—Satén —dijo Dhamon.
La mujer de piel oscura lucía aún la túnica de Dhamon, y Wyrmsbane, su mágica espada larga, estaba envainada a su costado. La ladrona le dirigió una sonrisa astuta.
Otras tres figuras conocidas se reunieron con ella: las otras ladronas que les habían robado y casi asesinado en Blode.
—Debería haber riquezas suficientes para alimentar y alojar a un ejército de tus caballeros, comandante —indicó Satén—, durante mucho tiempo.
El otro asintió con la cabeza.
—Te doy las gracias, señora, por decirnos dónde encontrar a estos ladrones. La recompensa por Dhamon Fierolobo es sustanciosa.
Satén lanzó una risita.
—Me limitaré a tomar esto si no tienes inconveniente —indicó rebuscando en una pequeña bolsa del carro y extrayendo un puñado de objetos, incluido el collar de perlas negras y cuentas de obsidiana—. Es más que suficiente. —Hizo una seña con la mano a las otras mujeres—. Vamos, chicas. Podremos establecernos con esto.
Rikali fue empujada sin miramientos al pescante del carro. Un caballero presionaba una daga contra su costado para asegurarse de que Dhamon y Maldred, que fueron relegados a la parte de atrás, no ocasionarían problemas. A Varek lo tumbaron entre los dos hombres.
El comandante agitó una hoja de pergamino. Era un cartel de busca y captura como los que habían estado clavando en la pared en El Tránsito de Graelor.
—Ya era hora de que alguien te atrapara —declaró—, de que pagaras por tus fechorías.
18
Sogas y despedidas
Dhamon tenía la celda más grande para él solo. A pesar del grosor de los barrotes de hierro, la cerradura nueva y de la presencia de un guardia con una espada desenvainada apostado sólo unos metros más allá en el vestíbulo, los caballeros de la Legión de Acero habían considerado necesario cubrirlo de pesadas cadenas. Aquellos hombres no estaban dispuestos a correr riesgos. Su celda estaba limpia y ordenada, algo que no hubiera esperado de una prisión. Tenía un frasco con agua y un cuenco lleno de gachas de avena sazonadas con especias en el suelo, y había gruesas mantas en un catre hecho con suma pulcritud, pero se veía una fina capa de polvo en la manta superior y prácticamente en todo lo demás, por lo que Dhamon decidió que aquella cárcel no se usaba con asiduidad. Tal vez, Trigal era un lugar donde se respetaba la ley.
Había otras cuatro celdas en la prisión, tres de ellas ocupadas por sus compañeros. Maldred, con grilletes modificados para sujetarle las muñecas y los tobillos, más anchos de lo normal, yacía hecho un ovillo en el suelo, encima de lo que en una ocasión debió ser un catre, entonces aplastado bajo su cuerpo. Estaba profundamente dormido, drogado mediante algún asqueroso brebaje que los caballeros le habían hecho tragar por la fuerza antes de transportarlo al interior de la celda. El sivak instalado en la celda situada frente a la del ogro estaba igualmente drogado, aunque sin cadenas porque el herrero no había acabado aún de hacer unas esposas lo bastante grandes. No tardarían en estar allí, según había oído Dhamon comentar al guardián.
—Dhamon, ¿qué van a hacernos?
El hombre no respondió.
—¡Dhamon, te estoy hablando a ti!
Rikali se hallaba en la celda situada justo frente a la de Dhamon, sentada en el catre, con la pierna doblada bajo el cuerpo de un modo extraño debido a los grilletes de sus tobillos —no le habían encadenado las muñecas— y con la cabeza de Varek descansando sobre su regazo. La mujer no dejaba de acariciar su frente húmeda de sudor y de dedicarle mimos.
Los caballeros habían puesto vendajes nuevos al muñón del joven. Dhamon había cauterizado bien la herida, pero sabía que Varek estaba febril y todavía bajo los efectos de la conmoción producida por la amputación de la pierna.
—Mantenlo caliente, Riki —indicó a la mujer—. Usa las mantas que tienes debajo. ¿Puedes introducir la mano en la celda de Ragh y coger también la suya?
La semielfa se apartó con cuidado de debajo de su joven esposo y lo tapó primero con una manta y, luego, con la otra. Cuando terminó, se agarró con fuerza a los barrotes y miró enfurecida a Dhamon.
