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Se tumbó de espaldas y estudió la combinación de tejas rojas y gruesas vigas de madera sobre su cabeza. Oyó, procedente del exterior, el ruido de algo que quizá fuese un tractor. Eso fue todo. Nada del sonido tranquilizador de los camiones de la basura, o los melodiosos insultos de los taxistas en lenguas del Tercer Mundo. Estaba en Italia, durmiendo en una habitación cuyo último ocupante, a juzgar por su aspecto, podría haber sido un santo martirizado.

Volvió la cabeza lo suficiente para ver el crucifijo que colgaba de la pared de estuco en la cabecera de la cama. Las odiadas lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Lágrimas de añoranza por una vida perdida, por el hombre que creía amar. ¿Por qué no había sido más inteligente, por qué no había trabajado más duro, por qué no había tenido la suerte necesaria para conservar lo que tenía? O aún peor, ¿por qué se había denigrado a sí misma acostándose con un gigoló italiano parecido a un psicópata cinematográfico? Intentó eludir las lágrimas con una oración matutina, pero la Diosa Madre hacía oídos sordos a su hija descarriada.

La tentación de cubrirse la cabeza con las sábanas y no volverla a sacar nunca más era muy fuerte. No obstante, bajó las piernas y tocó con los pies las frías baldosas. Cruzó la inhóspita habitación y salió a un estrecho pasillo con un lavabo en un extremo. Aunque era pequeño, había sido reformado, así que aquella casa tal vez no era la ruina que había supuesto.

Se duchó, se envolvió en una toalla y regresó a la celda del santo martirizado, donde se puso unos pantalones grises y un top sin mangas. Fue hasta la ventana y abrió las contraventanas.

Una cascada de luz la bañó. Entró por la ventana como si la vertiesen con un cubo, y los rayos eran tan intensos que tuvo que cerrar los ojos. Cuando volvió a abrirlos, vio las suaves colinas de la Toscana frente a sí.

– Oh, por todos…

Apoyó los brazos en el alféizar de piedra y fijó la vista en aquel mosaico de miel, ante y peltre que formaban los campos, roto aquí y allá por hileras de cipreses que semejaban dedos señalando hacia el cielo. No había cercados. Los límites entre los campos cultivados, los grupos de árboles y los viñedos estaban indicados por ocasionales valles y caminos.

Estaba observando la Tierra Santa de los artistas renacentistas. Ellos habían pintado los paisajes que conocían como fondo para el retrato de madonnas, ángeles, pesebres y pastores. La Tierra Santa… justo al otro lado de su ventana.

Observó la lejanía y después estudió el terreno más cercano a la casa. Un viñedo se extendía a la izquierda, y más allá del jardín había un olivar. Quería ver más, se apartó de la ventana y se detuvo cuando apreció el cambio que la luz había obrado en la habitación. Las paredes blancas y las oscuras vigas de madera eran ahora hermosas en su parquedad, y los sencillos muebles hablaban del pasado con mayor elocuencia que cualquier libro de historia. La casa no era una ruina en absoluto.

Recorrió el pasillo y bajó los escalones de piedra hasta la planta baja. La sala, que apenas había entrevisto la noche anterior, tenía sobrias paredes y el típico techo en arco de los antiguos establos europeos, algo que probablemente había sido en su momento, pues creía recordar haber leído que los campesinos de la Toscana alojaban a sus animales en la planta baja. Habían transformado la estancia en un hermoso, pequeño y confortable salón sin prescindir de la autenticidad rústica.

Los arcos de piedra, bastante anchos para que los animales pasasen por debajo de ellos, hacían ahora las veces de ventanas y puertas. El rústico color sepia de las paredes era la versión auténtica del falso color que reproducían los pintores de Nueva York, al precio de unos cuantos miles de dólares, en los apartamentos y casas de la zona alta. El viejo suelo de terracota había sido encerado, pulido y suavizado por el paso de los años. Contra la pared, había una sencilla mesa de madera oscura y un arcón. Más allá, un sofá tapizado con tela color tierra y un sillón con motivos florales.

