—Deberías haber obligado a la hechicera a que esperara hasta que yo despertara —dijo al draconiano.
—No quiso escucharme —replicó éste, malhumorado.
Dhamon profirió un profundo suspiro y marchó por el corredor. Dejaron atrás una antorcha tras otra, cada una sostenida por una escultura distinta en la pared: una era un elefante, y la antorcha hacía de trompa; otra, un babuino. Había varias criaturas que no pudieron identificar. Anduvieron durante varios cientos de metros sin decir una palabra, y Dhamon se preguntó por un instante si cada candelabro de pared no estaría conectado a una puerta secreta que conducía a estancias repletas de tesoros de Maab o de secuaces de Sable. En otro momento, tal vez habría querido explorar, especialmente si Mal hubiera estado con él; pero entonces todo lo que deseaba era encontrar una salida.
—Tendría que haber hecho que Mal viniera aquí con nosotros —dijo al sivak.
Viajaron, según se figuró Dhamon, durante casi un kilómetro, pero no llegaron a ningún otro pasillo. Ni tampoco encontraron una escalera que los condujera de vuelta a la torre de la anciana. La cólera de Dhamon ante la situación iba en aumento, pero hizo todo lo posible por controlarla; no era culpa del sivak que se hubieran perdido, o que la enloquecida anciana hubiera desaparecido.
—Aquí —declaró el draconiano minutos más tarde.
La criatura se había detenido frente a un candelabro que parecía la cabeza de un caimán de hocico chato.
—Noto aire que sale de una rendija aquí.
Dhamon contempló con fijeza la escultura, y luego la pared a ambos lados de ella. Distinguió grietas alrededor de dos de los ladrillos, defectos que no habría detectado antes de que sus sentidos se tornaran tan anormalmente agudos. Concentrándose, sintió el contacto del aire sobre su piel. El olor seguía siendo opresivo, pero distinto, y percibió un tenue olor a sangre y a detritus humanos. No habían olido nada parecido cuando descendieron.
—No podemos seguir estando bajo la torre —musitó Dhamon casi para sí.
—No —respondió el sivak—. Hemos andado demasiado. ¿En qué dirección? —Se preguntó, y encogió los amplios hombros.
—Hacia el oeste, creo —indicó su compañero, que dio un paso al frente, presionó los ladrillos y observó cómo una sección de la pared se apartaba para mostrar un corredor parcialmente ocupado por aguas estancadas—. Salgamos de aquí.
No había antorchas en ese pasadizo, aunque Dhamon sospechó que habían existido en el pasado. Unos candelabros muy trabajados ocupaban la pared; todos mostraban los rostros de enanos de distintas nacionalidades. Extrajo la antorcha del hocico del caimán y pasó la mano cerca de la llama, lleno de curiosidad. Como había sospechado, ésta no desprendía calor. Dejó atrás al draconiano y avanzó con cuidado el pie. Había escalones bajo el agua. Los siguió hasta encontrar el suelo del corredor, con la fría y maloliente agua llegándole hasta la cintura.
Avanzaron en silencio, viajando durante unos cientos de metros antes de que el túnel se bifurcara a derecha e izquierda. Dhamon miró por encima del hombro. Había una palabra garabateada en negro sobre los ladrillos de la derecha. «Sufrimientos», decía. Y la S doblaba el recodo dibujando una flecha.
—A la derecha, pues —indicó Dhamon sin vacilación.
Olía el dulce aroma empalagoso de la muerte en aquella dirección, y no le llegaba otra cosa que fuerte humedad desde la otra. El hombre siguió esa ruta sólo un corto trecho, antes de ascender por más peldaños sumergidos, que lo condujeron a otro corredor sinuoso, éste relativamente seco. Por desgracia, el pasillo se convirtió en un callejón sin salida al cabo de un centenar de metros más.
—Maravilloso —gruñó—. Somos un par de ratas en un laberinto.
