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Un dedo de Ren se deslizó bajo su mano y rozó la palma en un gesto puramente carnal. Savonarola, el enemigo de cualquier forma de sexualidad en el siglo XV, había sido quemado en la hoguera en aquella misma piazza. ¿La quemarían a ella? Ella ardía ya en ese instante, y la cabeza le daba vueltas. Aun así, no estaba lo bastante borracha como para no darse cuenta de que la sonrisa de aquel hombre no alcanzaba a su mirada. Sin duda había hecho lo mismo un millón de veces. La cosa iba de sexo, no de sinceridad.

Fue entonces cuando ella cayó en la cuenta. Era un gigoló.

Empezó a retirar la mano. Pero ¿por qué? Eso, simplemente, hacía que las cosas pasasen a ser en blanco y negro, algo que por lo general ella apreciaba. Llevó la copa a sus labios con la mano libre. Había ido a Italia para reinventar su vida, pero ¿cómo hacerlo sin borrar la desagradable acusación de Michael que seguía martirizándola? La hacía sentir marchita y vacía. Intentó frenar su desesperación.

Tal vez Michael fuese el responsable de sus problemas sexuales. ¿Acaso Dante, el gigoló, no había mostrado más sensualidad en esos pocos minutos que Michael en cuatro años? Tal vez un profesional podría conseguir lo que un aficionado no podía. Al menos, podía confiar en que un profesional tocaría los botones adecuados.

El hecho de que pensase siquiera en algo así la sorprendió, pero los últimos seis meses la habían atontado demasiado para escandalizarse. Como psicóloga, sabía que era imposible empezar una nueva vida ignorando los problemas del pasado. Los problemas regresaban siempre.

Sabía que no podría tomar una decisión acerca de algo tan importante si no estaba sobria. Por otra parte, estando sobria nunca habría barajado aquella posibilidad, y eso, de repente, le pareció el peor error que podría haber cometido. ¿Qué mejor uso podía darle al dinero que le quedaba que utilizarlo para desprenderse de su pasado y así poder seguir adelante? Ésa era la pieza que le faltaba al plan que había trazado para reinventarse a sí misma.

Soledad, descanso, contemplación y curación sexual…, cuatro pasos que llevarían al quinto: acción. Y todo, más o menos, en conexión con las Cuatro Piedras Angulares.

Él se tomó su tiempo para acabarse el vino, acariciándole la palma de la mano, deslizando el dedo bajo el brazalete de oro hasta alcanzar el pulso en su muñeca. Pero de pronto empezó a aburrirle aquel juego y dejó unos billetes sobre la mesa. Se puso en pie y extendió una mano hacia ella.

Era el momento de tomar una decisión. Todo lo que tenía que hacer era negar con la cabeza. Había una docena de mujeres sentadas a escasa distancia, y él no montaría escándalo alguno.

«El sexo no puede curar tus heridas interiores -solía decir la doctora Favor en sus conferencias-. El sexo, sin un amor profundo y permanente, lo único que consigue es que te sientas triste y pequeña. Así que cura antes tus heridas. ¡Cúrate a ti mismo! Después podrás pensar en el sexo. Porque si utilizas el sexo para esconder tus adicciones, para herir a las personas que abusaron de ti y para paliar tus inseguridades, sólo conseguirás que tus heridas interiores duelan más…»

Pero la doctora Favor estaba ahora en bancarrota, y el rubio del café florentino no había tenido que escucharla. Isabel se puso en pie y le tendió la mano.

Las rodillas le flaquearon debido al vino mientras él la sacaba de la piazza y se adentraban en las callejuelas. Se preguntó cuánto le costaría, y esperó tener suficiente dinero. De no ser así, utilizaría su sobrecargada tarjeta de crédito. Caminaron en dirección al río. De nuevo, experimentó un curioso sentimiento de familiaridad con aquel hombre. ¿Habían retratado su rostro los Antiguos Maestros? Pero su cerebro estaba demasiado confuso para recordarlo.

