Kerrigan amp; Lutz / Compañía de préstamos y navegación-, haciéndose él cargo de la administración. Por ello era Lutz quien despertaba el miedo entre los habitantes de la ciudad y quien recibía todas las peticiones y ruegos, pues aquéllos, acostumbrados a tratar con él y a sufrir sus frecuentes arrebatos de ira, le consideraban el dueño y señor de la sociedad, cuando en realidad Lutz, en muchas ocasiones, se limitaba a cumplir las órdenes que en forma de sugerencias Kerrigan le daba. Huelga decir que éste era el verdadero cerebro y organizador de Kerrigan amp; Lutz, no sólo porque era más inteligente y astuto sino también porque nuestro capitán, antes de instalarse en Amoy, había ejercido numerosas profesiones, entre las que se contaban más de una de índole semejante a la que desempeñaba en aquel puerto chino. La aportación de Lutz al negocio había sido principalmente monetaria. Había conocido a Kerrigan diez años antes en África, cuando ambos se dedicaban al negocio de trata de esclavos; Kerrigan, tal vez pensando que aquello era demasiado innoble -como creo que ya le dije, su arrepentimiento fue a regañadientes y gradual-, lo había abandonado rápidamente, pero Lutz había seguido con ello cuatro años más, durante los cuales se había enriquecido. Y, enriquecido, había huido del continente africano perseguido por la justicia de varios países y se había establecido en Batavia sin ningún fin determinado. Allí empezó a dilapidar la fortuna que principalmente había acumulado en el Sudán hasta que Kerrigan, en uno de sus viajes a esa capital, se lo encontró y le propuso la fundación de la compañía. Lutz era, pues, un hombre poco inteligente, menos previsor y un tanto tosco que vivía sin planes y perdía el dinero con la misma rapidez con que lo ganaba. Para él no había más futuro que el inmediato y si accedió a tener una participación en el proyecto de Kerrigan fue porque cuando éste se lo sugirió no tenía nada que hacer ni ninguna fechoría en perspectiva y no porque, como Kerrigan, pensara que ya iba teniendo edad para retirarse y que establecerse en algún lugar concreto con algún negocio concreto fuera la única forma de hacerlo con tranquilidad y de asegurarse el porvenir -pues el capitán Kerrigan, ya desde entonces (al fin y al cabo sólo siete años antes de instalarse en París), pensaba seriamente en la posibilidad de poner un punto final a sus continuos traslados-. Así pues, Kerrigan dejaba hacer a Lutz, a quien deseaba tener contento, y con ello, además, lo mantenía apartado de los asuntos que no le incumbían, tales como la contaduría y los contratos de la sociedad. No quiero decir con ello que Kerrigan engañara a su socio; conociéndolo como lo conocía eso nunca se le hubiera ocurrido. Lutz, aunque no inteligente, era listo -no en balde había actuado al margen de la ley durante toda su vida sin haber sido apresado más que una vez- y procuraba inspeccionar mensualmente las cuentas de Kerrigan y comprobar los números con gran minuciosidad. Aun siendo copropietario prefería cobrar un sueldo semanal de manos de Kerrigan a tener que hacer balances, presupuestos, deducciones de gastos y demás para luego extraer la cifra que le correspondía de las ganancias netas. Permitía -y en realidad también agradecía- que Kerrigan se ocupara de ello y él se limitaba a revisar las operaciones del americano y a cuidarse de no ser estafado. Él escogía, en definitiva, las actividades más ruines. Pero el método de cobro que Lutz había ideado para sí no era perfecto ni mucho menos y, sobre todo, tenía un gran defecto: las cantidades que Lutz percibía cada semana eran, obviamente, algo reducidas. Y el alemán, como siempre había hecho durante toda su agitada existencia cuando había dispuesto de dinero, se lo gastaba. Mientras Kerrigan, que sacaba su parte de la caja mensualmente, guardaba casi el total de sus ganancias particulares o lo invertía, Lutz, en algunas ocasiones, hasta; se veía obligado a pedirle que adelantara en veinticuatro o cuarenta y ocho horas la fecha -sábado- señalada para cobrar, a tal velocidad consumía sus honorarios. Y esto sucedía eminentemente porque Lutz no tenía capacidad de organización. Kerrigan había hecho su hogar de tres habitaciones desocupadas del edificio -de madera y de una sola planta- que hacía las veces de oficina de Kerrigan amp; Lutz, mientras que éste vivía en el único hotel europeo de la ciudad; Kerrigan vivía con más que holgura pero sin alardes mientras que Lutz despilfarraba el dinero sin el menor reparo; Kerrigan, en definitiva, llevaba una existencia sobria mientras que Lutz la llevaba desenfrenada. Por culpa de todo ello y de las muchas horas que pasaba en los fumaderos de opio de la ciudad, el alemán, en realidad, era más pobre que cuando llegó a Amoy, y si bien no se dio cuenta de ello durante los seis primeros meses de su asociación con Kerrigan, sí lo notó a partir de entonces y sobre todo cuando, al año de su alianza, el capitán le propuso comprarle su parte del negocio. Se habían reunido en la casa de éste para celebrar con una cena el primer aniversario de Kerrigan amp; Lutz. El festejo fue alegre y brillante, y ya estaban en los postres cuando Lutz, que en contra de lo que se podría suponer a juzgar por su descripción era abstemio, decidió hacer una excepción para poder brindar por la continuidad y la creciente prosperidad de la firma, como él llamaba a la compañía. Kerrigan, como bien sabemos, no es abstemio, y aquella noche había bebido algo más de la cuenta. Creyó que el brindis de Lutz era sarcástico y sintió descubiertas sus intenciones; y torpe y atolondradamente, sin haber podido preparar su discurso ni la manera de decirlo, le hizo su oferta. Lutz no pudo disimular su sorpresa y se quedó paralizado en su silla. Pero Kerrigan no lo advirtió, borracho como estaba, y siguió esbozando argumentos para justificar sus propósitos de adquisición sin que el alemán pudiera sentirse ofendido. Éste, por una vez más astuto que su socio, calló y le dejó exponer sus ideas, y cuando Kerrigan hubo terminado Lutz levantó su copa en alto, repitió el brindis y se la bebió de un trago. Kerrigan hizo otro tanto y se quedó a la expectativa de lo que el otro pudiera decir o hacer. Lutz, entonces, se puso en pie, cogió su sombrero y su bastón y ya en la puerta se despidió de él hasta el día siguiente y dijo: