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»El mundo se había vuelto del revés. La Mano del Rey nos había enviado a capturar a unos criminales, y de repente los criminales éramos nosotros… y Lord Tywin era la Mano del Rey. Algunos propusieron que nos rindiéramos en aquel momento, pero Lord Beric se negó en redondo. Dijo que seguíamos siendo hombres del rey y que los leones estaban asesinando al pueblo del rey. Si no podíamos luchar por Robert lucharíamos por ellos, hasta que muriera el último de nosotros. Y eso hicimos, pero sucedió algo muy extraño. Por cada hombre que perdíamos aparecían dos para ocupar su lugar. Algunos eran caballeros o escuderos, de buena cuna, pero la mayor parte eran plebeyos: jornaleros, taberneros, criados, zapateros… hasta dos septones. Hombres de todo tipo, y también mujeres, niños, perros…

—¿Perros? —se sorprendió Arya.

—Sí —contestó Harwin con una sonrisa—. Uno de los muchachos tiene una jauría de los perros más salvajes que te puedas imaginar.

—Me encantaría tener un buen perro salvaje —dijo con melancolía—. Un perro que matara leones.

Había tenido una loba huargo, Nymeria, pero la había tenido que espantar a pedradas para evitar que la reina la matara.

«¿Un huargo podrá matar a un león?», se preguntó.

Por la tarde siguió lloviendo, y también buena parte del anochecer. Por suerte los rebeldes tenían amigos por todas partes, de manera que no tuvieron que acampar al aire libre ni refugiarse a duras penas bajo la vegetación, tal como había tenido que hacer tan a menudo con Pastel Caliente y con Gendry.

Aquella noche acamparon en una aldea quemada y abandonada. O al menos parecía abandonada hasta que Jack-con-Suerte hizo sonar el cuerno de caza con dos toques cortos, seguidos por otros dos largos. En aquel momento, de las ruinas y bodegas ocultas salieron todo tipo de personas. Tenían cerveza, manzanas secas y pan de cebada algo duro, y los rebeldes llevaban un ganso que Anguy había abatido en el río, de manera que la cena de aquella noche fue casi un banquete.

Arya estaba mordisqueando el último pedacito de carne de un ala cuando uno de los aldeanos se dirigió hacia Lim Capa de Limón.

—Hace menos de dos días pasaron por aquí unos hombres —dijo—, buscaban al Matarreyes.

—Pues que vayan a buscarlo a Aguasdulces. —Lim soltó un bufido—. A la más profunda de las mazmorras, un precioso agujero húmedo.

Tenía la nariz como una manzana aplastada, toda roja e informe, y estaba de muy mal humor.

—No —respondió otro aldeano—. Consiguió escapar.

«El Matarreyes.» Arya sintió que se le erizaba el vello del cuello. Contuvo la respiración para oír mejor.

—¿Es posible que sea verdad? —preguntó Tom Siete.

—No me lo creo —intervino un hombre tuerto que llevaba un yelmo cónico oxidado. Los demás rebeldes lo llamaban Jack-con-Suerte, aunque a Arya no le parecía que perder un ojo fuera señal de mucha suerte—. Yo mismo he probado esas mazmorras. ¿Cómo ha podido escapar?

Ante aquello los aldeanos no pudieron hacer otra cosa que encogerse de hombros. Barbaverde se acarició los bigotes grises y verdosos.

—Si el Matarreyes vuelve a estar suelto los lobos se ahogarán en sangre. Hay que decírselo a Thoros. El Señor de la Luz le mostrará a Lannister en las llamas.

—Aquí ya tenemos una hoguera estupenda —dijo Anguy con una sonrisa.

—¿Tengo pinta de sacerdote, Arquero? —Barbaverde se echó a reír y le dio un cachete al arquero—. Cuando Pello de Tyrosh escudriña el fuego, las brasas le chamuscan la barba.

—Anda que no le gustaría a Lord Beric capturar a Jaime Lannister —dijo Lim mientras hacía que le crujieran los nudillos.

—¿Lo ahorcaría, Lim? —preguntó una de las aldeanas—. Sería una pena colgar a un hombre tan guapo como ése.

