– No estoy embarazada.
– Pues yo creo que sí. Ya sabes, intuición masculina.
– ¿Por qué este cambio, Ren? ¿Qué te ha ocurrido?
– Tú eres lo que me ha ocurrido. -Se acercó y se sentó junto a ella en el catre, limitándose a mirarla a los ojos-. Me das un miedo de los mil demonios, ya lo sabes. Cuando entraste en mi vida como un huracán, le diste la vuelta a todo. Rechazaste todas las cosas que yo pensaba sobre mí mismo y me hiciste pensar de otro modo. Sé quién fui, pero ahora quiero saber quién soy. El cinismo cansa, Isabel, y tú eres… mi descanso. -El catre chirrió cuando él se incorporó de un brinco-. Y no te atrevas a decirme que has dejado de quererme, porque sigues siendo mejor persona que yo, y confío en que cuides de mi corazón mejor de lo que yo he cuidado del tuyo.
– Ya entiendo.
Él empezó a hablar más rápido.
– Sé que casarse conmigo va a ser un desastre. Dos carreras. Hijos. Conflictivos viajes de trabajo. Tendrás que lidiar con las repercusiones mediáticas que hasta ahora he intentado evitar. Habrá paparazzi escondidos entre los matorrales, historias en los tabloides cada seis meses explicando que te pego o que tomas drogas. Cuando trabajo en localizaciones exteriores las mujeres me acosan. Cada vez que ruede una escena de amor con alguna actriz atractiva, me dirás una y mil veces que no te molesta y después descubriré que le has cortado las mangas a todas mis camisas. -La apuntó con un dedo-. Pero la mujer que estaba encima del muro esta tarde es lo bastante fuerte para hacer frente a un ejército. Quiero que me digas ahora mismo que no dejé a esa mujer en la cima de la colina.
Ella alzó las manos.
– De acuerdo. ¿Por qué no?
– ¿Por qué no?
– Eso he dicho.
Ren dejó caer los brazos a los lados.
– ¿Eso es todo? Te abro mi corazón, te quiero tanto que se me saltan las lágrimas, y todo lo que se te ocurre decir es «¿por qué no?».
– Acaso es preguntar demasiado? -El orgullo acompañaba al caos, por lo que Isabel le dedicó una mirada de dominio.
Él la miró con fiereza, su mirada más tormentosa a cada instante.
– ¿Cuándo crees que estarás lista? Para caer en mis garras, se entiende.
Isabel se tomó su tiempo para pensarlo. Su detención había sido cosa de Ren. Lo supo de inmediato. Y respecto a esa ridícula historia de casarse con él para evitar la cárcel, incluso un idiota no se lo habría tragado. Sin embargo, el juego sucio formaba parte de Ren Gage, ¿y hasta qué punto quería ella que cambiase?
Ni lo más mínimo, pues la decencia de Ren residía en lo más profundo de su ser. Él la comprendía de un modo en que nadie lo había hecho nunca, de un modo en que ni siquiera ella se comprendía a sí misma. ¿Qué mejor guía podía encontrar para el mundo del caos? Y, además, estaba el insalvable hecho de que su corazón rebosaba de amor por él, aunque no decía nada bueno de ella el que disfrutase viéndolo preocupado en ese momento. Menudo embrollo de contradicciones estaba hecha. Y qué maravilla no tener que luchar contra ello nunca más.
Todavía tenía que hacerle pagar lo de la detención, así que decidió enredar un poco más las cosas.
– Tal vez debería enumerarte todas las razones por las que no te amo.
Él palideció, y pequeños arcos iris de felicidad bailaron en el interior de Isabel. «Soy una persona horrible», se reprochó.
– No te amo porque eres hermoso, aunque Dios sabe que lo agradezco. -La oleada de alivio que cruzó el rostro de Ren casi la derritió, pero ¿qué gracia tenía aclararlo todo tan pronto?-. No te amo porque eres rico, porque yo también lo fui, y sé que es más duro de lo que parece. No, tu dinero es sin duda un hándicap. No te amo en absoluto porque eres un amante excepcional. Y eres excepcional porque tienes mucha práctica, y eso no me gusta nada. Después está la cuestión de que seas actor. Te equivocas si crees que sería capaz de racionalizar todas esas escenas amorosas. Todas y cada una de ellas me pondrían hecha una furia, y te castigaría.
