Oyó cómo Ragh retrocedía, con las zarpas de drac tintineando suavemente sobre el suelo, y al cabo de un rato el sivak regresó con una de las velas y se la entregó.
La luz penetró las tinieblas sólo un poco, pero Dhamon pasó al interior. Su compañero permaneció en la entrada, alternando vigilantes miradas entre el pasillo y el interior de la habitación.
Hacía más frío allí que en el corredor, y el aire era más puro aún, pues transportaba el aroma de las flores silvestres primaverales. Había también otros olores: ropas viejas mohosas, residuos humanos y el inconfundible tufillo de un licor fuerte. Dhamon olfateó el aire. ¿También había animales? «Ratones o ratas», decidió.
—No seas tímido, joven. Entra. Entra. Mi hermana y yo no hemos tenido visitas desde hace bastante tiempo. Desde luego, no desde… ¿Fue ayer?
La voz sobresaltó a Dhamon. Era aterciopelada y potente, como sí quien hablaba fuera foráneo o estuviera un poco ebrio, o tal vez las dos cosas.
—¿Quién eres? —se aventuró a preguntar, y quiso añadir también: «¿Y qué eres y dónde estás?».
—No tu enemiga.
Dhamon envainó la espada al mismo tiempo que daba unos pasos al frente.
—No veo nada… —empezó a decir.
Escuchó el chasquido del pedernal, y al cabo de un instante, un quinqué brilló sobre un pequeño pedestal y ahuyentó las sombras.
—¿Mejor así?
Dhamon asintió.
La mujer era diminuta, una anciana arrugada y cargada de espaldas, con la cabeza lanzada al frente; parecía una tortuga debido a la capa apolillada que se abombaba a su espalda. La anciana estaba sentada en un taburete de madera, lo que aún hacía que pareciera más pequeña. Unos diminutos pies calzados con zapatillas colgaban a varios centímetros por encima del suelo, por lo que Dhamon imaginó que no mediría más de un metro veinte. La miríada de profundas arrugas que cubrían su rostro sugerían una edad muy avanzada, y sus ojos, de un azul hielo, daban a entender que aún podía ser más vieja.
La habitación parecía amplia a causa de su escaso mobiliario. Había una cama con varios orinales debajo, el pedestal con la lámpara a su lado, un banco que contenía una media docena de jarras del licor que Dhamon había olido y una gran jaula llena de ratones. Las paredes estaban cubiertas de mosaicos hechos de piedra negra y gris, excepto en un punto, donde colgaba un fino espejo biselado que reflejaba a la anciana.
Dhamon intentó apagar de un soplo su vela, pero la luz se negó a parpadear siquiera. La mujer lanzó una risita e hizo un gesto con los dedos para apagarla.
—¿Mi hermana y yo nos preguntamos qué te trae a nuestro castillo? Los criados no te anunciaron. Tal vez es tarde, y ya están en la cama. O a lo mejor son unos holgazanes y tendremos que sustituirlos. Otra vez. —Echó una ojeada al espejo y asintió—. ¿Qué es lo que dices, hermana? ¡Oh, lo siento! Me dice que he olvidado mis modales.
La anciana alargó una mano deformada en dirección a su visitante. Era una mano esquelética, con la piel tensada hasta el límite sobre los huesos, y tan pálida y fina que las azules venas resaltaban por debajo de ella. Las articulaciones eran sarmentosas, en especial en la muñeca, y Dhamon observó un curvo tatuaje negro que empezaba justo después de la muñeca y se extendía manga arriba, pero no consiguió ver lo suficiente para determinar qué era. A tan corta distancia de la mujer, pudo oler claramente el fuerte aliento a alcohol que ésta desprendía. La mano de la anciana estaba fría, y él sólo la sostuvo unos instantes.
—Mi hermana me indica que he vuelto a ser descortés. Y tiene razón. Siempre la tiene. Me llamo Maab. —Añadió otra risita y una sonrisa, y sus ojos centellearon.
En los ojos de la mujer no había blanco, y tampoco pupilas que Dhamon pudiera distinguir; eran simplemente de un uniforme color azul hielo. La anciana no intentó erguir la espalda.
—Soy lady Maab de Asta de Alce, señora de este castillo. ¿Y tú eres…?
