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– Y así fue -dijo Anna.

Ren asintió.

– Tres meses después de recibir la estatua, se quedó embarazada de su primer hijo. -Una coincidencia, aunque ninguno de los presentes lo entendería así.

– ¿Por qué Paolo se molestó en hacer que la estatua pareciese una herramienta? -preguntó Tracy-. ¿Por qué no se la mandó tal cual?

– Porque temía que se lo contase a Marta, y no quería que su hermana supiese lo que había hecho.

Marta se quitó el delantal y le explicó a todo el mundo lo mucho que su sobrina había deseado tener un hijo y cómo a Paolo le rompía el corazón su tristeza al no conseguirlo. A pesar de estar muerto, Marta seguía sintiendo la necesidad de defender a su hermano, e insistió en que Paolo habría devuelto la estatua al pueblo después de saber del embarazo de su nieta, pero murió justo después. La gente se sentía magnánima y asintió.

Giulia agarró la estatua y la sostuvo.

– Hace poco más de una semana que recibí la lista. ¿Cómo has podido recuperarla tan rápido?

– Le pedí a un amigo que fuese a su casa a recogerla. Me la envió al hotel de Roma y la recibí hace dos días. -Su amigo también disponía de medios eficientes para evitar las aduanas.

– ¿¿No le importó devolvérnosla?

– Ahora tiene dos hijos, y sabe lo importante que es la estatua.

Vittorio abrazó a Ren y le besó las mejillas.

– En nombre de todo Casalleone, nunca podremos agradecerte lo suficiente lo que has hecho por nosotros.

Desde ese momento, todo el mundo le rodeó. Hombres y mujeres, viejos y jóvenes, todos le abrazaron y besaron. Todos menos Isabel.

La estatua fue pasando de mano en mano. Giulia y Vittorio resplandecían. Tracy chilló cuando Harry intentó acercarle la estatua. Anna y Massimo miraban con orgullo a sus hijos y con cariño a los demás.

Ren se sentía demasiado mal para disfrutar del momento. Siguió mirando a Isabel para ver si había entendido que, al menos en eso, no le había fallado. Pero ella no parecía haber captado el mensaje. A pesar de reír con los demás, Ren sentía presente aún su rabia hacia él.

Steffie le dio un golpecito en el brazo.

– Pareces triste.

– ¿Quién, yo? Nunca he estado más contento. Soy un héroe. -Le limpió a la niña restos de chocolate de la comisura de la boca.

– Creo que la doctora Isabel está enfadada contigo. Mamá dice… -Se le formaron unas arruguitas en la frente-. No importa. Mamá es un poco rara. Papi le dijo que tenía que tener paciencia contigo.

– Mira, un bastoncito de pan -dijo Ren, y se lo metió en la boca para que dejase de hablar.

Anna y la mujer mayor empezaron a conducir a todos hacia las mesas. Mientras la estatua pasaba de una familia a otra, propusieron un brindis en honor de Ren. Un infrecuente nudo se le formó en la garganta. Iba a echar de menos ese lugar y su gente. No lo había previsto en absoluto, pero de algún modo había echado raíces allí. Lo cual no dejaba de ser irónico, pues no podría regresar hasta dentro de mucho tiempo. Incluso aunque regresase siendo un anciano, sabía que seguiría viendo a Isabel en el jardín, con los ojos brillantes sólo para él.

Ella se sentó en el extremo opuesto de la mesa, lo más lejos posible de Ren. Andrea se le sentó a un lado y Giancarlo al otro. Ninguno de los dos le quitó ojo de encima a Ren. Isabel era como una película a cámara rápida. Los rizos se movían en lo alto de su cabeza cuando gesticulaba. Sus ojos centelleaban. Todo lo relacionado con ella estaba cargado de energía, pero sólo él parecía capacitado para apreciar la rabia que rugía tras todo ello.

La ilusión les había abierto el apetito y la sopa no tardó en desaparecer. El viento se hizo más frío y algunas mujeres echaron mano de sus suéteres; Isabel no. La rabia calentaba sus brazos desnudos.

