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Hay un momento en los intereses de personas, cuando el recorrido para la consecución de aquellos es arduo y difícil, o cuando son duraderos y por tanto su progresión o disminución es gradual, en que a la persona en cuestión se le plantea una alternativa trascendental. Víctor Arledge, tal vez, creyó que lo que se le presentó al abandonar Alejandría era esa alternativa y en aquel momento tomó una decisión que más tarde pospondría en favor de la opción contraria, animado por lo que él -frívolamente- consideró un avance de tal magnitud en sus relaciones con Hugh Everett Bayham que poco importaba dar un vuelco a sus prevenciones. Pero ello, evidentemente, indicaba que sus intereses aún no habían tenido tiempo suficiente para hacerse acreedores de la necesidad de escoger la alternativa mencionada, y por ello -por haber ya gozado en una ocasión del privilegio de decidir, por haber atravesado ya esa experiencia-, cuando la verdadera necesidad apareció podría decirse que le pilló desprevenido, y se sintió confuso, aturdido y dubitativo. Victor Arledge, para entonces, se había visto obligado ya en dos ocasiones a vencer prejuicios, a desoír reparos y a actuar según los dictados de su imaginación, haciendo caso omiso de las reglas y principios que habían hecho de él un hombre lúcido y conservador; y a cada una de estas ocasiones o decisiones había seguido la absoluta certeza de que, una vez ejecutados sus planes, conseguiría llevar a cabo sus propósitos finales. Pero sus propósitos, que habían empezado por consistir en descubrir qué le había sucedido con exactitud a Hugh Everett Bayham en Escocia, así como las causas de su secuestro, con el transcurrir del tiempo habían cambiado: sus propósitos -lo que deseaba hacer y no lograba, lo que constituía su interés duradero de arduo y difícil recorrido- entonces, concretamente antes y después de la muerte violenta de Léonide Meffre, eran otros; sus propósitos consistían en lograr hablar, en conseguir mantener una larga conversación con Hugh Everett Bayham. Y las obsesiones, obcecaciones y ofuscaciones a las que antes hice referencia tenían como punto de partida esa demanda insatisfecha y no, en consecuencia, sus iniciales deseos provocados por la curiosidad. Por todo ello la postura que señorita Bonington adoptó después de los últimos sucesos, así como las derivaciones de su enconado reproche, representaron para Arledge un duro golpe cuyo impacto ni siquiera trató de atenuar mediante infundados optimismos que aconsejan no darse nunca por vencido. Ante aquel nuevo revés tuvo que reaccionar con paciencia, y fue entonces cuando verdaderamente hubo de tomar una decisión ante el dilema que se le presentaba: la suerte no le favorecía y a pesar de sus muchas y hábiles estratagemas no lograba alcanzar sus propósitos. Volvió a la realidad y por unos instantes divisó la costa y vislumbró el rumbo que llevaba el Tallahassee. Acodado sobre la barandilla, al anochecer, observando las costas de Argelia, llegó incluso a preguntarse si todos aquellos esfuerzos valían la pena. Por su mente desfilaron imágenes de hechos y lugares que había olvidado hacía tiempo: su piso de la roe Buffault, el teatro Antoine, Mme D'Almeida, la visita de Kerrigan, la carta de Handl, el apartamento de su hermana, la reciente muerte de su amigo Francis Linnell, el trayecto en tren que tuvo que hacer para despedirse de sus padres, el coronel McLiam, el puerto de Marsella y algunos versos de Jones Very. Encendió un cigarrillo y, sin darse cuenta, dejó que la cerilla se consumiese entre sus dedos. La tiró al agua y se frotó la mano contra su elegante chaqueta beige. Con un gesto de fatiga aspiró la brisa de la noche recién llegada y, apoyándose en el bastoncillo con empuñadura de oro y marfil que en algunas ocasiones llevaba -las más de las veces a manera de adorno-, se encaminó hacia la asfixia de su camarote.