—Dhamon Fierolobo —respondió él con una inclinación de cabeza—. Mi compañero se llama Ragh.
—Ragh. —La anciana asintió también y habló de nuevo a su reflejo en el espejo—. No, hermana, tampoco yo sabía que esos dracs tuvieran nombres.
Volvió a mirar a Dhamon.
—Asegúrate de que tu bestia permanece en el exterior. Nunca me han gustado esa clase de seres… Son malolientes y toscos. Si entra, me veré obligada a matarlo.
El sivak se mantuvo en la entrada, paseando la mirada entre Dhamon y la mujer, para a continuación echar una veloz ojeada al pasillo y asegurarse de que no venía nadie. Golpeó el suelo con el pie para indicarle a Dhamon que se sentía inquieto y no deseaba permanecer mucho tiempo allí.
Dhamon miró con fijeza a la anciana; deseaba hacerle una docena de preguntas. Maab. Aquél era el nombre que el tendero enano había dado a la hechicera. Miró más allá de ella hacia los mosaicos. A lo mejor algunas de sus respuestas se encontraban en las paredes.
—Mi hermana quisiera saber si tienes sed. Nuestros sirvientes nos trajeron algunas jarras de cerveza la semana pasada.
Maab señaló el banco, y Dhamon olisqueó cada uno de los recipientes.
—Cerveza —dijo— y ron amargo. ¿Es eso todo lo que te traen?
—Les pedimos agua y vino, pero parece que no consiguen encontrarlos. Fabricamos nuestra propia agua de vez en cuando; hacemos que llueva sobre la ciudad, de modo que las goteras del techo traigan un poco aquí. Pero eso también hace que el suelo se vuelva resbaladizo, y tengo miedo de caer. ¿Hambriento? —Señaló la jaula llena de ratones—. Mi hermana y yo tenemos muchos para compartir.
—¿Tus sirvientes te traen ratones para comer y licor para beber? —inquirió Dhamon, apretando los dientes.
Ella asintió, lanzando un suave suspiro.
—No estamos demasiado satisfechas con nuestros criados. Matamos alguno de vez en cuando, pero los que los reemplazan son igual de malos, si no peores.
—¿Tus sirvientes son humanos?
—¡Ajá!
Dhamon tomó aquello por un sí.
—Estuvieron un tiempo sin venir a servirnos este verano —añadió—. Pensamos que estaban enojados con mi hermana y conmigo, e intentaban matarnos de hambre para heredar este castillo y nuestra fortuna. Creemos que intentaban matarnos.
—¿Mataros? —La sarcástica pulla provino del sivak—. ¿Por qué querrían heredar este lugar?
Maab le dedicó una mueca.
—¡Oh, pero no dejamos que nos mataran de hambre! Lanzamos un conjuro, uno horrible, que convirtió el aire más allá de esta habitación en algo totalmente fétido y desagradable. Nos dieron de comer poco tiempo después de eso. —Hizo una pausa y luego añadió—: Nos alimentaron los que quedaron con vida.
Dhamon tragó saliva con fuerza.
—¿Eres una hechicera? —inquirió con un titubeo.
—Mi hermana y yo somos muy poderosas —replicó ella tras lanzar una risita enloquecida.
—Perteneces a los Túnicas Negras.
—Desde luego. —Sonrió con malicia, mostrando una hilera de rotos dientes amarillentos, aunque faltaban algunos en la parte inferior—. Somos, quizá, las hechiceras Túnicas Negras más poderosas que quedan en este mundo desesperado. Las hechiceras más poderosas de cualquier color.
Dhamon miró al espejo; luego, a la mujer.
—Tu hermana…
—Se llama Maab, también. No habla.
—Probablemente está tan loca como tú —farfulló Dhamon para sí.
—¿Mi hermana? ¡Ja! No, no está loca. No ha estado enfadada ni un solo día en toda su vida.
—¿Eres… una sanadora?
—Lo había sido.
Con cierto esfuerzo, abandonó el taburete y pasó junto a Dhamon, teniendo buen cuidado de mantenerse a la vista del reflejo del espejo. Alargó la mano hacia una de las jarras, la descorchó y tomó un sorbo. Se la ofreció, pero él la rechazó. Aunque estaba seguro de que una bebida fuerte le sentaría bien en esos momentos, no se fiaba de lo que había en el recipiente.