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Después de cenar frugalmente, como era su costumbre y la necesidad obligaba, don José se encontró con toda una velada por delante sin tener nada que hacer. Durante media hora todavía consiguió distraerse ojeando algunas de las vidas más famosas de la colección, les añadió unos cuantos recortes recientes, pero su pensamiento no estaba allí, andaba vagando por la oscuridad de la Conservaduría, como un perro negro que hubiese encontrado el rastro del último secreto. Comenzó a pensar que no existía peligro alguno en utilizar simplemente las fichas que tenía de reserva, aunque fuesen apenas tres o cuatro, sólo para ocupar un poco la noche y luego dormir tranquilo.

La prudencia intentaba retenerlo, sujetándolo por la manga, pero, como todo el mundo sabe, o debía saber, la prudencia sólo es buena cuando se trata de conservar aquello que ya no interesa, qué mal podría acarrearle abrir la puerta, buscar rápidamente tres o cuatro fichas, bueno, cinco, que es número redondo, dejaría las carpetas de los expedientes para otra ocasión, así evitaba tener que servirse de la escalera. Esta idea acabó de decidirlo. Alumbrando el camino con la linterna en la mano trémula, penetró en la caverna inmensa de la Conservaduría y se aproximó al fichero.

Más nervioso de lo que creyera antes, giraba la cabeza a un lado y a otro con desconfianza, como si estuviera siendo observado por millares de ojos escondidos en la oscuridad de los pasillos entre los estantes. Todavía no se había rehecho del choque de la mañana. Tan rápido como le permitieron sus dedos tensos, abrió y cerró cajones, buscando en las diferentes letras del alfabeto las fichas que precisaba, equivocándose una y otra vez, hasta que finalmente consiguió reunir los primeros cinco famosos de la segunda categoría. Ya asustado de verdad, volvió a casa corriendo, con el corazón dándole saltos, como un niño que va a la despensa para robar un dulce y vuelve de allí perseguido por todos los monstruos de las tinieblas. Les dio con la puerta en la cara y cerró con dos vueltas la llave, no quería pensar que aún tendría que volver esa noche a la Conservaduría para colocar las malditas fichas en sus lugares.

Con la intención de calmarse, bebió un trago de la botella de aguardiente que guardaba para las ocasiones, tanto las buenas como las malas. Por culpa de la prisa y de la falta de costumbre, dado que en su insignificante vida hasta lo bueno y lo malo habían sido raridad, se atragantó, tosió, volvió a toser, casi sofocado, un pobre escribiente con cinco fichas en la mano, creía él que eran cinco, con el esfuerzo de la tos las había dejado caer, y no eran cinco, eran seis, esparcidas por el suelo, como cualquier persona podrá ver y contar, una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, un único trago de aguardiente nunca produjo este efecto.

Cuando por fin pudo recuperar el aliento, se agachó para recoger las fichas, una, dos, tres, cuatro, cinco, no había duda, seis, a medida que las recogía iba leyendo los nombres que allí constaban, famosos todos, menos uno. Con la precipitación y la agitación de los nervios, la ficha intrusa se había pegado a la que le precedía, de finas que eran la diferencia de grosor apenas se notaba. Está claro que por mucho que se perfile y retoque una caligrafía, copiar cinco registros sumarios de nacimiento y vida es trabajo que en poco tiempo se despacha.

Al cabo de media hora ya don José podía dar por terminada la velada y abrir otra vez la puerta. De mala gana, reunió las seis fichas y se levantó de la silla. No le apetecía nada entrar en la Conservaduría, pero no había otro remedio, el fichero tenía que estar completo y en debido orden a la mañana siguiente. Si fuese necesario consultar una de estas fichas y no estuviese en su lugar, la situación se agravaría. De sospecha en sospecha, de indagación en indagación, alguien acabaría observando que don José vive pared con pared con la Conservaduría General, que, como bien sabemos, no goza de la elemental protección de una vigilancia nocturna, a alguien se le ocurría preguntar dónde estaba aquella llave de acceso que no llegó a ser entregada. Lo que tiene que ser, tiene que ser, y tiene mucha fuerza, pensó sin originalidad don José, y se dirigió a la puerta. A medio camino, de súbito, paró, Es curioso, no me he fijado si es de hombre o de mujer la ficha que vino pegada. Volvió atrás, se sentó de nuevo, demoraría así un poco más en obedecer a la fuerza de lo que tiene que ser. La ficha es de una mujer de treinta y seis años, nacida en aquella misma ciudad, y en ella constan dos asentamientos, uno de matrimonio, otro de divorcio. Como esta ficha hay con certeza centenas en el fichero, si no millares, por tanto no se comprende por qué estará don José mirándola con una expresión tan extraña, que a primera vista parece atenta, pero que es también vaga e inquieta, posiblemente es éste el modo de mirar de quien, poco a poco, sin deseo ni renuncia, se va soltando de algo y todavía no ve dónde poner la mano para volver a sujetarse. Siempre habrá quien apunte supuestas e inadmisibles contradicciones entre inquieto, vago y atento, son personas que se limitan a vivir así como así, personas que nunca se encontraron con el destino de frente. Don José mira y vuelve a mirar lo que se halla escrito en la ficha, la caligrafía, excusado será decirlo, no es suya, tiene un trazo pasado de moda, hace treinta y seis años otro escribiente anotó las palabras que aquí se pueden leer, el nombre de la niña, los nombres de los padres y de los padrinos, la fecha y la hora del nacimiento, la calle, el número y el piso donde ella vio la primera luz y sintió el primer dolor, un principio como el de todas las personas, las grandes y pequeñas diferencias vienen después, algunos de los que nacen entran en las enciclopedias, en las historias, en las biografías, en los catálogos, en los manuales, en las colecciones de recortes, los otros, mal comparando, son como una nube que pasó sin dejar señal de su paso, si llovió no llegó para mojar la tierra. Como yo, pensó don José. Tenía el armario lleno de hombres y mujeres de los que casi todos los días se hablaba en los periódicos, sobre la mesa la partida de nacimiento de una persona desconocida, y era como si los hubiese acabado de colocar en los platillos de una balanza, cien en este lado, uno en el otro, y después, sorprendido, descubriera que todos aquellos juntos no pesaban más que éste, que cien eran igual a uno, que uno valía tanto como cien. Si alguien entrara en casa en este momento y le preguntase de sopetón, Cree, realmente, que el uno que usted también es vale lo mismo que cien, que los cien de su armario, para no irnos más lejos, valen tanto como usted, respondería sin dudar, Querido señor, soy un simple escribiente, nada más que un simple escribiente de cincuenta años que no ha sido ascendido a oficial, si creyese que valía tanto como uno solo de los que tengo guardados, o como cualquiera de estos cinco de menos fama, no habría comenzado la colección, Entonces por qué no deja de mirar la ficha de esa mujer desconocida, como si de repente ella tuviese más importancia que todos los otros, Precisamente por eso, estimado señor, porque es desconocida, Vamos, vamos, el fichero de la Conservaduría está lleno de desconocidos, Están en el fichero, no están aquí, Qué quiere decir, No lo sé bien, En ese caso, déjese de pensamientos metafísicos para los que su cabeza no me parece que haya nacido, ponga la ficha en su lugar y duerma en paz, Es lo que pretendo hacer, como todas las noches, el tono de la respuesta fue conciliador, pero don José aún tenía alguna cosa que añadir, En cuanto a los pensamientos metafísicos, querido señor, permítame que le diga que cualquier cabeza es capaz de producirlos, aunque muchas veces no consigna encontrar las palabras.