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Las enfermeras conectaron un pequeño balón de oxígeno a la intubación nasal de Harry y lo arroparon con una sábana. Dickinson salió entonces de la estancia detrás de una de las enfermeras, que ayudaba a empujar la camilla.

– Tómese un descanso -le dijo el inspector al agente de uniforme-. Bajo con él. Dentro de media hora llamo y le cuento cómo va.

Flanqueado por una enfermera y por Dickinson, condujeron a Harry en la camilla hasta el ascensor. El monitor que le habían colocado entre los pies reflejaba los latidos de su corazón. Tener que afrontar una operación (él, que siempre había estado del… otro lado) le resultaba extraño e irreal y, sin embargo, lo hacía sentirse tan mortal como cualquiera. No obstante, a decir verdad, se sentía así desde la noche que regresó a la planta 9 del edificio Alexander con el batido para Evie.

Un enfermero del laboratorio de cateterización ayudó a introducir la camilla en el ascensor, que tenía también puerta por el otro lado. Luego entraron Dickinson y la enfermera. Harry oyó que se cerraba la puerta y que introducían una llave en el panel de control para poder bajar hasta el laboratorio sin detenerse.

– Eh, ¿qué hace usted? -exclamó la enfermera-. El laboratorio de cateterización está en la octava y no en el subsótano.

Apenas hubo acabado de decirlo, la enfermera se quedó lívida. Dickinson miró atónito al enfermero y trató de sacar el revólver. Harry oyó el ruido sordo de un disparo hecho con silenciador, y vio que la enfermera giraba sobre sí misma y se desplomaba. Dickinson había llegado a sacar el revólver, pero lo bajó en un claro gesto de rendición.

El revólver con silenciador volvió a disparar y, al instante, se vio un agujero en la pechera izquierda de la camisa del inspector, que se miró horrorizado la herida. Un rodal escarlata se formó de inmediato alrededor del agujero.

Dickinson miró a Harry tan atónito como abatido. Luego puso los ojos en blanco y, sin llegar a decir una palabra, cayó redondo al suelo.

Harry estaba demasiado estupefacto y horrorizado como para hablar. El monitor indicaba que tenía 170 pulsaciones por minuto. De un momento a otro le estallaría el corazón.

– Ya le advertí que debía matarme cuando tuvo la oportunidad -dijo Antón Perchek en tono glacial-. Ahora, deberá prepararse para su gran escapada.

El ascensor se detuvo en el subsótano, pero Perchek mantuvo las puertas cerradas.

– No lo conseguirá -dijo Harry.

– Hasta ahora lo he conseguido, ¿no? -replicó Perchek en tono arrogante-. No he tenido más que pasar a recoger unas cosillas a mi apartamento de Manhattan. He llegado aquí para hacer los preparativos sólo horas después de que llegase usted. No han podido elegir mejor hospital para mis propósitos ya que dispongo de varias placas de identificación excelentes. Además, como he hecho muchos trabajos aquí para la Tabla Redonda, conozco muy bien el edificio.

– Está usted loco.

– Bueno, doctor, ahora habremos de salir. Tengo un cesto de la lavandería justo al lado de la puerta, pero como es sábado, en la lavandería no hay casi nadie. Le inyectaré un poco de Pentotal y podremos salir tranquilamente.

– ¿Y por qué no me mata? -preguntó Harry.

Perchek se situó a los pies de la camilla para que Harry pudiera ver su expresión de desprecio… y de júbilo.

– Oh, Harry, es que la idea no es matarlo; la idea es hacer que me suplique que lo mate -contestó.

Harry miró en derredor, en busca de algo, de cualquier cosa que pudiera utilizar como arma. No iba a dejar que lo secuestrase y torturase. Aquello iba a terminar allí para los dos, como fuera. Miró el botón de apertura de la puerta, que quedaba justo al lado de su pie derecho.

La puerta de la lavandería estaba cerca del ascensor, igual que la del cuarto de las herramientas y el del transformador. Si lograba salir del ascensor podía tener alguna oportunidad. Como mínimo, Perchek habría de optar entre perseguirlo o huir.

Como no le apretaba mucho el vendaje, tenía bastante movilidad en el brazo. Cubierta por la sábana, deslizó la mano por su cuerpo. Aunque le dolía mucho el hombro al moverlo, eso era lo de menos en aquellos momentos. Asió entre los dedos lo único que se le ocurrió que podía utilizar como arma: la aguja del gotero. La extrajo de la vena y la ocultó en la mano izquierda.

Perchek abrió la puerta del ascensor por la que habían entrado.

– Ahí está el cesto de la ropa, justo donde lo he dejado -dijo Perchek, que empujó la camilla hacia fuera-. Ahora, sólo un poco de Pentotal y…

Justo en aquel momento, se oyó gemir a la enfermera caída en el suelo. Perchek se dio la vuelta.

«¡Ahora!», se gritó Harry.

Asió firmemente la aguja y se la clavó en la sien a Perchek, que gritó de dolor y retrocedió tocándose el lugar donde había recibido la agresión.

Harry bajó de la camilla y lanzó el puño izquierdo con toda su fuerza a la mejilla de Perchek y lo derribó, junto al cesto de la ropa. Luego pulsó el botón de apertura de la puerta del ascensor. Oyó que Perchek gateaba y que la otra puerta del ascensor se abría.

Harry echó a correr, cruzó varias puertas y se adentró por el laberinto del subsótano del hospital.

De pronto se encontró en el cuarto de las calderas. La temperatura, allí, superaba los 35 °C y el ruido de la maquinaria era ensordecedor.

Harry se quitó el vendaje y se alejó del ascensor, temeroso de que Perchek le disparase por la espalda de un momento a otro. Se introdujo por una pasarela de hierro sujetándose a la barandilla. Abajo, a unos cinco metros, estaba la enorme turbina, sobre una plataforma de cemento. La vibración martilleaba el pecho de Harry. Era como si lo golpease el puño de un peso pesado.

A su izquierda, estaban las calderas: orondos gigantes que irradiaban calor y energía hacia un techo de casi veinte metros de alto.

A unos treinta metros de las calderas estaba la cabina de control, de paredes de cristal. En el interior, de espaldas a Harry, un técnico muy corpulento, con mono de color marrón y casco amarillo, miraba atentamente los monitores del circuito cerrado de TV.

– ¡Socorro! -gritó Harry-. ¡Socorro!

El estruendo de las máquinas ahogó sus gritos. Harry avanzó a trompicones, sudoroso y con un intenso escozor en los ojos. La vibración de la turbina lo mareaba. Miró hacia atrás justo en el momento en que una bala se estrelló en un pilar de hierro, a escasos centímetros de su cabeza.

Perchek lo apuntaba desde el fondo de un pasillo. Harry echó cuerpo a tierra y gritó de dolor al golpearse en el hombro. A unos quince metros estaban las escaleras que conducían a la sala de control. Harry se dijo que tenía que estar forzosamente insonorizada.

«Quince metros», pensó al notar un intenso dolor en el pecho. Desde allí veía una bolsa de McDonald's junto a uno de los monitores de TV. No obstante, salvo que el técnico se diese la vuelta, habría dado igual que la cabina de control estuviese en la Luna. Era imposible llegar hasta allí antes de que Perchek se le echase encima.