—¡Qué su alma se pudra en el Abismo! —exclamó un ciudadano cuando hicieron subir a Dhamon a la plataforma y le ajustaron el dogal alrededor del cuello.
—¡Quemadlos! —gritó otro—. ¡La horca es demasiado buena para los ladrones!
—Maldred el Ogro —prosiguió Lawlor, hablando por encima de los insultos de la muchedumbre—, por aquellos crímenes que he enumerado, también tú compartes la culpa y serás colgado.
De improviso, un caballero de la Legión corrió hacia el patíbulo, gritando al mismo tiempo que intentaba abrirse paso por entre la multitud.
—¡Esperad! —gritó el caballero—. ¡Deteneos!
El caballero que oficiaba de verdugo no le prestó atención y, a un movimiento de cabeza de Lawlor, tiró de una palanca. El suelo del cadalso descendió bajo los pies de Maldred y Dhamon.
Y acto seguido, sucedieron varias cosas.
Maldred canceló el hechizo que le proporcionaba su forma humana. Su cuerpo de ogro, mucho más grande y pesado, era excesivo para la soga, y ésta se rompió, dejándolo caer al suelo.
Dhamon empezó a asfixiarse. Agitó los brazos con desesperación, pero luego decidió que debía aceptar la ejecución, y que eso pondría fin a los sufrimientos originados por la escama. Se relajó y notó cómo la cuerda se tensaba.
El caballero que gritaba consiguió, por fin, abrirse paso por entre la muchedumbre y saltó a la plataforma. Alzó su espada y cortó la soga de Dhamon.
—¡Detened esto! —chilló con voz ronca.
El caballero comandante había estado disfrutando con la ejecución y no aprobó la interrupción. Palpó su cintura en busca de la espada y empezó a increpar al caballero que había liberado a Dhamon y que entonces lo ayudaba a subir a la plataforma.
—¡Detente! —rugió un Lawlor de rostro furibundo—. ¡Es una insubordinación! —Se volvió hacia un grupo de soldados situados a su espalda—. ¡Cogedlos! ¡Cogedlos a los tres!
Los hombres se abalanzaron al frente, pero se quedaron paralizados al escuchar un agudo chasquido detrás de ellos. Girando en redondo como uno solo, vieron cómo el techo de paja de la prisión empezaba a arder.
Lawlor mandó a unos pocos de sus hombres a la cárcel a apagar el fuego, mientras que al resto les ordenó salir en persecución de Maldred, Dhamon y el extraño caballero, que corrían atropelladamente alejándose del patíbulo. Con un estruendoso crujido, el cadalso se incendió entonces, lo que obligó a la muchedumbre y a los caballeros a retroceder. Un nuevo crujido, y los establos de Trigal también empezaron a arder con violencia.
—¡Detenedlos! —aulló Lawlor mientras intentaba también él darles alcance.
Maldred salmodiaba mientras corría, extrayendo de su cuerpo toda la magia de que era capaz, para dirigir esa energía bajo la forma de fuego contra un edificio tras otro; entonces incendiaba Trigal del mismo modo como había quemado aquella ciudad de Khur meses atrás. El gigantón rió sonoramente entre dientes.
—Como en los viejos tiempos, amigo —gritó a Dhamon, que corría junto a él.
Dhamon no respondió. Atónito, contemplaba cómo el caballero que corría a su lado se iba transformando en el sivak Ragh.
—Igual que en los viejos tiempos —repitió Maldred.
Transcurrió una hora antes de que pudieran detenerse para recuperar el aliento, ocultos en una cueva de tierra que el hombretón había creado con su magia, y en la que el mago ogro dejó una abertura para que pudieran vigilar a la docena de caballeros que registraban la zona.
El amanecer pintó el cielo de rosa antes de que Maldred hubiera recuperado fuerzas suficientes para lanzar otro conjuro.
—Como en los buenos viejos tiempos —dijo, y se puso a canturrear, retorciendo los dedos en el aire mientras volvía a adoptar su aspecto humano.
—Sí —repuso Dhamon—. Viejos tiempos, pero no buenos. Estamos huyendo de los caballeros de la Legión de Acero.
—Huyendo y robando.
