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– Ya es hora -masculló Orsino con el infatuado orgullo del parásito que vive a la sombra de una leyenda-. Ya es hora de que lo vea el Doctor.

Un cuarentón de aspecto corriente y mediana estatura apareció en el sótano. Lo más destacable de su fisonomía era que no había nada que lo fuese. No era bien parecido ni tampoco feo. Ninguna de sus facciones era desproporcionada. No tenía entradas ni llevaba gafas. Tenía el pelo castaño y lo llevaba corto. No tenía tics ni cicatrices.

Empujaba una carretilla de acero inoxidable en la que llevaba un raído maletín de piel. Le dio la espalda a Ray para abrirlo.

Ray crispó de tal modo las manos, asidas a los brazos del sillón, que los nudillos le quedaron blancos.

– Me llamo Perchek; doctor Antón Perchek -dijo el hombre.

A Santana se le hizo un nudo en el estómago. La saliva le sabía a bilis. Aquel nombre era una sentencia de muerte. El Doctor. En la Agencia (en Washington) todos sabían quién era Perchek, aunque, que Ray supiese, nadie lo había visto nunca más que en fotografía.

– A juzgar por su expresión, le suena mi nombre -dijo Perchek sonriéndole enigmáticamente-. Eso está bien. Eso está muy bien.

Ray tenía la boca reseca.

El doctor Antón Perchek era un médico nacido y formado en la extinta Unión Soviética. Hacía tiempo que había abandonado su país de origen. Ahora era un apátrida.

A lo largo de los años, el Doctor se había labrado la reputación de ser el mejor en lo suyo: mantener a cualquier torturado con vida, despierto y sensible. Rara vez estaba sin trabajo (Sri Lanka, Bosnia, Paraguay, Irak, Sudáfrica, Haití). Dondequiera que hubiese conflictos o represión política había demanda para sus servicios. Incluso se rumoreaba, aunque sin pruebas, que había hecho ocasionales trabajos para la CÍA. Y un gran jurado federal había procesado a Perchek, en rebeldía, por complicidad en la muerte de varios agentes secretos norteamericanos. Ray había conocido muy bien a dos de ellos.

– Bien, señor Santana -dijo el Doctor en un español sin acento pero inexpresivo-. ¿O prefiere que lo llame Ray?

El Doctor aguardó a que Santana contestase, pero, al darse la vuelta, reparó en el esparadrapo que lo amordazaba.

– Perdone, señor Santana, no me había fijado -dijo Perchek riendo por su pequeño despiste-. Por favor, Orsino.

El lugarteniente sonrió con su media boca, se acercó a Ray y le arrancó sin contemplaciones el esparadrapo de la boca y el del mentón.

– Bien: ¿Santana o Ray? ¿Qué prefiere? -insistió Perchek.

Ray relajó los músculos de la mandíbula y miró al Doctor.

– Me da igual.

– Más fácil entonces.

A juzgar por su acento, nadie hubiese dicho que Perchek se había criado en la ya desaparecida Unión Soviética. Hablaba doce idiomas. Su inexpresivo rostro esbozó una sonrisa dirigida a Ray, que reparó entonces en que en la cara de aquel hombre había algo que no tenía nada de inexpresivo: sus ojos. Tenía la mirada más dura y los iris más pálidos (casi traslúcidos, gélidos, de un azul acerado) que había visto nunca en un ser humano.

– No sé a qué viene todo esto -dijo Ray trabajosamente.

– No se preocupe, que lo ayudaremos a averiguarlo -repuso Perchek con un talante impasible sólo alterado por los destellos de sus acerados ojos.

Perchek le pasó a Orsino un trozo de bramante y señaló a la lámpara que pendía del pecho. Cuando Orsino hubo atado el bramante, Perchek siguió unos instantes el balanceo del cordel. Luego, sacó de su maletín una botella de plástico que contenía una solución intravenosa, le conectó un tubo de goteo y la colgó del bramante.

– Es una solución salina normal, al cero coma nueve por ciento -le informó Perchek mientras se ponía unos guantes de goma

El Doctor le ató un torniquete de látex por encima del codo izquierdo y aguardó unos segundos a que las venas se dilatasen; después le inyectó un catéter intravenoso con la facilidad de quien ha realizado la misma operación centenares de veces, y le fijó al otro brazo el manguito para tomarle la presión arterial.

– Escúcheme -dijo Ray con tanto aplomo y ponderación como pudo-. Tiene que escucharme, Orsino. Me estaba trabajando a ese agente del FBI, a Garvey. Me iba a vender información acerca de la nueva estrategia de la DEA contra Alacante.

– Mentira -le espetó Orsino.

– Es la verdad.

– Ya veremos lo que es verdad y lo que no -dijo Perchek, a la vez que introducía en una jeringuilla grande una solución ligeramente turbia.

Luego insertó la larga aguja a través de la goma del tubo y fijó la jeringuilla al antebrazo de Ray con esparadrapo.

– Lo veremos muy pronto -insistió Perchek-. ¿Orsino?

Orsino se arrodilló y se colocó de tal manera que la cara le quedó a unos treinta centímetros de la de Ray Santana. El aliento de Orsino, que apestaba a tabaco y a ajo, echaba para atrás. Ray sintió repugnancia al ver la amarillenta y carcomida dentadura del ayudante del Doctor.

– Nombres -lo apremió Orsino con una burbujita de saliva en el lado bueno de la boca-. El de los agentes mexicanos. El de todos ellos.

Ray dirigió la mirada hacia Perchek, que estaba de pie. Se preguntó qué debía de tenerle reservado en el desvencijado maletín. El suero de la verdad, quizá. Era bien sabido que Perchek solía dejar el trabajo sucio a sus subalternos. Él se limitaba a utilizar sus drogas para mantener a las víctimas vivas y conscientes. Sin embargo, se le hacía cuesta arriba creer que el obtuso Orsino tuviese la paciencia y la habilidad necesarias para graduar convenientemente el dolor.

– No conozco ninguno, Orsino -dijo Ray-. Tiene que creerme.

Durante su año de formación en la Agencia, él y sus compañeros compartían algunas clases con sus homólogos de la CÍA. Una de las materias se centraba en cómo afrontar un interrogatorio hostil. Los alumnos la llamaban «Tortura 101». El instructor, un ex piloto de combate llamado Joe Dash, había pasado cuatro años en un campo de concentración del Vietcong. Le arrancaron los ojos.

«Hay tres cosas que deben ustedes tener en cuenta cuando los sometan a un interrogatorio hostil -subrayaba Dash, que siempre creía que eran tres los puntos esenciales sobre cualquier materia. Tres… ni uno más ni uno menos-. Primera, que cualquier cosa que les prometan a cambio de sus respuestas es mentira. Segunda, que si no les dicen lo que quieren oír es probable que opten por no matarlos y seguir con el interrogatorio otro día. Y tercera, y más importante, que mientras sigan con vida cabe la posibilidad de que los liberen.»

– Queremos esos nombres -insistió Orsino.

– Le juro que no conozco ninguno. Tiene que creerme.

«Al ser sometidos a un interrogatorio hostil pasarán por tres fases. Conviene prolongar cada fase todo lo humanamente posible. Primero nieguen saber nada. Y persistan en negarlo. Luego, reconozcan que saben algo, pero den información falsa y, a ser posible, que les cueste comprobarla. Cuanto más tarden en comprobar que mienten, más aumentarán sus posibilidades de que los liberen. Créanlo, porque a mí me liberaron. La tercera fase consiste en decirles lo que quieren oír. Que lleguen a esta fase o no depende bastante de su entereza y de la habilidad de quienes los interroguen.»