde la investigación, estaba siempre cerrado. Por primera vez en su vida de persona pacífica sintió un ímpetu de furia, hasta el punto de pasársele por la cabeza dar un golpe en el cristal y mandar al diablo las consecuencias. Felizmente recordó a tiempo que el subdirector encargado de velar por el consumo de impresos guardaba la llave del armario respectivo en un cajón de la mesa, y que los cajones de los subdirectores, como era norma rigurosa en la Conservaduría General, no podían estar cerrados, El único que aquí tiene derecho a guardar secretos soy yo, dijo el jefe, y su palabra era ley, que al menos por esta vez no se aplicaba a los oficiales y a los escribientes por la simple razón de que ésos, como se ha visto, trabajan en mesas simples, sin cajones. Don José se envolvió la mano derecha en el pañuelo para no dejar la menor señal de dedos que lo denunciase, tomó la llave y abrió el armario de los impresos. Sacó una hoja de papel con el timbre de la Conservaduría, cerró el armario, repuso la llave en el cajón del subdirector, en ese momento la cerradura de la puerta exterior del edificio crujió, oyó deslizarse la lengüeta una vez, durante un instante don José se quedó paralizado, pero en seguida, como aquellos viejos sueños de su infancia, en que, sin peso, sobrevolaba los jardines y los tejados, se movió ligerísimo sobre las puntas de los pies, cuando la cerradura acabó de abrirse ya don José estaba en casa, jadeante, como si el corazón se le hubiese subido a la boca. Pasó un largo minuto hasta que del otro lado de la puerta se notó que alguien tosía, El jefe, pensó don José, sintiendo las piernas flaquear, escapé de puro milagro. De nuevo se oyó la tos, más fuerte, tal vez más próxima, con la diferencia de que ahora parecía deliberada, intencional, como si quien entró estuviese anunciando su presencia. Don José miraba aterrorizado la cerradura de la delgada puerta que lo separaba de la Conservaduría. No tuvo tiempo de girar la llave, sólo el picaporte mantenía la puerta cerrada, Si él viene, si mueve el picaporte, si entra aquí, gritaba una voz dentro de la cabeza de don José, te sorprende en flagrante delito, con ese papel en la mano, la credencial sobre la mesa, la voz no le decía nada más que esto, tenía pena del escribiente, no le hablaba de las consecuencias. Don José retrocedió despacio hasta la mesa, tomó la credencial y la escondió, así como la hoja sacada del armario, entre la ropa de la cama, todavía por hacer. Después se sentó y quedó a la espera. Si le preguntasen qué esperaba, no sabría responder. Pasó una hora y don José comenzó a impacientarse. Del otro lado de la puerta no venía ningún otro ruido. Los padres de la mujer desconocida ya estarían extrañándose por la demora del funcionario de la Conservaduría, se parte del principio de que la urgencia es la característica principal de los asuntos que están a cargo de un retén, sea cual sea su naturaleza, agua, gas, electricidad o suicidio. Don José esperó un cuarto de hora más sin moverse de la silla. Al fin de ese tiempo reparó en que había tomado una decisión, no era simplemente seguir una idea fija como de costumbre, se trataba de una decisión, aunque él mismo no supiese explicar cómo la había tomado. Dijo casi en voz alta, Lo que tenga que ocurrir ocurrirá, el miedo no resuelve nada.