LIBRO QUINTO

Las andanzas del capitán Kerrigan no pueden ser resumidas en una sola conversación y por ello lamento no tener la capacidad de concisión que tienen algunos de mis colegas, pero trataré de ajustarme en lo posible a lo que él me contó y procuraré no olvidar -es decir, omitir-, entre tanta acumulación de hechos y tanto pintoresquismo, lo fundamental de su historia y al mismo tiempo ser tan riguroso en los detalles como el tiempo de que disponemos me permita. Como usted quizá ya sepa, Kerrigan ha pasado la mayor parte de su vida yendo de un sitio a otro; puede decirse sin temor a faltar a la verdad que hasta que hace cinco años -en septiembre del 99- se instaló cómodamente en París, no había permanecido en el mismo lugar más de dos o tres meses si exceptuamos, precisamente, la temporada durante la cual transcurrió lo que le voy a relatar. Esto, por supuesto, desde que en 1863, cuando contaba catorce años, abandonó su hogar de Raleigh. Pero espere, creo que no lo estoy contando bien: me temo que estos preámbulos -un tanto incoherentes, además, por no ser intencionados- no hacen sino demorar lo esencial de esta narración y aburrirle, cosa que en ningún caso debería suceder. No diré que el relato haya por fuerza de agradarle o divertirle. No es agradable ni divertido, pero, al menos en principio y en teoría, nunca debería aburrirle. Tal vez se haya usted ya fijado en la fecha que he mencionado, la fecha en que Kerrigan salió de su casa para no volver más: 1863. En efecto, lo hizo para incorporarse a filas a pesar de su extrema juventud y, según me dejó entrever en su abrumadora charla, combatió sin descanso hasta el final de la guerra. Cuando regresó a su casa la encontró en ruinas, quemada y saqueada, y aunque no halló los cadáveres de sus padres y su hermana, no se dedicó, como hacían muchos otros soldados de la época, a buscar su paradero, pues las posibilidades de encontrarlo eran en aquellos tiempos y en aquellas circunstancias, al parecer, nulas o en todo caso mínimas. Las familias que habían escapado con vida de las matanzas de Sherman y Schofield se refugiaban en los lugares más insospechados y a veces, si les era posible, emprendían largos viajes hacia el oeste sin mirar atrás. Por otra parte, Kerrigan supo que su hermano mayor, Alastair, había perecido de forma horrible en la segunda batalla de Bull Run. A partir de entonces -en realidad ya lo había hecho antes, al dejar su casa para ir al frente- decidió que la única manera de sobrevivir era no preocupándose más que de sí mismo y se propuso seguir solo su camino, cuya única meta clara, desde entonces y a lo largo de toda su vida, fue la de hacerse inmensamente rico. Nunca he tenido que empuñar un arma en un campo de batalla, pero me imagino que hacerlo lleva consigo más de una determinación, entre ellas, sin duda, la de dejar de lado todos los escrúpulos que se puedan tener. Exactamente fue en eso en lo que Kerrigan se convirtió a la edad de dieciséis o diecisiete años: en un hombre sin escrúpulos. No es que con su forzada participación en una guerra a tan temprana edad intentara justificar todos los delitos que ha cometido, pero sí quiso darme a entender que, en su situación de 1865 -después de haber sido derrotado y con tan sólo unos leves conocimientos de francés y cultura general-, no tenía más opción que la de hacerse un hombre duro e incluso cruel, sin miramientos de ninguna clase. La cantidad de fechorías y crímenes que Kerrigan ha cometido a lo largo de su azarosa existencia es incontable y no seré yo quien los divulgue, por dos razones esenciales: la primera es que, si bien no de una manera convencional, Kerrigan y yo hemos llegado a ser buenos amigos y no me parecería elegante ni correcto relatar, aun con su consentimiento, los detalles de sus desmanes, de los que, por otro lado, está completamente arrepentido en la actualidad; la segunda razón es más simple y menos noble: a nadie puede gustarle escuchar sus sanguinarias hazañas, en las que tienen cabida desde el robo a la mutilación, desde la violación a la trata de esclavos, desde la traición al asesinato, desde la tortura a la estafa y al desfalco, desde la calumnia a la delación. Espero que no me lo reproche, pero en verdad me siento incapaz de repetir, palabra por palabra, las confesiones que Kerrigan me hizo hace unos días. Lo que nos atañe, por lo demás, lo que en cierto modo provocó su enclaustramiento con cinco botellas de whisky y más tarde su censurable actuación sobre la cubierta del barco, que puso en peligro, entre otras, la vida de la señorita Bonington, su… ¿prometida? -no conteste, por favor, al fin y al cabo no es asunto de mi incumbencia: es tan sólo, una vez más, mi reprobable, insaciable y nunca escarmentado afán de saberlo todo-, no tiene mucho que ver con la figura de un desalmado. Le diré, no obstante, y para evitar que la opinión que se está usted formando de él -lo adivino en su estupefacta mirada- se asiente definitivamente en su cabeza, que el capitán Kerrigan no es en la actualidad una persona despreciable, miserable, perversa o ruin. El