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—Desastres, ¿eh? —dijo el chico bajito que le atendió—. Debería alquilar Titanic.

—Ya la he visto.

Cuando subió a la UCI cardíaca, Kit y Vielle estaban ya en la habitación de Maisie con las mascarillas y las batas, y Maisie flotaba más que sus globos de helio.

—¡Está aquí! —dijo, en el momento en que él entró—. Dijeron que tenía que esperar a que viniera para averiguar cuál es la sorpresa. ¿Cuál es?

—Te lo diremos cuando lleguemos —dijo Vielle, trayendo una silla de ruedas. Evelyn entró para preparar el monitor cardíaco y las intravenosas. Richard y Kit la ayudaron a sentarse en la silla, y Richard la llevó tres puertas más abajo hasta la sala de reuniones.

—¡Noche de picoteo! —dijo Maisie cuando vio los pósters de las películas.

—No sólo noche de picoteo —dijo Kit—, sino programa doble de desastres.

Richard le mostró los vídeos.

—En realidad, el doctor Templeton dijo que sólo podías ver uno hoy —dijo Evelyn.

—Entonces tendremos que ver el otro en nuestra próxima noche de picoteo —dijo Kit—. Cuando hayas salido del hospital.

—¿Voy a tener una noche de picoteo auténtica? —dijo Maisie, transportada, y Richard esperó que no fuera demasiada excitación para ella. Le tendió los vídeos, y Kit y Vielle se inclinaron sobre ella, una a cada lado, discutiendo cuál ver y explicándole las reglas de la noche del picoteo.

—Regla número uno, no se habla de trabajo —dijo Kit—. En tu caso, eso significa no hablar de tu trasplante.

—Ni de cajas torácicas. Ni de neveras de cerveza —dijo Vielle—. Regla número dos, sólo se puede comer comida de películas.

—El doctor Templeton dice que nada de palomitas todavía —dijo Kit—. Tendremos que dejarlo para la próxima noche de picoteo. Por ahora dijo que podrías comer un helado. —Sacó un cono de nata y dos frascos de sirope—. ¿Rojo o azul?

—¡Azul!

Richard se apoyó contra la puerta, observándolas. A Vielle le habían quitado la venda del brazo, aunque todavía tenía la de la mano, y el aspecto dolorido y magullado había desaparecido de sus ojos. Kit tenía casi tan buen humor como Maisie. Todavía estaba muy delgada, pero había color en sus mejillas. La recordó de pie en el laboratorio, pálida y decidida, agarrada al libro de texto, diciendo: “Joanna me salvó la vida.”

“Nos salvó la vida a todos”, pensó Richard, y se preguntó si a eso se refería Maisie cuando dijo que no había sido él quien la había salvado a ella, si se daba cuenta de que fueron las últimas palabras de Joanna las que le salvaron la vida.

—Regla número tres, nada de películas de Woody Allen —dijo Kit.

—Y nada de Kevin Costner.

—Y nada de películas de Disney —dijo Maisie vehemente.

Richard las observó, pensando en Joanna aquella primera noche de picoteo, riendo, diciendo: “Ésta es una zona libre de Titanic.”

“Hay un motivo por el que estoy viendo el Titanic”, le había dicho, y tenía razón. El Titanic era la metáfora perfecta para las llamadas de socorro que el cerebro enviaba frenéticamente en todas direcciones, por todos los métodos disponibles, pero él se preguntó, apoyado contra la puerta y mirando a Maisie y Vielle y Kit, si ésa era la única conexión. Porque el Titanic no trataba principalmente de mensajes. Trataba de personas que, en mitad del océano, en mitad de la noche, habían hecho un esfuerzo sobrehumano por salvar esposas, novias, amigos, bebés, niños, perros y el correo de primera clase. Por salvar a alguien además de a sí mismas.