—¿Qué nos van a hacer? —repitió.
—Colgarnos, probablemente —fue la fría respuesta del hombre.
Se apartó de ella y fue hacia el fondo de su celda, con las cadenas tintineando y removiendo el polvo del suelo. Había una ventana en la parte alta de la pared, y Dhamon consiguió izarse por los barrotes para mirar al exterior. La ventana era demasiado pequeña para pasar por ella; ya se había dado cuenta, pero le proporcionaba vistas. Había un roble imponente de ramas gruesas y largas, y se estaba alzando una plataforma bajo la rama más grande.
—Sí, nos van a colgar, Riki.
—¿No tendremos un juicio, Dhamon? —Su voz temblaba de miedo—. Se supone que los caballeros son justos y caballerosos, y todo eso.
Él le dedicó una lacónica carcajada y contempló cómo los miembros de la Legión martilleaban sin pausa.
—¿Serviría un juicio? Robamos a los caballeros en el hospital de Khur, al fin y al cabo.
—¡Tú robaste! —replicó—. Fuiste tú quien robaste en el hospital, Dhamon Fierolobo. Yo no robé allí. Probablemente, ni siquiera conseguí mi parte real del botín.
—Luchamos para salir de la ciudad…
—De modo que algunos caballeros resultaron heridos —indicó ella—. Heridos. No hacíamos más que defendernos.
—Unos pocos podrían haber muerto, Riki —admitió Dhamon.
—Legítima defensa, digo yo.
—Quemamos hasta los cimientos casi toda la ciudad —siguió él, encogiéndose de hombros.
—Un accidente. Trajín inició el fuego cuando todos intentábamos huir.
Dhamon lanzó otra carcajada.
—Trajín está muerto, de manera que no puede hacerse responsable de eso ahora, ¿no es cierto? Además, dudo que la Legión de Acero creyera a un kobold.
Oyó cómo la mujer se alejaba arrastrando los pies para acomodarse en el borde del catre.
—Soy demasiado joven para morir, Dhamon Fierolobo —declaró con voz apagada.
—Todo el mundo muere, Riki.
—Todo el mundo miente —le replicó ella—. Tú y Mal me mentisteis, maldita sea. Me hicisteis pensar que Mal era mi amigo, que era un hombre y no un… un monstruo de piel azul.
—Un ogro.
—Monstruo. —Respiró con fuerza, y el aire silbó por entre sus dientes, agitando los rizos que le caían sobre la frente—. Me mentiste al dejar que pensara que me amabas.
—Puede ser que eso no fuera una mentira del todo —repuso él en voz tan baja que ella apenas le oyó.
—Me dejaste sola en Bloten, sin la menor intención de regresar a buscarme. Con todos aquellos ogros horribles por todas partes. Y eso no es lo peor de todo, Dhamon. Mira lo que le ha sucedido a mi Varek…, y todo porque te siguió a esa caverna.
Secó el sudor de la frente del muchacho y le apartó con cuidado los mechones de pelo de los ojos.
—Y ahora nos colgarán a todos por culpa tuya.
Había transcurrido una hora o más cuando Dhamon escuchó cómo la puerta principal de la cárcel se abría y unas fuertes pisadas avanzaban en dirección a las celdas. El caballero de la Legión de Acero que se acercaba tenía un aspecto desaliñado; el barro manchaba su capote y el rostro.
—El comandante Lawlor acaba de regresar a la ciudad —anunció el recién llegado.
Los caballeros que transportaron a Dhamon y a los otros a esa prisión se habían mostrado sorprendidos al descubrir que Lawlor y varios de sus hombres se habían marchado de Trigal. «Estarán de patrulla», había dicho alguien, intentando encontrar alguna pista que explicara por qué huían los elfos silvanestis.
—Pronto dictará sentencia sobre vuestras desdichadas cabezas —añadió el caballero, girando sobre sus tacones cubiertos de barro y abandonando a grandes zancadas la prisión.
—Nos colgarán a todos —dijo Dhamon.
Anochecía casi cuando Lawlor visitó la cárcel, tras inspeccionar primero el patíbulo, que, según pareció, había sido construido a su entera satisfacción. Dhamon los había observado a él y a sus hombres desde la ventana de la celda.