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—¡No hay salida! —gritó el payaso con el gorro de bombero.

—Sí que la hay, chavalina —dijo Emmett Kelly—. Y sabes cuál es.

—No hay salida. La entrada principal está bloqueada. La jaula de los animales se interpone.

—Conoces la salida —dijo Emmett Kelly, agachándose y asiéndola por los hombros—. Me lo dijiste, ¿recuerdas? ¿Cuando estábamos mirando tu libro?

—La carpa —dijo Maisie—. Podrían haber salido arrastrándose por debajo de la carpa.

Emmett Kelly condujo a Maisie, corriendo, de vuelta hacia la pista, hasta el otro lado de la carpa.

—Hay un jardín de la victoria al otro lado del solar —dijo mientras corrían—. Quiero que vayas allí y esperes a que llegue tu madre. Maisie lo miró.

—¿No vas a venir conmigo? Emmett Kelly negó con la cabeza.

—Sólo las mujeres y los niños.

Llegaron al otro lado de la carpa. La lona estaba sujeta con estacas. Emmett Kelly se agachó con sus pantalones demasiado grandes y desató la cuerda. Alzó la lona para que Maisie pudiera pasar por debajo.

—Quiero que corras hasta el jardín de la victoria. —Alzó más la lona.

Maisie miró por debajo. Fuera estaba oscuro, aún más oscuro que en el túnel.

—¿Y si me pierdo? —dijo, y empezó a llorar—. No sabrán quién soy.

Emmett Kelly se incorporó y rebuscó en uno de sus ajados bolsillos y sacó un pañuelo con motas púrpura. Empezó a secar los ojos de Maisie con él, pero no terminaba de salirle del bolsillo. Tiró, y al final salió en un gran nudo, atado a un pañuelo rojo. Tiró del pañuelo rojo, y salió un pañuelo verde y luego uno naranja, todos anudados entre sí.

Maisie se rió.

Tiró y tiró, con expresión de sorpresa, y un pañuelo lavanda salió, y uno amarillo, y uno blanco con capullos de manzano. Y una cadena con las chapas de perro de Maisie al final.

Le colocó la cadena alrededor del cuello.

—Ahora deprisa —dijo—. Todo está en llamas.

Lo estaba. En lo alto, el techo de la carpa era una gran hoguera, y las gradas y la pista central y la grada de los músicos ardían, pero los músicos seguían tocando, soplando sus trompetas y tubas con sus uniformes rojos. Sin embargo, no tocaban Barras y estrellas para siempre. Tocaban una canción muy lenta, muy triste.

—¿Qué es eso?

Más cerca, mi Dios, de Ti —dijo Emmett Kelly.

—Como en el Titanic.

—Como en el Titanic. Significa que es hora de irse.

—No quiero ir —dijo Maisie—. Quiero quedarme aquí contigo. Sé mucho sobre desastres.

—Por eso tienes que irte. Para que puedas llegar a ser una gran desastróloga.

—¿Por qué no puedes venir tú también?

—Tengo que quedarme aquí —dijo, y ella vio que sujetaba un cubo de agua.

—Y salvar vidas —dijo Maisie.

El payaso sonrió bajo su expresión pintada y triste.

—Y salvar vidas.

Se agachó y alzó de nuevo la lona.

—Ahora vete, chavalina. Quiero que corras como una bala.

Maisie pasó bajo la lona y se quedó quieta un momento, agarrada a sus chapas de perro, y luego se volvió a mirarlo.

—Sé quién eres —dijo—. En realidad no eres Emmett Kelly, ¿verdad? Esto es sólo una metáfora.

El payaso se llevó un dedo enguantado a la bocaza pintada de blanco en un gesto de silencio.

—Quiero que corras hacia el jardín de la victoria. Maisie le sonrió.

—No puedes engañarme —dijo—. Sé quién eres de verdad. Y corrió en la oscuridad, lo más rápido que pudo.

59

¡Tome! Si el barco se hunde, usted me recordará.