Joanna había querido morir como W. S. Gilbert, y el Titanic estaba lleno de Gilberts. El ayudante de maquinista Harvey y Edith Evans y Jay Yates. Daniel Buckley protegiendo a las niñas a las que había prometido cuidar por todo el Salón Comedor de Primera Clase, hasta la Gran Escalera, hasta los botes; Robert Norman dándole su chaleco salvavidas a una mujer y su hijo; John Jacob Astor poniéndole un sombrero con flores a un niño y diciendo: “Ahora es una niña y puede irse.” El capitán Smith, nadando hacia uno de los botes con un bebé en brazos.

Y Jack Philips. Y la orquesta. Y los bomberos, fogoneros, maquinistas, ribeteadores, trabajando para mantener las calderas y las dinamos y el telégrafo en marcha, las luces encendidas. Para que no oscureciera.

—Apaga las luces —estaba diciendo Vielle—. Tenemos que empezar. Ya son las cuatro y media.

—Tiene una cita —dijo Maisie sabiamente.

—¿Cómo lo has descubierto? —le preguntó Vielle a Maisie, las manos en las caderas.

—¿Tienes una cita? —dijo Kit—. ¿Con quién? Por favor, dime que no es con Harry el embalsamador.

—No —dijo Maisie—. Es con un poli.

—¿El que se parece a Denzel Washington? ¿Por fin vas a sal ir con él? Vielle asintió.

—Lo llamé por si podía ayudarme a encontrar el taxi que tomó Joanna. ¿Cómo lo has averiguado, pequeña chismosa? Maisie se volvió hacia Richard.

—Así que supongo que Kit y usted tendrán que comer en la cafetería, los dos solos.

—Creo que es hora de empezar a ver la película —dijo Kit, dando un golpecito a Maisie con la carátula de Volcano. Le tendió a Vielle el vídeo, y Vielle encendió la tele y metió la película en el reproductor.

—¡Espera! ¡No empecéis todavía! Me he olvidado la gorra de “De vuelta de la tumba y lista para ir de fiesta” que me regaló Eugene —dijo Maisie, y añadió a la defensiva—. Tengo que ponérmela. Es una fiesta.

—Yo iré por ella —dijo Richard.

—No. Tengo que ir yo. Usted no sabe dónde está.

—Podrías decírmelo —empezó a decir Richard, y entonces miró la cara de Maisie, inocente y decidida. Obviamente tenía un motivo para querer regresar a su habitación, aunque eso significara tener que cargar con su monitor y la percha de las intravenosas.

—Ahora mismo volvemos —dijo Richard, y la sacó con todo el equipo al pasillo.

En cuanto llegaron a la habitación, Maisie dijo:

—Mi gorra está bajo la almohada. Acérqueme a la mesita de noche. Abrió el cajón y sacó varias páginas de una libreta, dobladas en cuatro partes.

—Es mi ECM de cuando entré en parada —dijo, entregándoselas—. No pude anotarla inmediatamente.

—No pasa nada —dijo Richard, conmovido porque ella lo había escrito todo—. No importa.

—Joanna dijo que siempre hay que escribirlas inmediatamente, para no dejarse llevar por la imaginación.

—Eso es verdad, pero no siempre se puede hacer al instante. Esto será muy útil.

Maisie pareció aliviada.

—¿Cree que el señor Wojakowski dice siempre la verdad? Gol por la banda izquierda.

—¿La verdad? —dijo Richard, intentando ganar tiempo. Se preguntó si ella había empezado a notar las inconsistencias del señor Wojakowski, como Joanna.

—Aja. Le pregunté si Jo-Jo Powers, el tipo que iba a poner la bomba en la cubierta, si sabía que lo hizo. Alcanzar el Shokaku, quiero decir. Porque ya había muerto cuando lo alcanzó. Y el señor Wojakowski dijo: “¡Puedes apostar a que sí! ¡Estaba allí en las Puertas de Perla viéndolo todo!” ¿Cree que lo estaba?

—¿En las Puertas de Perla? —dijo Richard, confundido.

—No, diciendo la verdad. Es como un sueño, ¿no? La ECM. Vielle me dijo que son como señales que el cerebro envía para poner en marcha el corazón, y tú conviertes las señales en una especie de sueño. Un símbolo, dijo Vielle.

—Eso es.

—Entonces no es real.