Él señaló el escudo de armas de los Médicis en el lado de un edificio, e hizo un gesto hacia un parterre cubierto de flores blancas alrededor de una fuente. Guía turístico y gigoló en un mismo paquete. La vida siempre proveía. Y esa noche le había proporcionado el eslabón perdido de su plan para poner en marcha una nueva vida.

No le gustaba que los hombres fuesen más altos que ella, y él era una cabeza más alto que ella, aunque pronto estaría tumbado, por lo que no supondría un problema. Podía estar casado, pero apenas parecía domesticado. También podía ser un asesino en serie, pero aparte de la mafia, los italianos solían preferir el robo al asesinato.

Olía a persona pudiente -un perfume a limpio, exótico y tentador-, pero esa esencia parecía proceder de su cuerpo. Tuvo una visión de él empujándola contra uno de aquellos antiguos edificios de piedra, bajándole la ropa y penetrándola, aunque tendrían que acabar muy rápido, y acabar no era precisamente la cuestión. La cuestión se centraba en acallar la voz de Michael para poder seguir adelante con su vida.

El vino ingerido entorpecía sus movimientos, y tropezó. Oh, era una buscona, de acuerdo. Él la detuvo y después señaló la puerta de un pequeño y lujoso hotel.

– Vuoi venire con me al'albergo.

No entendió sus palabras, pero la invitación era evidente.

«¡Quiero pasión!», le había dicho Michael. Bueno, ¿qué te parece, Michael Sheridan? Yo también quiero pasión.

Entraron en el pequeño vestíbulo. Su exquisito mobiliario era tranquilizador: cortinas de terciopelo, sillas doradas, suelo de terrazo. Al menos llevarían a cabo aquel sórdido encuentro sobre sábanas limpias. Y ése no era el tipo de lugar que escogería un lunático para asesinar a una turista ingenua y ligera de cascos.

El encargado de recepción le dio a Dante una llave, lo que significaba que estaba registrado en aquel hotel. Un gigoló de clase alta. Sus hombros se rozaron en el minúsculo ascensor, y ella supo que el calor en su estómago era fruto de algo que iba más allá del vino y la infelicidad.

Salieron a un pasillo iluminado a media luz. Isabel le miró, y a su mente acudió una extraña imagen de un hombre vestido de negro disparando un arma de asalto. ¿De dónde había salido esa imagen? A pesar de que no se sentía ciento por ciento segura con él, tampoco sentía que estuviese en peligro físicamente. Si tenía pensado matarla, debería haberlo hecho en uno de los callejones por los que habían pasado, no con un arma de asalto en un hotelito elegante.

Él la llevó hasta el final del pasillo y apoyó en su brazo una mano firme, quizás una señal de que era el momento de pagar.

Oh, Dios… ¿Qué estaba haciendo?

«El buen sexo, el mejor sexo, tiene que tener lugar tanto en la mente como en el cuerpo.»

La doctora Isabel Favor estaba en lo cierto. Pero esto no tenía que ver con el buen sexo. Tenía que ver con el sexo prohibido y peligroso en una ciudad extranjera con un desconocido. Sexo para librar su mente del miedo. Sexo para asegurarse de que seguía siendo una mujer. Sexo para remendar las roturas y poder seguir adelante.

Abrió la puerta y encendió la luz. Era un gigoló caro. No era una simple habitación de hotel sino una elegante suite, aunque pequeña, con la ropa brotando de la maleta abierta y los zapatos esparcidos por el suelo.

– Vuoi un poco di vino?

Isabel reconoció la palabra «vino» y quiso asentir, pero se sintió confusa y negó con la cabeza. El gesto fue demasiado rápido, y a punto estuvo de perder el equilibrio.

– Va bene. -Un leve y cortés movimiento de la cabeza antes de dirigirse al dormitorio. Se movía como una criatura de la oscuridad, morosa y hechizada.