—¡Primero el juicio! —dijo Anguy—. Lord Beric siempre les hace un juicio, lo sabes muy bien. —Sonrió—. Y luego los ahorca.

Hubo un coro de carcajadas. Luego, Tom pasó los dedos por las cuerdas del arpa y empezó a entonar una canción.

La hermandad del Bosque Real, una banda al margen de la ley. Su castillo era el bosque, y a las tierras salían a cazar. El oro de los hombres y la virtud de las doncellas robaban por igual Oh, la hermandad del Bosque Real, esa banda temible y sin ley.

Con ropa caliente y seca, en un rincón entre Gendry y Harwin, Arya escuchó la canción un rato, antes de cerrar los ojos y dejarse vencer por el sueño. Soñó con su hogar; no con Aguasdulces, sino con Invernalia. Pero no fue un sueño agradable. Estaba fuera del castillo, sola, hundida en barro hasta las rodillas. Veía ante ella las murallas grises, pero cuando intentaba llegar a las puertas cada paso le costaba más que el anterior, y el castillo se iba difuminando ante sus ojos hasta que pareció más de humo que de granito. También había lobos, formas grises y escurridizas de ojos brillantes que acechaban entre los árboles a su alrededor. Cada vez que los miraba la asaltaba el recuerdo del sabor de la sangre.

A la mañana siguiente se apartaron del camino para atajar a través de los campos. Hacía viento y las hojas secas giraban en remolinos en torno a los cascos de sus caballos, pero para variar no llovía. Cuando el sol salió de detrás de una nube, resultó tan brillante que Arya tuvo que echarse la capucha hacia delante para que no la cegara.

—¡Nos hemos equivocado de dirección! —exclamó de repente, tirando de las riendas.

—¿Qué pasa, otra vez el musgo? —Gendry dejó escapar un gemido.

—¡Mira el sol! —replicó—. ¡Vamos hacia el sur! —Arya rebuscó en las alforjas de la silla hasta dar con el mapa y se lo mostró—. No tendríamos que habernos apartado del Tridente. Mirad. —Desenrolló el mapa sobre una pierna. Todos la estaban mirando—. Aquí, Aguasdulces está aquí, entre los ríos.

—Da la casualidad de que ya sabemos dónde está Aguasdulces —dijo Jack-con-Suerte—. Lo sabemos muy bien.

—No vamos a Aguasdulces —le espetó Lim con aspereza.

«Casi había llegado —pensó Arya—. Tendría que haber dejado que se llevaran nuestros caballos. Podría haber hecho el resto del camino a pie.» Recordó el sueño que había tenido y se mordió el labio.

—Vamos, pequeña, no pongas esa cara tan triste —dijo Tom de Sietecauces—. No te pasará nada malo, te doy mi palabra.

—¡La palabra de un mentiroso!

—Aquí nadie ha mentido —dijo Lim—. No te hemos prometido nada. No nos corresponde a nosotros decidir qué se hace contigo.

Pero Lim no era el jefe, tampoco Tom. El jefe era Barbaverde, el tyroshi. Arya se volvió hacia él.

—Llévame a Aguasdulces y recibirás una recompensa —dijo a la desesperada.

—Pequeña —respondió Barbaverde—, si un plebeyo quiere, puede despellejar una ardilla común para guisarla, pero si encuentra una ardilla de oro se la llevará a su señor, si no quiere tener que lamentarlo.

—Yo no soy una ardilla —replicó Arya.

—Claro que sí. —Barbaverde se echó a reír—. Eres una ardillita de oro que va a ir a ver al señor del relámpago tanto si quiere como si no. Él sabrá qué conviene hacer contigo. Seguro que te envía con tu señora madre, tal como tú quieres.

—Claro —asintió Tom de Sietecauces—, Lord Beric es así. Hará lo que sea mejor para ti, ya verás.

«Lord Beric Dondarrion.» Arya recordó todo lo que había oído en Harrenhal, tanto de boca de los Lannister como de los Titiriteros Sangrientos. Lord Beric, el fantasma del bosque. Lord Beric, al que había dado muerte Vargo Hoat, y antes que él Ser Amory Lorch, y también la Montaña que Cabalga, éste en dos ocasiones.

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