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Ya era bastante malo tener por ahí los libros de Moody y Abrazados por la. luz y todos los otros libros sobre experiencias cercanas a la muerte y los especiales de televisión y los artículos en las revistas diciéndole a la gente lo que podía esperar ver sin que alguien del hospital Mercy General le metiera esas ideas en la cabeza.

—El señor Mandrake me contó que, excepto por la parte referida a salir del cuerpo —dijo orgullosamente la señora Davenport—, mi experiencia cercana a la muerte fue una de las mejores que había registrado.

“No me extraña”, pensó Joanna. No tenía sentido continuar con aquello.

—Gracias, señora Davenport —dijo—. Creo que tengo suficiente.

—Pero no le he hablado todavía de la Revisión de Vida —dijo la señora Davenport, dispuesta a colaborar de repente—. El Ángel de Luz me hizo mirar un cristal, y me mostró todas las cosas que había hecho, buenas y malas, toda mi vida.

“Que ahora procederá a contarme”, pensó Joanna. Se metió la mano en el bolsillo y volvió a conectar el busca. “Pita —ordenó—. Ahora.”

—…y entonces el cristal me mostró aquella vez que me dejé las llaves dentro del coche, y me puse a buscarlas en el bolso y en los bolsillos del abrigo y…

Ahora que Joanna quería que el busca sonara, el aparato permaneció obstinadamente en silencio. Necesitaba uno con un botón que pudieras pulsar para que sonara en casos de emergencia. Se preguntó si en Radio Shack tendrían uno.

—… y entonces me mostró que entraba en el hospital y mi corazón se detenía —dijo la señora Davenport—, y entonces la luz empezó a encenderse y apagarse, y el Ángel me tendió un telegrama, igual que el que recibimos cuando mataron a Alvin, y dije: “¿Significa esto que estoy muerta?” El Ángel respondió: “No, es un mensaje diciéndote que debes regresar a tu vida terrenal.” ¿Está anotando todo esto?

—Sí —dijo Joanna, escribiendo: “Hamburguesa con queso, patatas fritas, Coca-Cola grande.”

—”Todavía no ha llegado tu hora”, dijo el Ángel de Luz, y lo siguiente que vi fue que estaba de vuelta en la sala de operaciones.

“Si no salgo pronto de aquí —escribió Joanna—, cerrarán la cafetería, así que por favor, que alguien me llame.”

El busca, por fin, gracias al cielo, sonó durante la descripción que la señora Davenport hacía de la luz como “brillantes prismas de diamantes y zafiros y rubíes”, una cita literal de La luz al final del túnel.

Lo siento, tengo que irme —dijo Joanna, sacando el busca de su bolsillo—. Es una emergencia.

Recogió su grabadora y la apagó.

—¿Dónde puedo ponerme en contacto con usted si recuerdo algo más sobre mi ECM?

—Puede hacer que me llamen por el busca —dijo Joanna, y huyó. Ni siquiera comprobó quién la llamaba hasta que estuvo a salvo fuera de la habitación. No reconoció el número, pero era de dentro del hospital. Bajó al puesto de enfermeras para llamar.

—¿Sabes de quién es este número? —le preguntó a Eileen, la enfermera jefa.

—Así a bote pronto, no —dijo Eileen—. ¿No es el del señor Mandrake?

—No, tengo el número del señor Mandrake —dijo Joanna, sombría—. Consiguió llegar a la señora Davenport antes que yo. Es la tercera entrevista que me estropea esta semana.

—Está bromeando —dijo Eileen, compasiva. Seguía mirando el número del busca—. Puede que sea el doctor Wright. La ha estado buscando.

—¿El doctor Wright? —Joanna frunció el ceño. El nombre no le resultaba familiar. Por costumbre, dijo—: ¿Puedes describirlo?

—Alto, joven, rubio…

—Guapo —dijo Tish, que acababa de llegar con una carpeta. La descripción no encajaba con nadie que Joanna conociera.

—¿Dijo qué quería? Eileen sacudió la cabeza.

—Me preguntó si era usted la persona que estaba investigando las ECM.

