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Steve Josephson, que iba en dirección contraria haciendo jogging, se le acercó.

– ¿Le ocurre algo? -le preguntó.

Sin dejar de mirar a la peraltada superficie de corcho de la pista, Harry respiró profundamente. El dolor había desaparecido como por ensalmo. Aguardó unos segundos para cerciorarse. Nada. Se disipó la duda. No se trataba del corazón en absoluto, se repitió.

– Sí, estoy bien, Steve -contestó-. Siga, siga. Y no se preocupe.

– ¿Sabe qué le digo? Que fue usted el entusiasta del atletismo que me indujo a esta bobada del jogging -bromeó Josephson-. Así que aprovecharé la menor excusa para detenerme.

Steve Josephson sudaba más que Harry, aunque probablemente no había recorrido más que la mitad de distancia. Al igual que Harry, Steve Josephson ejercía la medicina general (especialistas en medicina de cabecera, los llamaba la burocracia). Cada uno cubría uno de los turnos de día. Para el de noche, y para los fines de semana, se turnaban con otros cuatro colegas.

Eran poco más de las seis y media de la mañana (más temprano de lo normal para su diario ejercicio, pero es que aquél iba a ser un día muy ajetreado e importante).

A las ocho, después de la ronda de visitas matutina y de una reunión sobre urgencias en el departamento de medicina general, todo el personal del Centro Médico de Manhattan acudiría al auditorio.

Tras varios meses de entrevistas y estudios, la comisión encargada de determinar si había que reducir o no los privilegios de los facultativos de medicina general del hospital estaba lista para presentar su informe. A juzgar por los rumores que habían llegado a oídos de Harry, las conclusiones de la comisión Sidonis serían duras (casi una castración profesional).

Con una sustancial parte de sus ingresos y de su prestigio en la cuerda floja, el inminente informe bastaba para que a Harry se le declarase una úlcera o tuviese espasmos musculares. El extraño dolor no tenía por qué deberse a nada grave. Además, había algo que lo preocupaba más que el informe de la comisión.

– Llevamos casi un año corriendo juntos tres o cuatro veces por semana -dijo Josephson- y nunca lo he visto detenerse antes de terminar sus ocho kilómetros.

– Bueno, Stephen, eso sólo significa que siempre hay una primera vez para todo -dijo Harry, que al ver la expresión del rostro de su colega, suavizó el tono-. Créame, amigo mío, si fuese algo importante se lo diría, no le quepa duda. Lo que ocurre es que hoy no me apetece correr más, ya que tengo demasiadas cosas en qué pensar.

– Entiendo. ¿Ingresan a Evie mañana?

– Pasado. Su neurocirujano es Ben Dunleavy. Habla de eliminar su aneurisma cerebral como si de la extirpación de una verruga se tratase. De todas maneras, supongo que así, poco más o menos, es cómo lo hará.

Salieron de la pista al acercarse los otros corredores del gimnasio.

– ¿Y cómo está ella de ánimo? -preguntó Josephson.

– En líneas generales está bastante tranquila -contestó Harry encogiéndose de hombros-, aunque… muy encerrada en sí misma, por lo que a sus sentimientos se refiere.

Encerrada en sí misma. El eufemismo de la semana, musitó Harry contrariado. No recordaba cuál fue la última vez que Evie se sinceró con él acerca de algo importante.

– Bueno, pues dígale que Cincy y yo le deseamos que vaya todo muy bien, y que pasaré a verla en cuanto le extirpen esa… verruga.

– Gracias -dijo Harry-. Estoy seguro de que lo agradecerá.

La verdad era que lo dudaba. Aunque Steve Josephson era un hombre amable, inteligente y cariñoso, Evie no podía soportarlo a causa de su obesidad.

«¿No lo has oído nunca respirar? -le preguntó ella una vez, tras alabarle Harry sus virtudes como médico-. Me sentí como si hablase con un toro enfurecido. Y esas camisetas blancas, tan ceñidas, bajo la camisa… me sacan de…»

– Bueno -dijo Josephson al entrar con Harry en los vestuarios-. Antes de pasar a la ducha, ¿por qué no me dice lo que de verdad le ha ocurrido ahí fuera?

– Ya le he dicho…

– Mire, Harry, estaba muy cerca de usted en la pista, y he visto que se ha quedado blanco como la cera.

– No ha sido nada.

– Me he pasado años aprendiendo a no hacer preguntas capciosas. No me haga olvidar lo aprendido.

Para los reconocimientos rutinarios y para actualizar los exigidos por sus respectivas compañías de seguros, Harry y Josephson se reconocían mutuamente, y extendían los correspondientes certificados. Y aunque ambos se urgían a hacerse un chequeo completo, no se hacían caso. Lo más cerca que estuvieron de ello fue al poco de cumplir Harry los cuarenta y nueve años.

Harry, a quien ya obsesionaban la dieta y el ejercicio, había prometido hacerse un chequeo y unas pruebas cardiológicas. Steve, que era seis años más joven pero que pesaba veinticinco kilos más, accedió a hacerse un reconocimiento, a hacer jogging y a adelgazar. Lo cierto, no obstante, era que, salvo las carreras que Josephson se daba en la pista a regañadientes, lo demás estaba sin cumplir.

– He tenido una pequeña indigestión -admitió Harry-. Eso es todo. Por un momento me ha preocupado, pero en seguida se me ha pasado.

– ¿Indigestión? O sea, que, por lo visto, cuando se tiene una indigestión duele el pecho.

– Si hubiese sido un dolor en el pecho, se lo diría, Steve. Sabe usted perfectamente que se lo diría.

– Permítame que lo corrija: sé perfectamente que no me lo diría. ¿Cuántos hombres logró que evacuasen con aquel helicóptero?

Aunque Harry rara vez hablase de ello, a lo largo de los años casi todo el mundo en el hospital había oído alguna versión de lo ocurrido en Nhatrang, o se la había inventado. Según de qué versión se tratase, los heridos que logró evacuar, antes de caer herido gravemente, iban desde tres (que fue lo consignado al concedérsele la condecoración) hasta veinte. En una ocasión le oyó a uno de sus pacientes, de pasada, alardear de que su médico había matado a cien soldados del Vietcong y rescatado a otros tantos americanos.

– No soy un héroe, Stephen. En absoluto. Si creyese que el dolor se debe a algo importante, se lo diría.

Josephson seguía sin convencerse.

– Tiene pendiente conmigo hacerse una prueba de estrés. ¿Cuándo cumple los cincuenta?

– Dentro de dos semanas.

– ¿Y cuándo es la fecha de esa maldición familiar?

– Ah… vamos…

– Fue usted, Harry, quien me lo contó. ¿Cuándo es?

– En septiembre. El primero de septiembre.

– Pues le quedan cuatro semanas.

– Yo… Bueno, está bien. En cuanto Evie se reponga me haré las pruebas. Prometido.

– Le advierto que hablo en serio.

– A pesar de la fama que tiene, siempre lo he creído así.