Palabras dichas a Minnie Coutts por un marinero del Titanic que le dio su chaleco salvavidas a su hijo pequeño.

Dos días después de revivir con éxito a Maisie, la alarma de Richard volvió a sonar. Esta vez, tratando de no pensar en lo que la tensión de dos paradas en tres días podría causarle al sistema de Maisie o qué letal efecto secundario podría haber producido la teta-asparcina, logró llegar a la UCI cardíaca en tres minutos justos.

Evelyn lo recibió mientras corría hacia la unidad, toda sonrisas.

—Ha llegado su corazón —dijo—. La están preparando. Intenté llamarlo.

—Sonó mi busca especial —dijo él, todavía no convencido de que no hubiera ningún desastre.

—Ella insistió bastante en que usted y la enfermera Howard estuvieran informados —dijo Evelyn, impertérrita—, y supongo que se encargó ella misma.

Lo había hecho, en más de un aspecto. Después del trasplante, que tardó ocho horas y no tuvo ningún problema, una de las enfermeras le dijo que Maisie se había pegado las chapas de perro a la planta del pie y que se enfadó porque se las habían quitado.

—¿Y si me hubiera muerto? —exigió indignada en cuanto le quitaron la respiración asistida, y a pesar del peligro de infección debido a los inmunodepresores que estaba tomando, le permitieron que llevara las chapas en una muñeca, bañadas en desinfectante, “por si acaso”.

La madre de Maisie, absolutamente insoportable ahora que su fe en el pensamiento positivo había sido confirmada, había intentado, según la enfermera, convencerla para que se las quitara, sin ningún éxito.

—Las necesito —había dicho Maisie—. Por si hay complicaciones. Puede que tenga un coágulo de sangre o rechace mi nuevo corazón.

—No sucederá nada de eso —le contestó su madre—. Te vas a poner bien y vas a volver a casa y al colegio. Vas a ir a clase de ballet…

Era algo que Richard no podía imaginar hacer a Maisie ni en sus sueños más descabellados, a menos que fuera un ballet relacionado con una inundación o una erupción volcánica.

—… y crecerás y tendrás hijos.

A lo cual, Maisie, siempre realista, replicó:

—Me moriré algún día. Todo el mundo muere tarde o temprano.

Después de una semana en la que sólo pudo verla la familia, permitieron visitas, siempre que llevaran vestidos de papel, botas y mascarillas, y en sesiones limitadas a cinco minutos, dos personas como máximo cada vez. Eso significaba que su madre estaba siempre presente, lo cual reprimía considerablemente el estilo de Maisie, aunque aun así le contó a Richard un montón de detalles sanguinolentos sobre su operación.

—Entonces te abren el pecho —hizo la demostración—, y te sacan el corazón y te ponen uno nuevo. ¿Sabía que lo traen en una nevera, como la cerveza?

—Maisie… —protestó su madre—. Hablemos de algo alegre. Tienes que darle las gracias al doctor Wright. Te revivió después de que entraras en parada.

—Eso es —dijo Evelyn, entrando para comprobar los numerosos monitores—. El doctor Wright te salvó la vida.

—No, no lo hizo.

—Sé que no realizó el trasplante, como el doctor Templeton —dijo la señora Nellis, algo cortada—, pero ayudó a poner en marcha tu corazón para que pudieras recibir el nuevo.

—Lo sé, pero…

—Un montón de personas trabajaron para conseguirte un nuevo corazón, ¿no? Las enfermeras de Pediatría y el doctor…

—Maisie —dijo Richard, inclinándose hacia delante—. ¿Quién te salvó la vida?

Maisie abrió la boca para responder, y Evelyn, ajustando su intravenosa, dijo:

—Sé a quién se refiere. A la persona que donó el corazón, ¿verdad, Maisie?

—Sí —contestó Maisie al cabo de un instante, y Richard pensó: “Eso no es lo que iba a decir”—. Ojalá te dijeran cuál es su nombre. No te dicen nada, ni cómo murió ni si era un niño o una niña.