El sivak arrojó a Dhamon una bolsa de monedas que había estado en posesión del guardián que había matado, y cuyo aspecto había adoptado; lanzó a continuación la espada al suelo.
—Vuestras vidas son… interesantes —concluyó Ragh.
Dhamon se limpió la suciedad de sus andrajosas ropas y se palpó las escamas de su pierna.
—Y desesperadas. No tenemos mapa mágico y tampoco la menor posibilidad de encontrar a la sanadora ahora.
Maldred arqueó y desentumeció la espalda, girando primero a un lado y luego al otro.
—Siempre hay esperanza, Dhamon. Juré que te ayudaría a encontrar un remedio. Te aprecio tanto como a un hermano, y no te fallaré. Ya no necesitamos el mapa. Creo que sé adonde debemos ir.
Estudió el horizonte en dirección este.
—No creo que debamos arriesgarnos a permanecer por aquí. Apuesto a que colgarán más carteles, y que serán más grandes, muy pronto… Puede ser que envíen incluso un ejército.
Dhamon sonrió tristemente ante la idea.
—¿Nos ponemos en marcha?
Maldred señaló hacia el noroeste; luego, se fue en aquella dirección a buen paso. A poco, echó una ojeada por encima del hombro para asegurarse de que su compañero lo seguía.
—Muy interesante —repitió Ragh, siguiéndolos a escasos metros de distancia.
19
Energías ocultas
La ciudad que se extendía a sus pies era una ruina total. La mayoría de los edificios se habían desplomado, y los pocos que permanecían relativamente intactos eran achaparradas torres de piedra, cuyos laterales habían quedado ennegrecidos por algún voraz incendio. Tales construcciones estaban espaciadas a lo largo de lo que parecía ser la calle principal. Agujas de roca se alzaban en medio de montones de cascotes, como afilados dientes dirigidos de forma amenazadora hacia el cielo. Estatuas de mármol mostraban el aspecto de estar rotas y derretidas, con más apariencia de monstruos que de los hombres que tiempo atrás habían sido importantes en ese lugar.
Revoloteaban figuras alrededor de las agujas, y Dhamon se dio cuenta de que se trataba de dracs negros. Unos cuantos estaban encaramados a los costados de los edificios más altos, en tanto otros recorrían las sucias calles, apartando a empujones a la gente que se cruzaba en su camino. Un haz plateado se movía entre los dracs que volaban más alto; era un sivak. Dhamon observó que Ragh lo contemplaba con envidia.
Había tiendas de campaña desperdigadas a las sombras de los edificios, y una hilera de cobertizos se extendía por el borde occidental de la población. La gente acurrucada bajo ellos buscaba una tregua a la lluvia que martilleaba, inclemente, sobre todo el lugar.
—Si tuviéramos el mapa, podríamos estar seguros de que ésta es la ciudad correcta —declaró Dhamon.
Se encontraban sobre una elevación que rodeaba la población, situada en el centro de una depresión en forma de cuenco. Los cipreses crecían en abundancia a lo largo del cerro y descendían hasta la mitad de la pendiente, con enredaderas y serpientes colgando en espesa maraña de sus ramas.
—Es la ciudad, ya lo creo. —Maldred se frotó, pensativo, la barbilla—. Memoricé tantas cosas como pude del mapa mágico. Únicamente puede ser esta ciudad.
Dhamon aspiró con fuerza.
—Espero que tengas razón, amigo mío, pero tu mapa daba a entender que la sanadora estaba en las Praderas de Arena. Está claro que nos hallamos de regreso en la ciénaga de Sable.
Permanecieron inmóviles y en silencio varios minutos, observando cómo la lluvia caía con fuerza. El agua convertía las calles en ríos de barro y le daba a todo un aspecto más deprimente aún.
—Esta población se hallaba en las Praderas de Arena hasta hace apenas unos meses —indicó Ragh con un carraspeo.
Dhamon dedicó al sivak una mirada perpleja.
—El pantano de Sable ha estado creciendo. No es nada nuevo, ya lo sé, pero la mayoría no se dan cuenta de a qué velocidad está creciendo —continuó el draconiano—. Creo que la hembra de dragón no tardará en reclamar como suyas todas las Praderas.