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—No soy doctora en medicina. Soy psicóloga cognitiva —dijo Joanna—, y me gustaría hablar con usted respecto a su experiencia en la ambulancia. —Sacó un impreso de su rebeca y lo desplegó—. Esto es un impreso estándar, señor Menotti…

—Llámeme Greg. El señor Menotti es mi padre.

—Greg.

—¿Y yo cómo la llamo? —preguntó él, y sonrió. Era una sonrisa bonita, aunque un poco lobuna.

—Doctora Lander —dijo ella secamente. Le tendió el impreso y un boli—. El impreso dice que da usted permiso para…

—Si lo firmo, ¿me dirá cómo se llama? ¿Y su número de teléfono?

—Creía que su novia venía de camino, señor Menotti —dijo ella, tendiéndole el boli.

—Greg —corrigió él, tratando de sentarse de nuevo. Joanna se adelantó y le sujetó el impreso para que pudiera firmarlo sin esforzarse.

—Aquí tiene, doctora —dijo él, devolviéndole el papel y el boli—. Mire, aunque no sea usted médico, sabe que los tipos de mi edad no tienen infartos, ¿no?

“Te equivocas —pensó Joanna—, y normalmente no tienen tanta suerte como para poder revivir después del infarto.”

—El cardiólogo llegará dentro de unos minutos —dijo—. Mientras tanto, ¿por qué no me cuenta lo que ha sucedido? Conectó la minigrabadora.

—Vale. Iba de regreso a la oficina después de jugar al pádel… juego al pádel dos veces por semana, Stephanie y yo vamos a esquiar los fines de semana. Por eso me trasladé aquí desde Nueva York, por el esquí. Hago bajadas y marchas a campo traviesa, así que ya puede ver que es imposible que haya tenido un ataque al corazón.

—Iba usted de regreso a la oficina… —instó Joanna.

—Sí —dijo Greg—. Está nevando, y la carretera está resbaladiza, y ese idiota en un Jeep Cherokee intenta adelantarme, y acabo en el arcén. Tengo una pala en el coche, así que empiezo a trabajar para sacar el coche, y no sé qué sucedió luego. Supongo que un trozo de hielo desprendido por un camión debió de golpearme en la cabeza y dejarme inconsciente, porque lo siguiente que supe es que sonaba una sirena, y estoy en una ambulancia y un enfermero me está colocando estas ventosas heladas en el pecho.

“Por supuesto —pensó Joanna, resignada—. Por fin encuentro a un sujeto al que Maurice Mandrake no ha corrompido aún, y no recuerda nada.”

—¿Puede recordar algo entre el momento en que… en que recibió el golpe en la cabeza y cuando se despertó en la ambulancia? —preguntó Joanna, esperanzada—. ¿Algo que oyera? ¿O que viera?

Él negó con la cabeza.

—Fue como cuando me operaron de ligamentos el año pasado. Me los rompí jugando al fútbol. En un segundo el anestesista estaba diciendo: “Respire profundamente”, y al siguiente estaba en la sala de recuperación. Y, mientras, nada, cero, niet.

Oh, bueno, al menos lo estaba entreteniendo hasta que llegara el cardiólogo.

—Le dije a la enfermera que no pude haber tenido una experiencia cercana a la muerte porque no estuve a punto de morirme. Cuando habla con gente que ha muerto, ¿qué dicen? ¿Le cuentan que han visto túneles y luces y ángeles como dicen en la tele?

—Algunos.

—¿Cree que es verdad o que se lo inventan?

—No lo sé. Eso es lo que trato de averiguar.

—¿Sabeloqueledigo? Si alguna vez sufro un infarto y tengo una experiencia cercana a la muerte, será usted la primera persona a la que llame.

—Se lo agradezco mucho.

—En ese caso, necesito su número de teléfono —dijo él, y mostró de nuevo aquella sonrisa lobuna.

—Vaya, vaya, vaya —dijo el cardiólogo, que venía acompañado por Vielle—. ¿Qué tenemos aquí?

—Desde luego, no un infarto —dijo Greg, tratando de sentarse—. Hago ejercicio…

—Vamos a ver qué está pasando —dijo el cardiólogo. Se volvió hacia Joanna—. ¿Quiere disculparnos unos minutos?

