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Dejó atrás al Myrddraal. Ése no se levantaría, como ocurría según los rumores. El contacto del ser que había sido Padan Fain provocaba la muerte instantánea a uno de su especie. Una pena. Tenían ciertos recursos que, de haber ocurrido de otro modo, él habría sabido aprovechar bien.

A lo mejor debería conseguir unos guantes. Pero, si se los ponía, sería imposible cortarse la mano. ¡Qué problema!

Bah, qué más daba. Adelante. Había llegado el momento de matar a al’Thor.

Lo entristecía que la caza tuviera que terminar. Aunque ya no había razón para seguir con ella. Uno no cazaba algo cuando sabía con exactitud dónde iba a estar. Uno se limitaba a aparecer para encontrarse con la presa. Como con un viejo amigo. Un apreciado, amado, viejo amigo al que uno iba a apuñalar en un ojo, a sacarle las tripas y consumirlas a puñados al tiempo que bebía su sangre. Ése era el modo apropiado de tratar a los amigos. Era un honor.

Malenarin Rai rebuscó entre los informes de suministros. Esa maldita contraventana que había detrás de su escritorio chascó y volvió a abrirse dejando entrar el calor húmedo de la Llaga.

A pesar de llevar diez años prestando servicio como comandante de Torre Heeth, no se había acostumbrado al calor de las tierras altas. Ni a la humedad. A menudo, el aire bochornoso llegaba cargado de olores putrefactos.

El viento silbante sacudió la hoja de madera. El comandante se levantó, se acercó a la contraventana, la cerró y enrolló un trozo de bramante alrededor del tirador para mantenerla atrancada.

Regresó al escritorio y echó un vistazo a la lista de los soldados recién llegados. Cada nombre iba acompañado de una especialidad; allí arriba, todos los soldados tenían que ocuparse de dos o más tareas. Habilidad para vendar heridas. Piernas rápidas para llevar mensajes. Buen ojo con el arco. La habilidad de hacer que las gachas de siempre tuvieran un gusto nuevo. Malenarin siempre pedía hombres con especialidad en ese último grupo. Cualquier cocinero capaz de lograr que los soldados estuvieran deseosos de ir al comedor valía su peso en oro.

El comandante apartó a un lado el informe actual y lo sujetó con el cuerno de trolloc relleno de plomo que utilizaba de pisapapeles. La siguiente hoja del montón era una carta de un hombre llamado Barriga, un mercader que conducía su caravana hacia la torre para negociar. Malenarin sonrió; ante todo era un soldado, pero lucía a través del pecho las tres cadenas plateadas que lo señalaban como un maestro mercader. Si bien su torre recibía gran parte de los suministros directamente de la reina, a ningún comandante kandorés se le negaba la oportunidad de negociar con mercaderes.

Si tenía suerte, conseguiría emborrachar a ese comerciante forastero en la mesa de negociaciones. Malenarin había obligado a más de un mercader a prestar un año de servicio militar como castigo por entrar en tratos que no podía cumplir. A menudo, un año de entrenamiento con las fuerzas de la reina les venía muy bien a los orondos mercaderes extranjeros.

Dejó la hoja debajo del cuerno de trolloc, y vaciló al ver el último tema del que tenía que ocuparse, al final del montón de papeles. Era un recordatorio de su mayordomo. A Keemlin, su hijo mayor, le faltaba poco para cumplir los catorce años. ¡Como si a Malenarin se le fuera a olvidar tal cosa! No necesitaba un recordatorio.

Sonrió y plantó el cuerno de trolloc encima de la nota, no fuera a ocurrir que la contraventana se abriera de nuevo en cualquier momento; él en persona había matado al trolloc al que había pertenecido el cuerno. A continuación se dirigió hacia un lado del despacho y abrió el maltrecho baúl de roble. Entre otros efectos personales que guardaba en él había una espada envuelta en tela, con la vaina marrón conservada en buen estado y bien impregnada de sebo, aunque había perdido algo de color con el paso del tiempo. Era la espada de su padre.

