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—Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que estuvimos aquí, querida hermana —cloqueó la anciana—. Echo tanto de menos este lugar y todas nuestras cosas maravillosas. Después de todo, tal vez fue una buena cosa que vinieras, Dhamon. Ahora, respecto a ese remedio…

Avanzó arrastrando los pies hacia el estante más cercano, tan absorta en hojear los libros que no se dio cuenta de que el otro no la seguía de cerca con el espejo. Sacó un libro tras otro de los estantes a los que su altura le permitía llegar y regresó a una mesa de superficie de pizarra, donde los depositó con devoción. Había algunos libros que no alcanzaba, y para obtenerlos, chasqueó los huesudos libros e indicó al sivak que los cogiera para ella.

—El rojo —le indicó—. No ese rojo. El que tiene un lomo del color de la sangre fresca. Sí, ése es. El color de un Dragón Rojo. Los tres de color negro de la parte superior. Libros muy preciados. Ten cuidado con tus zarpas y no arañes las encuadernaciones.

Poniendo los ojos en blanco con exasperación, Ragh hizo lo que le pedía. Unos cuantos libros habían sido encuadernados con lo que parecía ser piel de dragón, y uno estaba cubierto con carne humana disecada y carbonizada.

—Ponlos sobre la mesa. Ahora, sé una criatura buena y ocúpate de que mi hermana venga hasta aquí.

El draconiano lanzó un gruñido y fue hacia Dhamon.

—Ragh…

La voz del hombre se ahogó en su garganta.

—Puedes recuperar tu espada —le indicó el sivak—, después de que coloques ese condenado espejo allí, junto a la estantería, de modo que ella pueda verse.

El draconiano dedicó a Dhamon tan sólo una mirada superficial, pues se hallaba demasiado absorto en lo que contenía la habitación: un pedestal que sostenía una porción de un huevo de Dragón Plateado, y una percha en el otro extremo de la estancia cubierta con parte del pellejo de un Dragón Rojo. Pasó junto a Dhamon en dirección a una vitrina de curiosidades que exhibía zarpas y también globos oculares.

—Ragh.

Se escuchó un estrépito, y el sivak y Maab giraron en redondo. Dhamon se había caído sobre el espejo y lo había hecho añicos. Se retorcía, con el rostro y las manos llenos de cortes debido a los cristales, y su piel aparecía rosada y febril.

—¡No! —gimió la mujer—. ¡Mi hermana! ¡Ha ahuyentado a mi querida hermana!

La anciana cayó de rodillas y se puso a aullar, y el sonido se tornó tan potente y agudo que los matraces de cristal empezaron a estremecerse en los soportes. El sivak soltó la espada de Dhamon y se llevó las manos a los oídos, mirando a su espalda en busca de la puerta por la que habían entrado. Todo lo que vio fueron estantes y estantes de libros y artefactos.

La esfera de luz adquirió más brillo y cambió su tono de amarillo a naranja, y luego a un rojo que lo pintó todo con un resplandor abismal. La forma del drac se disipó del cuerpo del draconiano, pues éste ya no podía concentrarse en mantenerla.

El aire se tornó caliente y seco, y resultaba muy difícil respirar.

—¡Mi hermana! —chirrió Maab—. ¡Estoy totalmente sola sin mi hermana! ¡La has ahuyentado! ¡Ahora morirás!

El agudo oído de Ragh captó otros ruidos, como un pataleo de pies en lo alto. Sin duda, lo que fuera que había en la calle sobre sus cabezas o en otros edificios había oído el gemido de la mujer y se alejaba del siniestro sonido. Oyó cómo un matraz se hacía añicos a su espalda, y luego otro, y otro más, y se escuchó el sordo golpeteo de los azulejos de los mosaicos del techo al chocar contra el estremecido suelo.

Dhamon lanzó un quejido.

—El escudo —consiguió decir—. Muéstrale el escudo, Ragh.

El otro tardó un minuto en comprender de qué hablaba su compañero y unos pocos minutos más para alargar la mano bajo la mesa y agarrar el escudo sin marcas.

