—Nuevas adquisiciones —declaró Ragh—. Los agentes de Sable todavía no les han echado una mirada. Lo más selecto será llevado directamente a la hembra de dragón en Shrentak. Otras irán a una arena en las profundidades del pantano. Unas cuantas las dejarán aquí en exposición para divertir a la gente.
—¿Cómo…?
Dhamon dejó la pregunta sin acabar.
—Los tramperos los traen aquí. Es un modo lucrativo de ganarse la vida.
Dhamon contempló con asombro a algunos de los hombres mejor vestidos situados en la parte delantera de la multitud. Eran fornidos e iban armados con espadas y lanzas; sospechó que se trataba de los tramperos que habían capturado a las bestias. Uno de ellos utilizaba una lanza para dar golpecitos a un lagarto del color del barro y del tamaño de una vaca. El animal tenía una docena de patas que finalizaban en pezuñas hendidas y un cuerpo ancho, capaz de tragarse con facilidad un caimán. El hombre intentaba conseguir que el animal actuara para el público, y finalmente la bestia empezó a rugir y sisear, y lanzó un grumo de baba por entre las rejas que dio de pleno en el rostro de una joven boquiabierta. La muchacha, tras un alarido, salió huyendo.
Otra criatura parecía un enorme oso negro, pero su cabeza era la de un águila, con plumas blancas y de color arena que se abrían en abanico a partir de un imponente pico y se ondulaban sobre sus amplias espaldas. Tenía un triste aspecto; sentada en su jaula, devolvía las miradas de la gente. Junto a aquel ser había un búho inmenso, un animal magnífico que medía casi seis metros desde las zarpas a la punta de la cabeza. Se hallaba apretujado en su jaula, sin que pudiera permanecer totalmente erguido, y tenía un ala herida y las plumas recubiertas de sangre seca. Observaba al público con sus ojos inmóviles.
—Un búho de las sombras —declaró el sivak—. Hace muchos años volé con ellos en los bosques de Qualinesti. Son profundamente inteligentes. Los hombres que capturaron a este animal deben ser muy hábiles. Serán bien recompensados por los agentes de Sable.
Las otras jaulas contenían animales aún más fantásticos. Había un thanoi, un hombre-morsa del lejano sur. Se trataba de una bestia robusta de largos colmillos y una mezcla de piel gruesa y pelo, que le hacía sentir un calor insoportable en ese clima. Un joven situado cerca de la parte delantera apostaba con una muchacha que la criatura estaba tan incómoda que moriría antes de anochecer.
Había también un voluminoso ser peludo, cargado de espaldas, que tenía el aspecto de un cruce entre hombre y mono, y que olía a una mezcla de estiércol y troncos podridos. Cerca de él, había tres ranas del tamaño de un hombre, que se erguían sobre sus patas traseras y parloteaban en un extraño lenguaje gutural. Una apretó el puño y lo agitó al paso de un drac.
Dhamon se detuvo cerca de una jaula especialmente grande, y se abrió paso hasta la parte delantera. Las dos criaturas apretujadas en su interior tenían fácilmente el tamaño de pequeños dragones.
—Manticores —musitó Maldred.
—Sí. Me pregunto cómo consiguieron atraparlos los cazadores.
—Fue duro —respondió un hombre de amplio pecho situado a cierta distancia—. Nuestra empresa casi nos cuesta la vida.
Su rostro mostraba un considerable orgullo mientras señalaba a los manticores.
—Yo y mis compañeros atrapamos a sus cachorros mientras ellos probablemente estaban fuera cazando. Esta pareja no se defendió demasiado cuando regresamos y amenazamos con matar a las crías. Al final, prácticamente nos permitieron drogarlos con los restos de los polvos mágicos de Reng.
—¿Dónde están los cachorros? —inquirió Maldred.
El hombre encogió los enormes hombros.
—Los vendimos esta mañana por una buena cantidad de monedas. No vamos a poder vender a estos adultos por un buen precio hasta que curen un poco. No obstante, tenemos el tiempo de nuestra parte. Se dice que los agentes de Sable no están aquí en estos momentos. Vamos a ganar una fortuna con estas bellezas.
