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No podía decir lo mismo don José, a él todavía le faltaba dar el último paso, buscar y encontrar en casa de la mujer desconocida una carta, un diario, un simple papel donde cupiese el desahogo, el grito, el no puedo más que todo suicida tiene la estricta obligación de dejar tras de sí antes de retirarse por aquella puerta, para que los que aún van a continuar de este lado puedan tranquilizar las alarmas de su propia consciencia diciendo, Pobrecillo, tuvo sus razones. El espíritu humano, sin embargo, cuántas veces será necesario decirlo, es el lugar predilecto de las contradicciones, además ni se ha observado últimamente que ellas prosperen o simplemente tengan condiciones de existencia viable fuera de él, y ésa debe de ser la causa de que don José ande dando vueltas por la ciudad, de lado a lado, arriba y abajo, como perdido sin mapa ni guía, cuando sabe perfectamente lo que tiene que hacer en este último día, que mañana ya será otro tiempo, o que él será otro en un tiempo igual a éste, y la prueba de que lo sabe es haber pensado, Después de esto, quién seré yo mañana, qué especie de escribiente va a tener la Conservaduría General del Registro Civil. Dos veces pasó frente a la casa de la mujer desconocida, dos veces no paró, tenía miedo, no le preguntemos de qué, esta contradicción es de las que están más a la vista, don José quiere y no quiere, desea y teme lo que desea, toda su vida ha sido así. Ahora, para ganar tiempo, para retrasar lo que sabe que será inevitable, decide que primero tiene que almorzar, en un restaurante barato, como impone su magra bolsa, pero sobre todo que quede lejos de estos sitios, no sea que a un vecino curioso le dé por sospechar de las intenciones del hombre que ya pasó dos veces. Aunque su aspecto no se distinga del que tienen habitualmente las personas honestas, lo cierto es que nunca tenemos garantías firmes sobre lo que se ve, las apariencias engañan mucho, por eso las llamamos apariencias, a pesar de que en el caso a examen, atendiendo al peso de la edad y a la frágil constitución física, a nadie se le ocurriría decir, por ejemplo, que don José vive de escalar casas con nocturnidad. Prolongó el frugal almuerzo lo más que pudo, cuando se levantó de la mesa ya pasaba mucho de las tres, y sin prisa, como si arrastrara los pies, se fue aproximando a la calle donde la mujer desconocida había vivido. Antes de torcer la última esquina paró, respiró hondo, No soy miedoso, pensó para darse ánimos, pero era, como les sucede a tantas personas de coraje, valiente para unas cosas, cobarde para otras, no es por el hecho de haber pasado una noche en el cementerio por lo que se le quitará el temblor de piernas de ahora. Metió la mano en el bolsillo exterior de la chaqueta, palpó las llaves, una, la del buzón de correos, pequeña, estrecha, quedaba excluida por naturaleza, las dos restantes eran casi iguales, una era de la puerta de la calle, otra de la puerta del apartamento, ojalá acierte en seguida, si el edificio tiene portera y es de las que asoman la nariz al menor ruido, qué explicación dará, podrá decir que está allí autorizado por los padres de la señora que se suicidó, que viene por causa del inventario de los bienes, soy funcionario de la Conservaduría General del Registro Civil, señora, aquí tiene mi carné y, como se ve, me confiaron las llaves de la casa. Don José acertó con la llave a la primera tentativa, la guardiana de la puerta, si la finca la tenía, no apareció preguntándole, Adónde va, señor, aunque es bien cierto lo que se dice, que el mejor guarda de viñas es el miedo a que el guarda venga, por tanto se aconseja comenzar venciendo el miedo, después veremos si el guarda aparece.

El edificio, a pesar de antiguo, tiene ascensor, con lo que le están pesando las piernas a don José nunca conseguiría alcanzar el sexto piso donde la profesora de matemáticas vivía. La puerta chirrió al abrirse, sobresaltando al visitante, repentinamente con dudas sobre la eficacia de la justificación que había pensado dar a la portera en el caso de que lo interpelara. Se deslizó con rapidez al interior de la casa, cerró la puerta con todo cuidado y se encontró en medio de una penumbra densa, a la que le faltaba poco para ser oscuridad. Palpó la pared junto al marco de la puerta, encontró un interruptor, pero prudentemente no lo hizo funcionar, podría ser peligroso encender las luces.

Poco a poco los ojos de don José estaban habituándose a la penumbra, se diría que en situación semejante lo mismo le ocurre a cualquier persona, pero lo que comúnmente no se sabe es que los escribientes de la Conservaduría General, dada la frecuentación regular al archivo de los muertos a que están obligados, adquieren, al cabo de cierto tiempo, facultades de adecuación óptica absolutamente fuera de lo común. Llegarían a tener ojos de gato si no los alcanzase primero la edad de la jubilación.

Aunque el suelo estuviese enmoquetado, don José creyó que sería mejor descalzarse los zapatos para evitar cualquier choque o vibración que pudiese denunciar su presencia a los inquilinos del piso de abajo. Con mil cuidados descorrió los cerrojos de los postigos de una de las ventanas que daba a la calle pero sólo los abrió lo suficiente para que entrase alguna luz. Estaba en un dormitorio. Había una cómoda, un armario, una mesilla de noche. La cama, estrecha, de soltera, como se decía antes. Los muebles eran de líneas simples y claras, lo contrario del estilo bazo y pesado del mobiliario de la casa de los padres. Don José dio una vuelta por las restantes habitaciones del apartamento, que se limitaban a una sala de estar amueblada con los sofás de costumbre y una estantería de libros que ocupaba de extremo a extremo una pared, una habitación más pequeña que servía de despacho, la cocina minúscula, el cuarto de baño reducido a lo indispensable.