Ren sonrió. Isabel intentó encontrar algo lo bastante terrible para borrarle aquella sonrisa, pero las mismas lágrimas que anegaban los ojos de Ren estaban empezando a anegar los suyos, así que lo dejó estar.
– Principalmente, te amo porque eres decente, y haces que sienta que puedo conquistar el mundo -admitió.
– Sé que puedes hacerlo -dijo él con un hilo de voz debido ala emoción-. Y te prometo apoyarte mientras lo hagas.
Se miraron, pero los dos querían prolongar aquel momento de ilusión, y no se acercaron.
– ¿Crees que podrías sacarme de aquí ahora? -preguntó Isabel, y sonrió al ver que Ren cambiaba el peso de su cuerpo y parecía incómodo otra vez.
– Verás, la cuestión es que esas llamadas telefónicas me han llevado más tiempo del que esperaba, y todo está cerrado por la noche. Me temo que tendrás que pasar aquí la noche.
– Rectifica. Tendremos que pasar aquí la noche.
– Ésa es una posibilidad. La otra es un poco más peligrosa. -Todavía no se habían tocado, pero ambos decidieron acercarse un poco. Ren bajó la voz y se palpó el bolsillo-. Tengo una pequeña pistola. Admito que es un poco arriesgado, pero podríamos intentar escapar.
Ella sonrió y abrió los brazos.
– Mi héroe.
El juego ya había ido demasiado lejos y no pudieron resistirlo más. Tenían toda una serie de compromisos que contraer.
– Sabes que eres el aliento de mi vida, ¿verdad? -susurró él contra los labios de ella-. ¿Sabes lo mucho que te quiero?
Isabel presionó su pecho con la palma de la mano y sintió el rápido latir de su corazón.
– Los actores somos criaturas necesitadas -dijo Ren-. Dime cuánto tiempo me vas a querer.
– Eso es fácil. Por toda la eternidad.
Ella apreció la sonrisa en su mirada, y también el reflejo de toda su bondad.
– Espero que sea suficiente -añadió.
Se besaron con profunda ternura. Él enredó los dedos en su pelo. Ella metió la mano entre su camisa para tocarle la piel. Se separaron lo suficiente para mirarse a los ojos. Todas las barreras entre ellos habían desaparecido.
Ella acercó su cara a la de él.
– Éste es el momento en que la música empieza a sonar y aparecen los títulos de crédito.
Él le sujetó la cara con las dos manos y la miró.
– Estás muy equivocada, cariño. La película acaba de empezar.
Epílogo
La malvada principessa deseaba poseer a su pobre pero honesto mozo de cuadra desde hacía meses, pero esperó hasta una tormentosa noche de febrero antes de arrastrarlo al dormitorio principal de la Villa de los Ángeles. Iba vestida de escarlata, su color favorito. El escandaloso vestido resbaló por sus hombros, dejando a la vista un pequeño tatuaje en la curvatura de su seno. Su rubio cabello despeinado se enredaba en largos rizos dorados, y las iridiscentes uñas de sus pies, pintadas de color morado, sobresalían por debajo del vestido.
Él iba vestido de un modo más sencillo, como correspondía a su clase social, con calzones de trabajo marrones y una camisa blanca de largas mangas.
– ¿Mi señora?
Su profunda voz la hizo estremecer, pero en tanto que principessa, sabía disfrazar la debilidad, así que inquirió imperiosamente:
– ¿Te has bañado? No me gusta el olor a caballo en mi dormitorio.
– Así lo hice, mi señora.
– Muy bien. Deja que te mire.
Mientras él permanecía inmóvil, ella le rodeó, dándole un golpecito en la mandíbula con el dedo índice tras apreciar la perfección de su cuerpo. A pesar de su baja extracción, evidenciaba cierto aire de orgullo al ser escrutado, lo cual la excitó aún más. Cuando ya no pudo resistirlo más, le tocó el pecho, después apoyó sus manos en las nalgas de aquel semental y apretó.