—Maravilloso —dijo Joanna—. Probablemente querrá contarme como recorrió un túnel y vio una luz, a todos sus parientes muertos y a Maurice Mandrake.

—¿Eso cree? —preguntó Eileen, vacilante—. No sé, después de todo es médico.

—Como si eso fuera una garantía para no estar chalado —respondió Joanna—. ¿Conoces al doctor Abrams del Monte Sinaí? La semana pasada consiguió convencerme para almorzar con la promesa de que hablaría con el consejo del hospital para que me dejara hacer entrevistas allí, y luego me contó su propia ECM, en la cual vio un túnel, una luz y a Moisés, quien le dijo que regresara y leyera la Tora en voz alta a la gente. Cosa que hizo. Durante todo el almuerzo.

—Está bromeando —dijo Eileen.

—Pero ese doctor Wright era guapo —intervino Tish.

—Por desgracia, eso no es tampoco ninguna garantía. Conocí a un interno muy guapo la semana pasada que me dijo que había visto a Elvis en su ECM. —Joanna miró el reloj. La cafetería estaría todavía abierta, pero por poco más tiempo—. Me voy a almorzar. Si el doctor Wright vuelve a aparecer, decidle que a quien tiene que ver es al doctor Mandrake.

Se dirigió hacia la cafetería del edificio principal, por las escaleras de servicio en vez de tomar el ascensor, para evitar encontrarse con ninguno de los dos. Suponía que el doctor Wright era el que la había llamado antes a través del busca, cuando estaba hablando con la señora Davenport. Por otro lado, podría haber sido Vielle, que la llamaba para hablarle de un paciente que había tenido un infarto y podría haber experimentado una ECM. Sería mejor que lo comprobara. Bajó a Urgencias.

Estaba hasta los topes, como de costumbre, con sillas de ruedas por todas partes, un niño con una mano envuelta en una toalla empapada de rojo en una camilla, dos mujeres hablando rápida y furiosamente en español a la enfermera de recepción, alguien en una de las salas de trauma gritando obscenidades en inglés a todo pulmón. Joanna se abrió paso entre el laberinto de goteros y carritos, buscando la bata azul de Vielle y su rostro negro y preocupado. Siempre parecía preocupada en Urgencias, estuviera atendiendo un infarto o quitando una astilla, y Joanna a menudo se preguntaba qué efecto tenía eso sobre sus pacientes.

Allí estaba, junto a la mesa, leyendo una gráfica y con aspecto preocupado. Joanna se abrió paso entre una silla de ruedas y un montón de mantas para llegar hasta ella.

—¿Me has llamado? —preguntó.

Vielle sacudió la cabeza, rematada por un gorrito azul.

—Esto parece una tumba. Literalmente. Un tiroteo, dos sobredosis, una neumonía causada por sida. Todos ingresaron cadáveres, excepto una de las sobredosis, que murió después de llegar.

Soltó la carpeta y señaló una de las salas de trauma. La camilla había sido retirada y habían introducido equipo eléctrico, entre una maraña de cables.

—¿Qué es esto? —preguntó Joanna.

—La sala de comunicaciones —dijo Vielle—, si alguna vez la terminan. Para que podamos estar en contacto continuado con las ambulancias y el helicóptero y dar instrucciones médicas a los enfermeros que vienen de camino. Así sabremos si nuestros pacientes están muertos antes de que lleguen aquí. O si están armados. —Se quitó la gorrita quirúrgica y sacudió sus trenzas negras—. El drogadicto que no estaba muerto trató de dispararle a uno de los celadores que lo trasladaban a la camilla. Estaba colocado con esa droga nueva, picara, que está haciendo furor. Por suerte había tomado demasiada y se murió antes de conseguir apretar el gatillo.

—Tienes que solicitar que te trasladen a Pediatría —dijo Joanna. Vielle se estremeció.

—Los niños son aún peor que los drogatas. Además, si me trasladan, ¿quién te va a avisar de que hay ECM antes de que Mandrake se apodere de ellos?

Joanna sonrió.