La capa de Maab se onduló a su espalda, mecida por un abrasador aire caliente que había surgido de la nada. Cabellos blancos finos como hilos de araña se erizaron en un rostro arrugado de expresión enfurecida, y sus ojos, entonces rojos, brillaron, desorbitados; había desaparecido por completo la película azul que los cubría, y el gemido se había transformado hasta convertirse en una indescifrable retahíla de palabras. Los huesudos dedos se retorcían violentamente en el aire, iluminados y distorsionados por la esfera de color rojo sangre que seguía creciendo pegada al techo.

Ragh se abrió paso hasta ella, forcejeando a través del aire, que se había vuelto palpable, tan espeso que sentía como si éste lo estuviera sofocado y cociendo.

—¡Tu hermana! —gritó el sivak, y su ronca voz fue captada de algún modo por la anciana—. ¡He encontrado a tu hermana! ¡Mira, mira aquí!

Al instante, el aire se aclaró, y la esfera roja se tornó amarilla, luego blanca de nuevo y empezó a encogerse. La mujer seguía temblando, y sus dedos se dedicaron a alisar sus ralos cabellos al mismo tiempo que los ojos azul hielo se clavaban en la superficie pulida como un espejo del escudo que Ragh sostenía frente a él.

—Mi hermana —declaró, suspirando aliviada.

Se incorporó despacio y tocó los bordes del escudo, moviendo el rostro de un lado a otro, de modo que pudiera ver su reflejo con más claridad. Apretó el oído contra la superficie.

—¿Qué dices, Maab? ¡Oh!, estuviste aquí todo el tiempo, simplemente te perdí de vista. Sí, fue un error dejarse llevar por el pánico. Fíjate qué desorden he creado. Todos estos cristales que limpiar. ¿Qué? Desde luego nos ocuparemos de la curación de ese joven primero. Ven conmigo.

La anciana avanzó pesadamente hacia Dhamon, que yacía tan inmóvil que parecía muerto.

—No veo que respire —farfulló—. Este viaje aquí abajo tal vez fue por nada.

—Dhamon respira —le dijo el sivak—. Apenas.

La mujer agitó los dedos en dirección a Ragh y señaló la mesa con la superficie de pizarra.

—Ponlo ahí encima. Ten cuidado de no herirte con todos esos cristales.

La criatura deslizó el escudo a su brazo derecho y se echó a Dhamon sobre el otro hombro.

La hechicera mantuvo la vista puesta en su reflejo unos instantes más. Luego, se escabulló a toda prisa para coger unos cuantos libros más y buscar entre los tubos de hueso hasta encontrar uno especialmente grueso que estaba ennegrecido en un extremo.

—El regalo que Raistlin nos hizo a mí y a mi querida hermana —musitó.

Regresó apresuradamente a la mesa, que era tan larga que pudieron tumbar a Dhamon sobre ella, con los libros dispuestos en un semicírculo alrededor de su cabeza. El volumen más delgado, uno encuadernado en piel de Dragón Verde, estaba infestado de agujeros de polilla.

—Los insectos se han comido demasiadas palabras útiles —anunció, desechando el libro para alargar la mano hacia otro—. ¡Ah!, éste debería servir.

El sivak miró por encima de su hombro. A pesar de todos los años que llevaba en Krynn, Ragh no había aprendido a leer jamás, pero sentía curiosidad por lo que hacía la mujer. Ella lo apartó de un codazo, asegurándose de que podían seguir contemplando su reflejo.

—Tienes que ayudar a Dhamon —imploró Ragh.

—Compasión por un humano. Eso resulta extraño en tu raza.

—No me importa un comino —replicó él—. Simplemente, quiero que se cure. Estoy seguro de que me ayudará a matar a la naga, a Nura Bint-Drax. Me contarás cosas sobre ella cuando hayas terminado, ¿verdad?

—¿Y si por algún motivo no puedo ayudar a tu amigo? —se preguntó Maab en voz alta.