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Cuerno, pezuña o diente, ¿qué más da? Los muertos, muertos están. Por lo general, cuando los dos patas mueren no vienen aquí. No sé a qué lugar van.

Tras proyectar esa idea, Saltador se dio la vuelta y se encaminó sin prisa hacia un edificio. La pared se desvaneció y dejó a la vista el interior de la herrería de maese Luhhan.

Perrin miró el cuerpo de Aram.

—Debería haberle quitado esa estúpida espada en el momento en que la empuñó. Debería haberlo mandado de vuelta con su familia.

¿Es que un joven cachorro no está en su derecho de tener colmillos? ¿Por qué se los quitarías?

El desconcierto de Saltador era genuino.

—Es una cosa de hombres.

Cosas de los dos patas, de hombres. Para ti, siempre son cosas de hombres. ¿Y qué pasa con las cosas de lobos?

—Yo no soy un lobo.

Saltador entró en la forja y Perrin lo siguió, aunque de mala gana. El agua del barril aún borbotaba. La pared reapareció, y Perrin se encontró de nuevo vestido con el mandil y el chaleco de cuero, sosteniendo las tenazas.

Se adelantó un paso y sacó otra figurilla. Ésta tenía la forma de Tod al’Caar. Al enfriarse, Perrin comprobó que el rostro no estaba contraído como el de Aram, aunque la mitad inferior de la estatuilla no tenía forma alguna, continuaba siendo un trozo de metal. La figura siguió emitiendo un débil brillo rojizo después de que Perrin la hubo dejado en el suelo. Volvió a meter las tenazas en el agua y extrajo una figura de Jori Congar, y acto seguido, una de Azi al’Thone.

Perrin continuó sacando figurilla tras figurilla del agua en ebullición. Al modo de los sueños, sacarlas todas le llevó lo que le pareció un breve instante y, a la vez, horas. Cuando acabó, había centenares de estatuillas colocadas ante él, como si lo miraran. Observándolo. Todas las piezas de acero estaban iluminadas por un minúsculo fuego interior, como si esperaran sentir el martillo del forjador.

No obstante, figurillas como ésas no se forjarían, sino que se moldearían.

—¿Qué significa esto? —Perrin se sentó en una banqueta.

Saltador abrió las fauces en una risa lobuna.

¿Que qué significa? Significa que hay muchos hombrecillos en el suelo y no puedes comerte ninguno. A tu especie le gustan demasiado las rocas y lo que hay en su interior.

Las figurillas parecían mirarlo con gesto acusador. A su alrededor yacían esparcidos los fragmentos rotos de Aram. De pronto dio la impresión de que los fragmentos se hacían más grandes. Las manos fracturadas empezaron a impulsarse por el suelo clavando las uñas. Todos los pedazos rotos se convirtieron en manos pequeñas que se arrastraban hacia Perrin para asirlo.

Perrin ahogó un grito alarmado y pegó un brinco. Oyó una risa a lo lejos que sonó más y más cerca, hasta retumbar en el edificio. Saltador también brincó y chocó contra él. Y entonces…

Perrin se despertó sobresaltado. De nuevo se encontraba en su tienda, en la pradera donde llevaban acampados varios días. La semana anterior habían topado con una burbuja maligna que había hecho aparecer por todo el campamento enfurecidas serpientes de color rojo y piel untuosa que salían retorciéndose de la tierra. Las picaduras de esas sierpes habían enfermado a varios centenares de personas; las Aes Sedai habían salvado la vida a la mayoría con la Curación, pero no lograron que los afectados se recuperaran por completo.

Faile dormía a su lado, sosegada. Fuera, uno de sus hombres dio golpecitos en un poste para tocar la hora. Tres golpes. Todavía faltaban horas para el amanecer.

Perrin notó el suave latido de su corazón y se llevó la mano al torso desnudo. Casi esperaba ver aparecer un ejército de diminutas manos de metal reptando por debajo del petate.

Por último, se obligó a cerrar los ojos e intentó relajarse. En esta ocasión, el sueño fue muy esquivo.

Graendal bebió un sorbo del vino que brillaba en la copa, decorada con una filigrana de plata alrededor del borde. El recipiente se había adornado con gotas de sangre que formaban un anillo de diminutas burbujas de un intenso color rojo, petrificadas para siempre dentro del cristal.

