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Lan miró atrás sin poder evitarlo, aunque no frenó a Mandarb. Bulen sostenía en alto una fina tira de cuero, el hadori que llevaba ceñido a la frente cualquier malkieri comprometido bajo juramento a luchar contra la Sombra.

—Me pondría el hadori de mi padre —prosiguió Bulen, que alzó más aún la voz—, pero no tengo a quién preguntarle si puedo. Tal es la tradición, ¿verdad? Alguien ha de darme permiso para llevarlo. Bien, pues, lucharé contra la Sombra mientras viva. —Bajó la vista hacia el hadori y después levantó de nuevo los ojos y gritó—: ¡Combatiré contra la oscuridad, al’Lan Mandragoran! ¿Vais a decirme que no puedo?

—Ve con el Dragón Renacido —contestó Lan—. O con el ejército de tu soberana. Cualquiera de ellos te aceptará.

—¿Y vos? ¿Pensáis hacer todo el recorrido hasta las Siete Torres sin provisiones?

—Las buscaré.

—Con el debido respeto, milord, ¿habéis visto la zona en la actualidad? La Llaga avanza más y más hacia el sur. No crece nada, ni siquiera en las tierras que antaño eran fértiles. Apenas queda caza.

Lan vaciló y tiró de las riendas para frenar a Mandarb.

—En aquellos años casi no sabía quién erais —continuó Bulen, que echó a andar seguido por el animal de carga—. Aunque sí sé que perdisteis a alguien de entre nosotros muy importante para vos. Durante años, me he maldecido por no haberos servido mejor y me juré que algún día combatiría a vuestro lado.

Por fin llegó junto a Lan.

—Os lo pido porque no tengo padre: ¿puedo ceñirme el hadori y luchar junto a vos, al’Lan Mandragoran, mi rey?

Lan soltó el aire muy despacio para sosegarse.

«Nynaeve, cuando vuelva a verte…» Pero no volvería a verla. Trató de no darle vueltas a esa idea.

Había hecho un juramento. Las Aes Sedai sorteaban sus promesas, pero ¿con qué derecho iba a hacer él lo mismo? No. Un hombre era su honor. No podía rechazar a Bulen.

—Viajaremos en el anonimato. No enarbolaremos la Grulla Dorada ni le dirás a nadie quién soy.

—Sí, milord.

—Entonces, lleva ese hadori con orgullo. Demasiados pocos conservan las tradiciones. Y sí, puedes venir conmigo —concedió Lan.

Acto seguido espoleó con suavidad a Mandarb para que reanudara la marcha y Bulen lo siguió a pie. Y, de uno, pasaron a ser dos.

Perrin descargó el martillo contra el trozo de hierro al rojo vivo. Las chispas saltaron en el aire como insectos incandescentes. El sudor le perlaba la cara.

Había gente a la que el repique de metal contra metal le resultaba molesto, pero no era el caso de Perrin. Para él, ese sonido era relajante. Alzó el martillo y lo dejó caer con fuerza.

Chispas. Partículas luminosas que rebotaban en el chaleco de cuero y en el mandil. Con cada golpe, las paredes del cuarto —de maciza madera de cedro— «runruneaban» en respuesta al choque de metal contra metal. Perrin estaba soñando, aunque no se encontraba en el Sueño del Lobo. Sabía que era así, si bien ignoraba cómo tenía tal certeza.

Las ventanas se hallaban a oscuras; la única luz era el brillo rojo intenso del fuego que ardía a la derecha. Esperando su turno en la forja, dos barras de hierro se calentaban en las ascuas. Perrin descargó de nuevo el martillo.

Esto era la paz. Esto era el hogar.

Estaba haciendo algo importante. Algo muy, muy importante. Era una parte de algo más grande. El primer paso para crear algo era comprender las distintas partes que lo componían. Maese Luhhan le había enseñado eso el primer día que Perrin fue a la forja. Uno no podía hacer una espada sin entender la forma en que la hoja encajaba con la empuñadura. Uno no podía hacer una bisagra sin saber cómo se moverían en el eje las dos piezas articuladas. Ni siquiera se podía hacer un clavo sin conocer sus partes: cabeza, caña y punta.

Comprende las partes, Perrin.