Hizo un movimiento para retroceder sobre sus pasos; luego, cambió de idea. El olor a muerte flotaba con mucha intensidad allí. Entregó la antorcha a Ragh. Había más grietas diminutas alrededor de dos ladrillos, y escuchó apagadas voces sibilantes al otro lado del muro. Parecían una pareja de dracs en medio de una acalorada discusión. Desenvainó la espada y presionó los ladrillos. La pared giró sobre sí misma, y el hombre pasó al otro lado y se encontró cara a hocico con un sorprendido drac. Sin una vacilación, Dhamon lanzó su arma al frente y recibió una rociada de ácido, que le quemó las ropas y la piel. El otro interlocutor, un drac ligeramente más pequeño, retrocedió por el pasillo.
—¡Oh, no! —le advirtió Dhamon—, no vas a ir en busca de ayuda ni a dar la alarma.
Salió disparado tras él. Los pies golpeaban sobre la húmeda piedra. Lanzó al frente la espada y ensartó a la criatura por la espalda en el punto donde las alas se unían. El ser lanzó un chillido, se dio la vuelta y atacó, pero el otro fue más rápido; se agachó bajo las zarpas extendidas y elevó la espada para hundirla profundamente en el abdomen del oponente. El drac se estremeció y se disolvió en un estallido de ácido justo mientras su atacante retrocedía de un salto.
El sivak se introdujo con precaución en el pasillo siguiente detrás de Dhamon, sosteniendo en alto la antorcha. Allí había otras antorchas, empapadas en grasa y medio apagadas, sujetas a abrazaderas de hierro y dispuestas a intervalos regulares a lo largo de las paredes. Estas antorchas despedían olor y calor, y además iluminaban un lugar espantoso. Habían entrado en un corredor bordeado de celdas atestadas tanto de prisioneros demacrados como de cadáveres en descomposición.
—Por las cabezas de la Reina de la Oscuridad, ¿dónde estamos? —musitó Dhamon.
El sivak avanzó con cautela.
—Se encuentran calabozos por todo el pantano de Sable. Algunos son de ella. Otros pertenecen a humanos que creen poseer un cierto poder aquí. Si bien son horrendas, estas celdas nos traen buenas noticias, pues, sin duda, encontraremos escaleras y un camino hacia la superficie.
Dhamon envainó su espada y comprobó los barrotes de la celda más próxima. Descubrió que eran resistentes incluso para su considerable fuerza.
—No pensarás en liberar a estas gentes. Míralos.
Dhamon los contempló con más atención. Ninguno de aquéllos que ocupaban varias de las primeras celdas viviría más allá de unos pocos días más, pues o bien los habían dejado morir de hambre, o los habían golpeado hasta tal punto que moverlos no haría más que acelerar su fallecimiento. No obstante aquello, volvió a poner a prueba los barrotes.
—No eres ningún héroe —le dijo el draconiano—. ¿Por qué te molestas?
«Lo había sido —pensó Dhamon—. Fui el campeón de Goldmoon, y en el pasado me preocupaban otras cosas, aparte de mí mismo».
—¿Qué pueden haber hecho para merecer esto? —contestó el hombre en voz alta.
El sivak no le ofreció una respuesta.
Dhamon vaciló durante un instante, antes de decidir si debía retirarse por el pasadizo secreto y tomar la otra bifurcación, aquélla en la que no olía nada. Un vestigio de una voz conocida lo detuvo, y corrió más hacia el fondo del pasillo mientras desenvainaba de nuevo la espada.
—¿Dhamon? ¿Dhamon Fierolobo?
—Sí —dijo él, colocándose frente a otra celda para atisbar por entre los barrotes—. ¿Cómo es que mi vida parece tan entrelazada con las vuestras?
Al otro lado, había una docena de prisioneros y un número igual de cadáveres, y entre los vivos estaban Rig y Fiona.
—Sí, Rig. Soy yo.
Los dos parecían derrotados, y no tan sólo físicamente. No había brillo alguno en sus ojos, y la piel de Fiona se veía blanca como el pergamino. Rig había perdido gran cantidad de peso, y las ropas le colgaban, holgadas.
—¡Llevas a un sivak…!
—Ya habrá tiempo para respuestas más adelante —repuso Dhamon mientras entregaba la espada a su compañero.