Los manticores habrían resultado imponentes de no ser por las enormes cadenas que rodeaban sus piernas y la multitud de heridas de sus costados. Sus cuerpos eran como los de inmensos leones, aunque su tamaño era más parecido al de un elefante macho, y de sus anchos lomos brotaban impresionantes alas correosas similares a las de los murciélagos. Sin embargo, la jaula los limitaba, y las alas estaban aplastadas contra los lados. Púas de treinta centímetros descendían formando una cresta desde sus omóplatos a la punta de sus largas colas; pero lo más sorprendente eran las cabezas, vagamente humanas en forma, pero con espesas melenas de pelo y barbas de aspecto salvaje. Sus ojos resultaban excesivamente pequeños para sus facciones y giraban a un lado y a otro, contemplando con fijeza a la muchedumbre.
El de menor tamaño emitió una especie de maullido. Dhamon lo miró a los ojos, y cuando el ser repitió el sonido, le pareció entender «por favor».
—Ya he visto suficiente —declaró.
Se apartó despacio del público y se encaminó por una calle lateral, llena de charcos fangosos. Maldred y el sivak iban tras él a unos pocos metros de distancia.
—Estuve saliendo con una kalanesti que habría palidecido ante esa visión —farfulló Dhamon—. Habría jurado liberar a cada una de esas criaturas y castigar a los hombres que las han reunido. Sin duda, habría incluido también a la hembra de Dragón Negro en el castigo.
—Por suerte, no está aquí con nosotros —indicó el sivak—. Moriría en el intento.
Dhamon no respondió.
Las indicaciones del enano para localizar la torre de la anciana no dieron ningún fruto. Encontraron una calle con tiendas de campaña y casas de madera construidas de cualquier modo, y tras otra hora de búsqueda, Dhamon rumió la posibilidad de dejarlo correr. Pero Maldred estaba decidido a buscar durante más tiempo.
La lluvia se había convertido en una llovizna al llegar el mediodía, y todo estaba tan empapado que cada esquina del embarrado sendero parecía la misma. Oscuros edificios desvencijados cobijaban tiendas de campaña a punto de desplomarse debido al agua, y la ruta estaba atestada de esclavos oprimidos y optimistas informadores.
—A lo mejor es ésta.
Maldred indicó con la cabeza una de las torres más intactas, a cuyo alrededor se apiñaban un trío de sivaks y una docena de dracs. Pero tras dos horas de espera, no se vio señal de ninguna otra actividad, y ni un alma entró en el lugar, de modo que siguieron adelante.
—Esto podría llevar días, como comprenderás —manifestó Ragh—; semanas, tal vez. Si es que esa sanadora realmente existe.
—No —declaró Dhamon—, no voy a pasar tanto tiempo aquí. Odio este lugar.
—A lo mejor, la sanadora también odiaba el lugar y se marchó —aventuró el sivak.
Entrada la tarde, la lluvia paró más o menos al mismo tiempo que descubrían un edificio que encajaba con la descripción que el enano les había dado del hogar de la demente hechicera. Se hallaba varias calles más allá de donde había indicado que estaría y se encontraba tapado por altos montones de cascotes apiñados a ambos lados. Estaban seguros de haber pasado cerca varias veces antes, aunque tal vez no habían advertido su presencia debido a la lluvia y la penumbra, y también a que no parecía una torre.
La estructura tenía, en el mejor de los casos, tres pisos de altura. Estaba ennegrecida como las otras construcciones que la rodeaban, pero en algunos puntos la decoración emitía destellos de plata y de bronce. Había una enorme y profunda entrada con dedos de piedra señalando hacia abajo desde la arcada, lo que le daba el aspecto de las fauces abiertas de una enorme criatura dentuda. Estaba oscuro al otro lado de la entrada en forma de arco, a excepción de un esporádico parpadeo de lo que podría ser la luz de una llama.
—Tal vez es ésta —sugirió el sivak—. El enano dijo que tenía forma de fauces de dragón.