—Deberíamos hacer algo —dijo Aran’gar, que se hallaba reclinada en un diván; aprovechó que pasaba una de las mascotas de Graendal para echarle una mirada de ansia predatoria—. No sé cómo soportas estar tan alejada de acontecimientos importantes, como un estudioso encerrado en un rincón polvoriento.

Graendal enarcó una ceja. ¿Un estudioso? ¿En un rincón polvoriento? Refugio de Natrin podía considerarse una construcción modesta si se lo comparaba con algunos palacios que había visto en la era anterior, pero distaba de ser una casucha. El mobiliario era refinado, las paredes lucían arquerías talladas de recias y oscuras maderas nobles, el mármol de los suelos relucía con incrustaciones de madreperla y oro.

Sin duda Aran’gar buscaba provocarla, de modo que Graendal rechazó la incipiente irritación que sentía. En el hogar ardía un fuego bajo, pero la doble puerta —por la que se salía a una galería fortificada y suspendida en el vacío a tres pisos de altura del suelo— estaba abierta y dejaba pasar la vivificante brisa de la montaña. Rara vez tenía abierta una ventana o una puerta, pero ese día le apetecía el contraste: por un lado la calidez del fuego, y una fresca brisa por el otro.

La vida era la capacidad de sentir, por ejemplo, diferentes roces en la piel, unos ardientes y otros gélidos. Cualquier cosa que no fuera una temperatura templada, normal y corriente.

—¿Me estás escuchando? —inquirió Aran’gar.

—Siempre lo hago —respondió Graendal, que soltó la copa al tiempo que tomaba asiento.

Lucía un vestido dorado, envolvente y translúcido, aunque abotonado hasta el cuello. Qué modas tan maravillosas tenían esas domani, ideales para encubrir y revelar a la vez.

—Oh, cómo detesto estar tan lejos de los acontecimientos —reiteró Aran’gar—. Esta era es excitante. Esta gente primitiva puede resultar tan interesante… —La voluptuosa mujer de piel marfileña arqueó la espalda y estiró los brazos hacia la pared—. Nos estamos perdiendo todo lo emocionante.

—Lo emocionante es mejor verlo de lejos. Imaginé que comprenderías eso.

Aran’gar se quedó callada. Al Gran Señor no le había gustado que hubiera perdido el control que ejercía sobre Egwene al’Vere.

—En fin. —Aran’gar se puso de pie—. Si ésa es tu idea al respecto, buscaré otro entretenimiento mejor para la velada.

Habló con voz fría; a lo mejor la alianza entre ambas estaba llegando a su fin. Graendal se abrió para aceptar el dominio del Gran Señor y experimentó el éxtasis estremecedor de su poder, su pasión, su propia sustancia. Ese embravecido torrente de fuego era mucho más embriagador que el Poder Único.

Amenazaba con arrollarla y consumirla, y, a despecho de estar henchida de Poder Verdadero, sólo podía encauzar un hilillo de esa fuerza. Un regalo de Moridin. No, un regalo del Gran Señor. Más valía que no empezara a asociarlos a los dos al pensar en ellos. De momento, Moridin era Nae’blis. Sólo de momento.

Graendal tejió un cordón de Aire. Trabajar con el Poder Verdadero era similar a hacerlo con el Poder Único, aunque no idéntico. Un tejido del Poder Verdadero a menudo funcionaba de un modo un tanto distinto o tenía un efecto secundario imprevisto. Y había algunos tejidos que sólo podían llevarse a cabo con el Poder Verdadero.

La esencia del Gran Señor forzaba el Entramado, atirantándolo y dejándolo marcado con cicatrices. Con el empleo de las energías del Oscuro podía destejerse incluso algo diseñado por el Creador para ser eterno. Ello ponía de manifiesto una verdad eterna, lo más parecido a lo que Graendal estaba dispuesta a aceptar como sagrado: todo cuanto el Creador construyera, el Oscuro podía destruirlo.

Hizo que el cordón de Aire serpenteara a través del cuarto, en dirección a Aran’gar. La otra Elegida había salido a la galería, ya que Graendal tenía prohibido abrir accesos dentro para no dañar a sus mascotas o estropear el mobiliario. Graendal levantó el cordón hacia la mejilla de Aran’gar y la rozó con delicadeza, como una caricia.