Pasaban las nubes, y ráfagas de viento movían las ramas de los árboles. La energía de Isabel le impedía permanecer sentada, y cada vez que iba a recoger las bandejas de comida Ren esperaba ver cómo le temblaban las manos. Todos los presentes querían hablar con ella, como si su piel produjese un efecto magnético. Vertió vino en el mantel cuando volvió a llenar los vasos. Tiró al suelo el plato de la mantequilla. Pero no estaba ebria. Apenas había tocado su propio vaso.

El sol descendió y las nubes se oscurecieron, pero el pueblo había recuperado su estatua y el humor de los presentes se hizo más festivo. Giancarlo subió el volumen de la música y algunas parejas se animaron a bailar. Isabel se inclinó hacia Andrea, escuchándole como si las palabras que salían de su boca fuesen miel que ella desease probar. Ren hizo crujir sus nudillos.

Cuando las botellas de grappa y vinsanto hicieron acto de presencia, Andrea se puso en pie. Ren le oyó decirle a Isabel por encima de la música:

– ¿Quieres bailar?

El toldo ondeaba debido al viento. Ella se levantó y tomó su mano. Mientras caminaban hacia el interior de la casa, los puntos brillantes de su vestido resplandecieron en sus rodillas. Movió la cabeza y sus rizos volaron. Los ojos de Andrea se posaron en sus pechos al tiempo que encendía un cigarrillo.

Sin más ni más, Isabel se lo quitó de la boca y le dio una calada.

Ren se puso en pie con tal ímpetu que hizo caer su silla. Antes de que Isabel pudiese darle la segunda calada, se acercó a ella.

– ¿Qué demonios crees que estás haciendo?

Ella se llenó la boca de humo y lo exhaló en su cara.

– Soy una chica marchosa.

Ren le dedicó a Andrea la mirada que había estado evitando toda la tarde.

– Te la devolveré en unos minutos, colega.

Ella no se opuso, pero cuando él la agarró para sacarla de allí, sintió el calor de su piel. Ignoró las expresiones de incredulidad de la gente al verlos pasar y se metió detrás de la estatua más grande.

Le vinieron ganas de lavarle la boca con jabón, pero había sido él quien lo había iniciado todo. En lugar de sacarle la rabia a besos, le habló como un pomposo gilipollas.

– Esperaba que pudiésemos hablar, pero obviamente no pareces tener ganas de mostrarte racional.

– En eso tienes razón. Así que apártate de mi camino.

Ren nunca daba explicaciones, pero esta vez tuvo que hacerlo.

– Isabel, no funcionaría. Somos demasiado diferentes.

– La santa y el pecador, ¿no es eso?

– Esperas demasiado, eso es todo. Olvidas que soy el tipo que tiene tatuado en la frente: «Sin valores sociales destacables.» Un periodista me abordó en Roma. Había oído un rumor sobre nosotros. Lo negué todo.

– ¿Quieres la medalla del buen boy scout?

– Si la prensa se entera de que tenemos una aventura, perderás la poca credibilidad que te queda. ¿No lo entiendes? Es demasiado complicado.

– Entiendo que me pones enferma. Entiendo que te entregué algo importante y que tú lo rechazaste. Y entiendo que no quiero volver a verte. -Lanzó el cigarrillo a sus pies y echó a andar, con el vestido flameando bajo una hoguera de furia.

Ren se quedó allí intentando recobrar la compostura. Tenía que hablar con alguien que tuviese la cabeza clara -que pudiese aconsejarle-, pero al echar un vistazo por la casa comprobó que la persona más inteligente estaba bailando con un médico italiano.

El viento se coló entre su camisa de seda, y su sentimiento de pérdida casi le hizo caer de rodillas. Fue en ese momento cuando lo comprendió. Amaba a aquella mujer con todo su corazón, y alejarse de ella había sido el mayor error de su vida.

Así pues, ¿qué importaba que ella fuese demasiado buena para él? Era la mujer más fuerte que había conocido nunca, lo bastante fuerte para domesticar al mismo demonio. Si se lo proponía, acabaría poniéndolo en el lugar que le correspondía. Demonios, no, no se la merecía, pero lo único que significaba eso es que tendría que esforzarse al máximo para que ella no se percatase de ese detalle.