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—No. Parece de verdad, pero no lo es. Maisie reflexionó sobre eso.

—Me lo supuse, porque allí estaba Pollyana. No es una persona real, y ninguno de los animales llegó a soltarse. En el incendio del circo de Hartford —dijo, al ver su mirada de asombro—. Ahí es adonde fui. En mi ECM.

“Dios mío. El incendio del circo de Hartford.”

—Y después de la ECM no hay nada y ni siquiera sabes que estás muerta —dijo ella—. A causa de la muerte cerebral. Él asintió.

—Pero eso no se sabe con seguridad. Joanna dijo que nadie sabe con seguridad qué pasa después de morir, excepto las personas que han muerto, y ésas no pueden decirlo —dijo Maisie, siguiendo una línea de razonamiento propia—, y la cosa que representa el sueño es real, aunque el sueño no lo sea.

—Maisie, ¿viste a Joanna en tu ECM?

—Hmmmm… El señor Mandrake dice que la gente que ha muerto puede decirnos cosas. ¿Cree que pueden?

“Quiere que Joanna siga todavía allí, que hable con ella —pensó él—. ¿Y quién puede reprochárselo?”

—Nos hablan al corazón —dijo cuidadosamente.

—No me refiero a eso. Quiero decir de verdad.

—No. Maisie asintió.

—Le dije a Mandrake que no podían porque si pudieran, la Pequeña Señorita 1565 les habría dicho quién era.

“Y Joanna me habría dicho qué significaban sus últimas palabras”, pensó Richard. Pero lo había hecho. Maisie era la prueba viviente de eso. Y si no volvía con ella a la noche del picoteo, a Kit y Vielle les daría un ataque.

—Será mejor que volvamos para ver la película —dijo, y le puso en la cabeza la gorra rosa.

Maisie asintió, pero cuando él se disponía a empujarle la sillita de ruedas, dijo:

—Espere, no podemos irnos. Cuando dije que no fue usted quien me salvó la vida, tampoco me refería al tipo que me dio el corazón.

—¿A quién te referías?

—A Emmett Kelly.

Demasiado lejos por la banda izquierda para seguir la pelota.

—¿Emmett Kelly?

—Sí, ya sabe, el payaso de aspecto triste con la ropa rota, ese que parece que no se ha afeitado. Salvó a una niña en el incendio del circo de Hartford. Le dijo que esperara en el jardín de la victoria. Y me lo dijo a mí también, y me mostró cómo salir de la carpa, así que por eso digo que me salvó la vida.

Richard asintió, intentando comprender.

—Sólo que en realidad no era él. Se parecía a él y todo, pero no lo era. Era como Vielle dijo que es la ECM, y Emmett Kelly era un símbolo de quién era de verdad. Pero el hecho de querer que algo sea real no significa que lo sea.

—¿Quién era de verdad, Maisie?

—Pero Joanna dijo que porque uno quiera que sea verdad no significa tampoco que no lo sea, y creo que era real; aunque Pollyana y el incendio y lo demás no lo fueran.

—Maisie, ¿quién te salvó?

Ella le dirigió una mirada que indicaba que la respuesta era bien obvia.

Joanna.

60

Suposiciones, por supuesto, sólo suposiciones. Si no son ciertas, será otra cosa mejor.

C. S. LEWIS, escribiendo sobre la resurrección,
en Cartas a Malcolm, sobre la oración.

Mira —dijo Helen. Estaba sentada junto a Joanna, con el pequeño bulldog francés en el regazo, desatando el lazo de su cuello y luego volviéndolo a atar, ignorando el cielo cada vez más rojo, pero había alzado la cabeza—. Creo que está pasando algo.

“El rojo se está volviendo más oscuro —pensó Joanna, mirando temerosa el cielo ensangrentado—. La luz se va, y esta vez no será una noche de estrellas chispeantes y claras.” Pero el color no se volvía más fuerte, estaba cambiando, el tono pasaba de rojo sangre a carmín.

—El cielo no —dijo Helen, señalando al lado del piano—. ¡El agua!