Las contraventanas, cerradas cuando llegó la noche anterior, estaban abiertas. Se preguntó quién lo habría hecho, pasó bajo uno de los arcos de piedra y llegó a la cocina.

La estancia tenía una larga y rectangular mesa de madera mellada y arañada por siglos de uso. Baldosas de cerámica rojas, azules y amarillas formaban un estrecho mosaico sobre un rústico fregadero de piedra. Debajo del mismo, una cortinilla azul y amarilla escondía las cañerías. Sobre los estantes, todo un surtido de potes coloridos, cestitas y utensilios de cobre. La vieja cocina era de butano y los armarios de madera. Las recias puertas francesas que daban al jardín habían sido pintadas de verde botella. Era tal como ella habría imaginado que debería ser la cocina de una casa campestre italiana.

La puerta se abrió y apareció una mujer de unos sesenta años. Tenía una figura más bien amorfa, las mejillas fofas, el pelo negro reseco y unos pequeños ojos oscuros. Isabel se apresuró a demostrar su aplastante dominio del italiano.

– Buon giorno.

Aunque la gente de la Toscana era conocida por su amabilidad, la mujer no parecía para nada amable. Un guante de jardinería colgaba del bolsillo del descolorido vestido negro que llevaba, acompañado de unas gruesas medias negras de nailon y unas zapatillas de plástico también negras. Sin pronunciar palabra, sacó un carrete de cuerda de un armario y volvió a salir.

Isabel la siguió al jardín. Al salir, se detuvo para observar la vista de la casa desde la parte trasera. Era perfecta. Absolutamente perfecta. Descanso. Soledad. Contemplación. Acción. No podría haber encontrado un lugar mejor.

Las viejas piedras de la casa aparecían de color beige bajo el sol de la mañana. Las enredaderas ascendían por las paredes y se doblaban cerca de las altas contraventanas verdes. La hiedra trepaba por el bajante del agua. Había un pequeño palomar en el tejado, y unos líquenes suavizaban las combadas tejas de terracota.

La parte principal de la casa formaba un sencillo rectángulo carente de ornamentación, el típico estilo fattoria de las casas de campo italianas sobre el que había leído. Como añadida de cualquier modo en un extremo, una construcción de un solo piso.

Ni siquiera la presencia de aquella mujer cavando con su pala pudo sustraerla del brillante encanto del jardín, y los nudos que Isabel sentía en su interior empezaron a deshacerse. Un muro bajo, construido con las mismas piedras que la casa, marcaba el perímetro exterior, con el olivar extendiéndose más allá, así como la vista que Isabel había apreciado desde el dormitorio. A la sombra de un magnolio había una mesa con patas de madera y superficie de gastado mármol, un lugar perfecto para una comida sin prisas o, simplemente, para disfrutar de las vistas. Pero ése no era el único refugio que ofrecía el jardín. Más cerca de la casa, una pérgola cubierta por una glicina daba cobijo a un par de bancos en los que Isabel pudo imaginarse sentada con papel y bolígrafo.

Los senderos de grava serpenteaban entre las flores del jardín, las hortalizas y las hierbas. Lustrosas plantas de albahaca, blancas y radiantes campanillas, tomateras y rosales crecían cerca de los tiestos de barro con geranios rojos y rosas. Las capuchinas, de un brillante color naranja, formaban una pareja perfecta con las delicadas flores azules del romero, y las plateadas hojas de la salvia se mezclaban de forma agradable con macizos de pimientos rojos. Según la moda de la Toscana, los limoneros crecían dentro de dos enormes tiestos de terracota a ambos lados de la puerta de la cocina, en tanto que otros tiestos tenían tupidas hortensias con gruesos capullos rosados.

Isabel se volvió y contempló el banco bajo la pérgola y la mesa bajo el magnolio, sobre la que reposaban un par de gatos. A medida que se llenaba los pulmones con el tibio aroma de la tierra y las plantas, el sonido de la voz de Michael se iba silenciando, y una sencilla oración empezó a tomar forma en su cabeza.