—Desde luego —dijo Joanna, recogiendo su grabadora. Salió de la habitación. No había probablemente motivos para esperar, Greg Menotti había dicho que no había experimentado nada, pero aveces, al ser interrogados de nuevo, los sujetos recordaban algo. Y él estaba dispuesto a negarlo todo. Admitir que había tenido una ECM sería admitir que había tenido un infarto.

—¿Por qué no lo han llevado a la UCI? —dijo la voz del cardiólogo, evidentemente hablando con Vielle.

—No me van a llevar a ninguna parte hasta que llegue Stephanie —dijo Greg.

—Viene de camino —contestó Vielle—. Me he puesto en contacto con ella. Llegará dentro de unos minutos.

—Muy bien, escuchemos ese corazón suyo y veamos qué está pasando —dijo el cardiólogo—. No, no se incorpore. Quédese ahí. Muy bien…

Hubo un minuto de silencio, mientras el cardiólogo escuchaba su corazón, y luego dio unas instrucciones que Joanna no pudo oír.

—Sí, señor —dijo Vielle.

Más instrucciones entre murmullos.

—Quiero ver a Stephanie en cuanto llegue —dijo Greg.

—Puede verle arriba —dijo el cardiólogo—. Vamos a llevarlo a la UCI, señor Menotti. Parece que ha tenido un infarto de miocardio, y tenemos que…

—Eso es ridículo. Estoy bien. Me desmayé porque me golpeó un trozo de hielo, eso es todo. No he tenido un infar… Y entonces, bruscamente, silencio.

—¿Señor Menotti? —dijo Vielle—. ¿Greg?

—Está entrando en parada —dijo el cardiólogo—. Baje esa cama y traiga un desfribilador.

El zumbido de la alarma de código de parada empezó a sonar, y llegó gente corriendo. Joanna se apartó.

—Comenzamos la RPC —dijo el cardiólogo, y algo más que Joanna no logró oír. La alarma seguía sonando, un zumbido intermitente y ensordecedor. ¿Era un zumbido o un timbre?, pensó Joanna tontamente. Y entonces, se preguntó si ése era el sonido que oían antes de entrar en el túnel.

—Traigan esas palas —dijo el cardiólogo—. Y desconecten esa maldita alarma.

El zumbido cesó. Una percha para intravenosas cayó ruidosamente al suelo.

—Preparados para desfibrilar, apártense —dijo el cardiólogo, y se produjo un tipo distinto de zumbido—. Otra vez. Apártense. Una pausa.

—Demasiado lejos —dijo la voz de Greg Menotti, y Joanna dejó escapar el aliento.

—Ha vuelto —dijo alguien, y alguien más—: Ritmo smoidal normal.

—Ella está demasiado lejos —dijo Greg—. Nunca llegará a tiempo.

—Sí, lo hará —dijo Vielle—. Stephanie ya viene de camino. Estará aquí dentro de unos minutos.

Hubo otra pausa. Joanna se esforzó por oír el pitido tranquilizador del monitor.

—¿Cuál es la PS? —dijo el cardiólogo.

—Cincuenta y ocho. —Pero era la voz de Greg Menotti.

—Ochenta sobre sesenta —dijo otra voz.

—No —dijo Greg Menotti, enfadado—. Cincuenta y ocho. Ella nunca llegará a tiempo.

—Estaba a unas cuantas manzanas nada más —dijo Vielle—. Probablemente estará aparcando. Aguante, Greg.

—Cincuenta y ocho —dijo Greg Menotti, y una rubia bonita con un anorak azul llegó corriendo a Urgencias, seguida por la enfermera que estaba antes en la habitación.

—¿Señora? —decía la enfermera—. ¿Señora? Tiene usted que esperar en la sala. Señora, no puede entrar ahí. La rubia entró en la habitación.

—Stephanie está aquí, Greg —oyó decir Joanna a Vielle—. Le dije que llegaría.

—Greg, soy yo, Stephanie —dijo la rubia entre sollozos—. Estoy aquí.

Silencio.

—Setenta sobre cincuenta —dijo Vielle.

—Dejé el móvil en el coche mientras entraba en el supermercado. Lo siento mucho. Vine en cuanto pude.