Joanna contempló el agua, y era carmín también, del color rojo anaranjado de las llamas. “Pero los temerosos y los incrédulos tendrán su parte en el lago que arde con fuego —recordó a su hermana citando a la Biblia—, que es la segunda muerte.”

Extendió la mano para atraer a Helen, pero la niña se zafó de sus brazos y se acercó al borde. Se tumbó boca abajo, con el perrito a su lado, y metió la mano en el agua.

—Creo que ya no estamos al pairo —dijo, pero el agua roja como las llamas estaba tan quieta y lisa como el cristal, tan quieta que la mano de Helen no dejaba ninguna estela.

—Vamos a la deriva —dijo Helen, como si Joanna hubiera hablado—. ¡Mira!

Volvió la cabeza hacia el campo de hielo, y tenía razón, porque aunque el piano no se había movido, aunque el agua seguía quieta y lisa, ya no estaban rodeadas de hielo. Los icebergs estaban muy por detrás, sus agudos picos de color cobre contra el cielo ardiente.

“Hemos vagado a la deriva por el campo de hielo —pensó Joanna—. Ahora no nos encontrarán nunca.”

—Te dije que íbamos a la deriva —dijo Helen, y se levantó, haciendo que el piano se agitara y el agua lamiera sus lados—. Apuesto a que lo que estábamos esperando ha pasado ya.

“No —pensó Joanna—. Por favor.”

—¿Qué crees que…? —preguntó Helen, y se calló, mirando hacia el campo de hielo.

Joanna siguió su mirada. Ya no veía los icebergs. Por todas partes, extendiéndose hacia un horizonte infinito, se veía el agua quieta y pulida.

—¿Qué crees que pasará ahora? —repitió Helen.

—No lo sé.

—Creo que pronto encontraremos tierra —dijo Helen, y se sentó con las piernas cruzadas en el centro del piano. Se llevó las manos a los ojos como si fueran un telescopio y contempló el horizonte, buscando tierra—. ¡Mira! —gritó, y apuntó al este—. ¡Allí está!

Al principio Joanna no pudo ver nada, pero luego divisó una diminuta mota en el horizonte. Se inclinó hacia delante, entornando los ojos. “Es un bote salvavidas”, pensó, y se esforzó por ver, esperando que fueran el señor Briarley y la señora Woollam, a salvo en el bote hinchable D.

—¡Es un barco! —gritó Helen, y, mientras Joanna miraba, la mota se convirtió en algo oblongo, parecido a una columna de humo—. ¡Es el Carpathia! —dijo Helen feliz.

“No puede ser —pensó Joanna—. Está demasiado lejos para que llegue. Y el Carpathia había aparecido por el suroeste.”

—Apuesto a que lo es —dijo Helen, como si Joanna hubiera hablado—. ¿Qué más podría ser?

“El Mackay-Bennett”, pensó Joanna, viendo el vapor del barco acercarse a ellas. Zarpó de Halifax con un sacerdote y un cargamento de hielo para recoger los cadáveres, para enterrarlos en el mar. “Debe de ser cerca del fin”, pensó Joanna, contemplando el barco a través del agua. El cielo cambiaba de nuevo, oscureciéndose, volviéndose amarillento, como carne corrompida.

“Las últimas neuronas deben de estar muriendo, las últimas células del córtex cerebral y el hipocampo y la amígdala se desconectan, se cierran, las sinapsis aletean débilmente, sin contactar. V… V… ¿y luego qué? Muerte cerebral irreversible —pensó—, y el Mackay-Bennett.”

Si es el Carpathia, estamos salvadas —dijo Helen alegremente, y recogió al pequeño bulldog como si estuviera recogiendo el equipaje, preparándose para desembarcar.

El cielo se había vuelto de un color bronce oscuro. La columna de humo del Mackay-Bennett se recortaba contra él, negra. “No sabrán quiénes somos —pensó Joanna, y buscó su placa de identificación del hospital, pero se había caído al agua—. Tendría que haberle pedido al señor Wojakowski que me hiciera unas chapas de perro.”