En un rincón del cuarto yacía un lobo. Era un animal grande, con canas en el pelaje de un color gris claro semejante al de un canto rodado de río, y lleno de cicatrices tras toda una vida de luchas y cacerías. El lobo, apoyada la cabeza en las patas delanteras, lo observaba. Esto no era nada fuera de lo normal. Pues claro que había un lobo en el rincón. ¿Por qué no iba a estar allí? Era Saltador.

Mientras trabajaba, Perrin disfrutaba del intenso calor de la forja, de la sensación del sudor resbalándole por los brazos, del olor del fuego. Daba forma al trozo de hierro descargando un martillazo cada dos latidos del corazón. El metal no se enfriaba nunca, sino que conservaba la maleabilidad del rojo amarillento.

«¿Qué estoy haciendo?», se preguntó. Alzó el trozo de hierro incandescente con las tenazas y se produjo una distorsión en el aire alrededor del metal.

Dale que dale y dale. Como un cachorro persiguiendo mariposas, proyectó Saltador.

El lobo no entendía qué sentido tenía modelar metal y le parecía divertido que los hombres hicieran cosas así. Para un lobo, una cosa era lo que era. ¿Para qué esforzarse tanto en transformarla en otra diferente?

Perrin dejó a un lado el trozo de hierro, que se enfrió de inmediato y de amarillo pasó a ser anaranjado y después carmesí, para acabar en un negro opaco. A fuerza de martillazos, lo había convertido en una masa informe del tamaño aproximado de dos puños. Maese Luhhan se avergonzaría al ver un trabajo tan mal hecho. Perrin tenía que descubrir enseguida qué estaba haciendo, antes de que volviera su maestro.

No. Eso no era así. El sueño fluctuó y las paredes se tornaron brumosas, inconsistentes.

«No soy un aprendiz. Ya no estoy en Dos Ríos. Soy un hombre. Un hombre casado». Alzó la mano protegida por un grueso guante y se la llevó a la cabeza.

Luego retomó con las tenazas el trozo informe de hierro y volvió a ponerlo en el yunque. El hierro irradió calor de golpe, como si reviviera.

«Todo sigue estando mal. —Descargó un martillazo—. ¡Tendría que haber mejorado ahora! Pero, de algún modo, parece haber empeorado».

Siguió martilleando. Detestaba esos rumores que corrían de boca en boca por el campamento. Se había puesto enfermo, y Berelain lo había cuidado. Eso era todo. Sin embargo, los chismorreos no cesaban.

Golpeó con el martillo una y otra vez. Las chispas saltaban en el aire como salpicaduras de agua, demasiadas para que procedieran de un trozo de hierro. Dio un último martillazo antes de respirar hondo.

El trozo de metal no había cambiado. Perrin soltó un gruñido y asió las tenazas para apartar a un lado el pegote informe y sacar de las ascuas otra barra nueva. Tenía que acabar esa pieza. Hacerlo era muy, muy importante, pero ¿qué era lo que estaba forjando? Comenzó a martillear de nuevo.

«He de pasar más tiempo con Faile para resolver las cosas y acabar con la sensación de incomodidad que hay entre nosotros. ¡Pero no queda tiempo!»

Los muy necios que lo rodeaban no sabían cuidar de sí mismos, así los cegara la Luz. En Dos Ríos jamás había habido nadie que necesitara tener un señor.

Estuvo trabajando un rato y después levantó la segunda pieza de hierro. Al enfriarse, el metal se convirtió en un trozo aplastado y deforme, tan largo como su antebrazo. Otra chapucería. La apartó a un lado.

Si aquí te sientes desdichado, ve a buscar a tu hembra y marchaos. Si no quieres dirigir la manada, otro lo hará.

La proyección del lobo le llegó como imágenes de correr a través de campos abiertos, con tallos de cereales rozándole el hocico. El cielo espacioso, la brisa fresca, la excitación y el ansia de aventuras. El aroma de lluvia reciente, de pastos silvestres.

Perrin acercó las tenazas a las ascuas para sacar la última barra de hierro. El metal ardía con una tonalidad amarilla, hostil y peligrosa.

—No puedo irme. Significaría rendirme a la naturaleza del lobo y perder la mía, y eso no lo haré.