Dentro de tres días se la entregaría a Keemlin. Un muchacho se convertía en hombre al cumplir los catorce años, el día en que se le daba su primera espada y se hacía responsable de sí mismo. Keemlin se había esforzado mucho para prepararse bien siguiendo las enseñanzas de los instructores más severos que Malenarin logró conseguir. Su hijo se convertiría en un hombre dentro de poco. ¡Qué deprisa pasaban los años!

Exhalando un suspiro enorgullecido, Malenarin cerró el baúl, se incorporó y salió del despacho para hacer su ronda diaria. La torre, un bastión defensivo que vigilaba la Llaga, albergaba doscientos cincuenta soldados.

Tener una responsabilidad era tener orgullo, del mismo modo que soportar una carga significaba acrecentar la fortaleza. Vigilar la Llaga era su responsabilidad y su fortaleza; en la actualidad eso había pasado a ser aún más importante, con la extraña tormenta que amenazaba por el norte y habiendo partido la reina y la mayoría del ejército kandorés en busca del Dragón Renacido. Cerró la puerta del despacho, tras lo cual tiró del picaporte oculto que la atrancaba por fuera. Era una de varias puertas semejantes que había en el vestíbulo; cualquier enemigo que entrara al asalto en la torre no sabría cuál de ellas conducía a la escalera que subía a los otros niveles. De esta forma, el pequeño despacho tenía una doble función al ser también parte de las defensas de la torre.

Se dirigió hacia la escalera. Estos niveles altos no eran accesibles desde la planta baja; los cuarenta pies de la planta baja de la torre constituían una trampa. El enemigo que entrara por abajo y subiera los tres primeros niveles de los alojamientos de la guarnición descubriría que no había forma de subir al cuarto nivel. El único camino para llegar allí era subir por una estrecha rampa plegable que había en el exterior de la torre, y que llevaba del segundo nivel hasta el cuarto. Salir a esa rampa dejaba a los atacantes expuestos a las flechas que les dispararían desde arriba. Entonces, una vez que algunos de ellos estuvieran arriba, pero no los demás, los kandoreses plegarían la rampa y así dividirían la fuerza enemiga, de forma que los que habían subido acabarían muertos mientras intentaban encontrar las escaleras interiores.

Malenarin subió a buen paso. En los lados de los escalones, a intervalos, se abrían aspilleras que se asomaban a los tramos inferiores para que los arqueros pudieran disparar a los invasores. Cuando Malenarin se encontraba más o menos a mitad de camino del nivel superior, oyó unos pasos que bajaban con precipitación. Unos segundos después, Jargen, el sargento de guardia, aparecía por el recodo del hueco de escalera. Como la mayoría de los kandoreses, Jargen lucía la barba partida en dos; el negro cabello estaba salpicado de hebras grises.

Jargen se había unido a la Guardia de Vigilancia de la Llaga al día siguiente de su decimocuarto cumpleaños. En el cordón que llevaba atado alrededor del hombro del uniforme marrón tenía un nudo por cada trolloc que había matado. En la actualidad, debía de haber unos cincuenta nudos en ese cordón.

Jargen saludó llevándose el brazo al pecho y después bajó la mano para ponerla en la espada como señal de respeto a su comandante. En muchos países, asir el arma de ese modo sería un insulto, pero los sureños tenían fama de irascibles y suspicaces. ¿Es que no se daban cuenta de que era un honor asir la espada para dar a entender que uno consideraba a su comandante un oponente digno?

—Milord —saludó con voz áspera el sargento—. Un destello de aviso de Torre Rena.

—¿Qué? —exclamó Malenarin.

Los dos hombres subieron al trote los escalones.

—Fue muy clara, señor. Yo mismo la vi, seguro. Sólo un destello, pero lo hubo.

—¿Enviaron una rectificación?

—Puede que lo hayan hecho a estas alturas, pero antes quise ir a buscaros para poneros sobre aviso.

Si hubiese habido otras noticias, Jargen las habría compartido, así que Malenarin no malgastó saliva en hacerle más preguntas. Poco después llegaban a lo alto de la torre, donde había un gran mecanismo de espejos y lámparas. Con aquel mecanismo, la torre podía enviar mensajes al este o al oeste —donde otras torres se alineaban a lo largo de la Llaga— o hacia el sur, a lo largo de otra línea de torres que llegaba hasta el palacio Aesdaishar, en Chachin.