Aquí vivió una mujer que se suicidó por motivos desconocidos, que había estado casada y se divorció, que podría haber vuelto a vivir con los padres después del divorcio, pero que prefirió continuar sola, una mujer que como todas fue niña y muchacha, que ya en ese tiempo, de una cierta e indefinible manera, era la mujer que llegó a ser, una profesora de matemáticas que tuvo su nombre de viva en el Registro Civil junto a los nombres de todas las personas vivas de esta ciudad, una mujer cuyo nombre de muerta volvió al mundo vivo porque este don José fue a rescatarlo al mundo de los muertos, apenas el nombre, no a ella, que no podría un escribiente tanto. Con las puertas de comunicación interiores todas abiertas, la claridad del día ilumina más o menos la casa, pero don José tendrá que despacharse en la búsqueda si no quiere dejarla a medias. Abrió un cajón de la mesa del despacho, pasó los ojos vagamente por lo que había dentro, le parecieron ejercicios escolares de matemáticas, cálculos, ecuaciones, nada que le pudiese explicar las razones de la vida y de la muerte de la mujer que se sentaba en este sillón, que encendía esta lámpara, que sostenía este lápiz y con él escribía. Don José cerró lentamente el cajón, todavía comenzó a abrir otro pero no llegó al final del movimiento, se detuvo pensando un largo minuto, o fueron solamente uno pocos segundos que parecieron horas, después empujó el cajón con firmeza, después salió del despacho, después se sentó en uno de los sofás de la sala y allí se quedó. Miraba los viejos calcetines zurcidos que traía puestos, los pantalones sin raya un poco subidos, las canillas blancas y delgadas, con escaso vello. Sentía que su cuerpo se acomodaba a la concavidad suave del tapizado y de los muelles del sofá dejada por otro cuerpo, Nunca más se sentará aquí, murmuró. El silencio, que le había parecido absoluto, era cortado ahora por los sonidos de la calle, sobre todo, de vez en cuando, con el paso de un coche, pero había en el aire también una respiración pausada, un latir lento, sería tal vez la respiración de las casas cuando las dejan solas, ésta, probablemente, aún no se percató de que tiene alguien dentro. Don José se dice a sí mismo que aún hay cajones para examinar, los de la cómoda, donde se suelen guardar las ropas más íntimas, los de la mesilla de noche, donde intimidades de otra naturaleza son generalmente recogidas, el armario, piensa que si abre el armario no resistirá al deseo de recorrer con los dedos los vestidos colgados, así, como si estuviese acariciando las teclas de un piano mudo, piensa que levantará la falda de uno para aspirarle el aroma, el perfume, el simple olor. Y están los cajones de la mesa del despacho que no llegó a investigar, y la pequeña cajonera de la estantería, en algún sitio tendrá que estar guardado aquello que busca, la carta, el diario, la palabra de despedida, la señal de la última lágrima. Para qué, preguntó, supongamos que tal papel existe, que lo encuentro, que lo leo, no será por leerlo por lo que los vestidos dejarán de estar vacíos, a partir de ahora los ejercicios de matemáticas no tendrán solución, no se descubrirán las incógnitas de las ecuaciones, la colcha de la cama no será apartada, el embozo de la sábana no se ajustará sobre el pecho, la lámpara de la cabecera no iluminará la página del libro, lo que acabó, acabó. Don José se inclinó hacia delante, dejó caer la frente sobre las manos, como si quisiese seguir pensando, pero no era así, se le habían acabado los pensamientos. La luz se quebró de pronto, alguna nube está pasando en el cielo. En ese momento el teléfono sonó. No se había fijado antes, pero allí estaba, en una pequeña mesa, en un rincón, como un objeto que pocas veces se utiliza. El mecanismo del grabador de llamadas funcionó, una voz femenina dijo el número de teléfono, después añadió, No estoy en casa, deje el recado después de oír la señal. Quien quiera que hubiese llamado, colgó, hay personas que detestan hablarle a una máquina o, en este caso, se trató de una equivocación, de hecho si no reconocemos la voz que sale de la grabadora no merece la pena continuar. Esto habría que explicárselo a don José, que nunca en su vida había visto un aparato de éstos de cerca, aunque lo más probable sería que él no prestase atención a las explicaciones, tan perturbado lo pusieron las pocas palabras que oyó, No estoy en casa, deje el recado después de oír la señal, sí, no está en casa, nunca más estará en casa, quedó apenas su voz, grave, velada, como distraída, como si estuviera pensando en otra cosa cuando realizó la grabación. Don José dijo, Puede ser que vuelvan a telefonear, y con esa esperanza no se movió del sofá durante más de una hora, poco a poco la penumbra de la casa se iba haciendo más densa y el teléfono no sonó más. Entonces don José se levantó, tengo que irme, murmuró, pero antes de salir todavía dio una última vuelta por la casa, entró en el dormitorio, donde había más luz, se sentó un momento en el borde de la cama, una y otra vez deslizó la mano despacio por el embozo bordado de la sábana, después abrió el armario, allí estaban los vestidos de la mujer que había dicho las definitivas palabras, No estoy en casa. Se inclinó hacia ellos hasta tocarlos con la cara, el olor que desprendían podría llamarse olor de ausencia, o será aquel perfume mixto de rosa y crisantemo que de vez en cuando recorre la Conservaduría General.