cambio que se ha operado en él con el transcurso de los años es más que notable, y hoy en día nos encontramos ante un típico caso de hombre atormentado por su pasado, casi totalmente arrepentido de él, y relativamente redimido. Por ello le pido que no lo juzgue con demasiada severidad; recuerde que fue el mismo Kerrigan, en definitiva, quien me rogó que les contara esta historia a la señorita Bonington (de cuya ausencia ahora casi me alegro) y a usted, señor Bayham, con el fin de obtener su comprensión -por no decir su perdón-. Lo cual, al parecer -y ello le honra-, tiene una enorme importancia para él. Corría el año 1892 y Kerrigan, con ya cuarenta y tres, se encontraba, arruinado y prematuramente envejecido, en la ciudad portuaria de Amoy, en el estrecho de Formosa. Durante siete largos años había permanecido en los Mares de China traficando -unas veces legalmente, las más sin autorización- en todo tipo de artículos. No era un contrabandista a gran escala; quiero decir que los trayectos que hacía con su pequeña embarcación no eran largos. Los productos que transportaba nunca procedían de América o Europa, y su comercio, por tanto, se reducía al Mar Meridional de la China, al Mar de Java, al Golfo de Bengala y en alguna ocasión excepcional -cuando se trataba de llevar algún artículo de primer orden o una carga cuyo transporte ilegal estuviera especialmente penado- al Mar de Omán. Era, pues, un contrabandista local; aunque las distancias que he mencionado sean ciertamente considerables así son llamados los traficantes que se limitan a hacer ese recorrido. A pesar de que los focos más importantes de comercio en esa zona están situados en Hong-Kong, Macao, Shanghai, Singapur y Batavia, Kerrigan, modesto en sus ambiciones y previendo que en esta ciudad la competencia sería prácticamente nula, se había instalado en Amoy, un puerto de segunda o tercera categoría, con escaso control por parte de la policía y mayor facilidad para encontrar buenas ofertas por productos de mediocre calidad, como eran los que él introducía en el país. Su negocio, como podrá usted suponer, no era ni demasiado espectacular ni demasiado rentable, pero siete años son mucho tiempo y poco a poco Kerrigan se fue haciendo rico hasta lograr montar con la ayuda de un socio, casi dos años antes de su quiebra, nada menos que una compañía de navegación. Aunque ésta era de corto alcance -tenía una docena de embarcaciones que hacían recorridos entre Amoy y Malaca, entre Singapur y Bintulu, entre Fu-Cheu y Luzón- empezó a dar frutos al poco tiempo, y Kerrigan y su socio, un alemán llamado Lutz, con el que también compartía sus negocios de contrabando, comenzaron a nadar en la abundancia y se convirtieron en una especie de caciques de la ciudad de Amoy. Al tener dinero se hicieron prestamistas y, con la impunidad que les proporcionaba su condición de occidentales, se dedicaron a explotar a la población. Los intereses que cobraban a los confiados nativos por sus préstamos eran desorbitados, y cuando alguno de ellos no podía pagar dentro del plazo establecido, Lutz, un rubicundo de fuerte complexión y aún mayor crueldad que la del capitán Kerrigan, lo buscaba por toda la ciudad hasta encontrarlo y lo apaleaba sin compasión hasta la muerte. Este caballero era en verdad temible, insolente y despótico. Gordo más que corpulento, de cara redonda coronada por una estropajosa mata de cabellos rubios y ondulados, no rebasaría los cuarenta. Todo él era sonrosado y cuando se excitaba o enfurecía su rostro se hinchaba alarmantemente y una gruesa vena aparecía en su frente o en su cuello, según la estación del año. Vestía siempre con la misma ropa: un traje blanco y arrugado cuyos pantalones le quedaban demasiado anchos, unos botines negros que -quizá porque contrastaban con su desaliño general- relucían mucho, camisas de color crudo o azul claro y una corbata granate tan ancha que cuando se desabrochaba los botones del chaleco cubría por completo su voluminoso estómago. A estas prendas añadía, de vez en cuando, un desgastado sombrero panamá y un bastón descomunal. Sus ojos eran diminutos y por ello de color indescifrable, su mentón inexistente y su nariz indudablemente alemana. De estatura mediana, la grasa hacía de él un hombre bajo y desproporcionado; y a pesar de que llevaba el cinturón muy alto, sus piernas resultaban cortas. Solía pasear todas las mañanas por el puerto observando con mirada displicente las maniobras de los marinos y los estibadores; con su bastón en la mano, adoptaba los ademanes de un estricto general pasando revista a sus tropas, y aunque los nativos se mofaban de él a sus espaldas, su presencia en cualquier lugar de la ciudad imponía respeto y temor. Kerrigan era, seguramente, tan despiadado como él, pero sus ambiciones eran más abstractas y por tanto mayores que las de Lutz y por ello dejaba que el alemán se ocupara como era su deseo de las cuestiones públicas -por llamar de alguna manera a sus obligaciones: tratar con los subordinados, cobrar las deudas, sobornar a las autoridades y en definitiva ser la cabeza visible de