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– Creí que simplemente le interesaba Víctor Arledge -comenté yo.

– Y así es.

– Ah.

Callé, entre divertido y molesto. El señor Branshaw nos acogió con más simpatía de la que había demostrado la noche anterior en mi casa durante aquella velada cuyas consecuencias, por el momento, empezaban a resultarme intolerables. Nos introdujo en una espaciosa biblioteca de estanterías blancas, y mientras preparaba algo de desayuno para mí a instancias del censurable desparpajo de la señorita Bunnage -que en más de una ocasión me haría sonrojar-, pude inspeccionarlas y comprobar que el señor Branshaw sólo leía filosofía y poesía, y muy poca novela Sobre la chimenea, en lugar de la obligada escena de caza de mal gusto o copia de un Constable, había un gran tablero de madera en el que se podía leer, inscrito:

“’Tis to yourself I speak; you cannot know Him whom I call in speaking Duch a one, For you beneath the Herat lie buried low, Which he alone as living walks upon: You may at times have heard him speak to you, And often wished perchance that you were he; And I must ever wish that it were tare, For then you could hold fellowship with me: But now you hear us talk as strangers, met Above the room where in you lie a bed; A word perhaps loud spoken you may get, Or hear our feet when heavily they tread; But he who speaks, or him who’s spoken to, Must both remain as strangers still to you”

La señorita Bunnage, acomodaba sin duda en el mejor sillón de la habitación, había abierto su carpeta, extraído de ella sus inmaculados folios y, pluma en mano, esperaba con impaciencia a que Branshaw reapareciera con una bandeja y después a que yo, desasosegada y precipitadamente, acabara de tomar mi café y mis tostadas con mermelada de frambuesa. Cuando lo hube hecho Branshaw retiró la bandeja y salió de la biblioteca para reaparecer unos minutos más tarde con el deseado manuscrito encuadernado en azul marino. Agitó el libro levemente y lo puso sobre las rodillas de la señorita Bunnage, que se conformó con mirar la cubierta y me lo dio a mí (La travesía del horizonte, sin el nombre del autor: abrirlo me pareció descortés). Branshaw, entonces, volvió a cogerlo de mis manos, tomó asiento, lo abrió por la primera página y dijo:

– La travesía del horizonte: libro primero. «'Tis to yourself I speak.» -y leyó la cita entera.

– ¿De quién es el poema? -pregunté yo mirando hacia el tablero que colgaba sobre la chimenea.

Branshaw iba a contestar cuando la señorita Bunnage se le anticipó:

– De Jones Very -dijo, y añadió-: Continúe, por favor, y de ahora en adelante les rogaría que guardasen silencio absoluto.

El señor Branshaw volvió a leer la cita de Very con delectación, hizo una breve pausa, nos miró, y por fin dio comienzo a su lectura:

«Acababa de regresar la partida capitaneada por el veterano médico de la Expedición Ballenera de Dundee William Speirs Bruce, y Jean Charcot, desde el Français, enviaba noticias que apasionaban a la alta sociedad parisina cuando Kerrigan concibió la idea de organizar una expedición cuyos componentes fueran hombres y mujeres de letras, es decir, aquellas personas que diariamente devoraban las informaciones procedentes de la península de Palmer y se reunían en los cafés para comentar una y otra vez la audacia de aquellos pioneros y expresar sus fervientes deseos de embarcarse, aunque sólo fuera en calidad de lavaplatos, en alguno de aquellos navíos nórdicos o británicos, en pos de aventuras plagadas de riesgos o e incomodidades, pero también de insospechadas experiencias cuya narración podría hacer las delicias de sus amistades o lectores.

El plan de Kerrigan, hombre encantador pero dominado por una inconsciencia más digna sin duda de un adolescente que de un hombre de su edad, era desde el principio tan descabellado como atractivo, y fue a todas luces esta falta de rigor y la jovialidad que rodeó a todo el asunto lo que hizo que una mañana, mientras el escritor Victor Arledge desayunaba en su terraza y hacía trabajar a su imaginación en busca de alguna excusa tan veraz y extravagante a un mismo tiempo que le permitiera dejar de asistir al estreno de la adaptación teatral de su última obra sin que la expectación del público decayera a falta de su presencia, fue esto y no otra cosa, repito, lo que hizo que la prudencia y la serenidad que por lo general precedían a sus decisiones desaparecieran sin oposición ante los sugerentes argumentos de Kerrigan. Era aquella idea tan insólita, tan ingenua la excitación de Kerrigan, que al principio Arledge no pudo por menos de sonreír; pero a medida que la locuacidad de su amigo le iba proporcionando imágenes llenas de exotismo e inverosimilitud, y sobre todo cuando éste, morosamente, sacó de su cartera un papel con la lista de personas que ya habían aceptado su ofrecimiento y se la mostró no si cierta ostentación, sus ya muy debilitadas defensas se vinieron abajo de manera definitiva y no tuvo el menor reparo en estampar su firma en una tarjeta de embarque que ya llevaba impresos su nombre, dirección y nacionalidad.

Pocos días después la noticia se hizo pública, y los futuros pasajeros del Tallahassee se vieron asediados por periodistas de toda Europa; los preparativos, fines y carácter del viaje fueron objeto de concienzudos análisis e informaciones hasta el punto de que los expedicionarios llegaron a saber, por medio de la prensa, algo que habían ignorado (y quizá habían tratado de ignorar) hasta entonces: cuáles eran sus intenciones. Los titulares de las primeras páginas, por lo general, rezaban así: "Proyecto literario más allá de toda ambición. Un numeroso grupo de ilustres escritores y artistas ingleses y franceses realizará un viaje a la Antártida con el fin de hacer, a su regreso, una obra literaria conjunta y un gran espectáculo musical basados en sus experiencias en el polo".

Pasaron diez semanas entre el día en que lo Victor Arledge recibió la visita de Kerrigan y el de la partida, y durante aquella temporada, por otra parte impregnada de un encanto poco común, aquél se vio obligado a alterar su pausado modo de vida y ello le produjo algunos trastornos. No es que se sintiera nervioso ante la perspectiva de un largo viaje de cuya suerte ya empezaba a dudar, pero la agitación y el desbarajuste que por todas partes le agobiaban; las reuniones, de todo punto innecesarias, que los expedicionarios franceses convocaban insistentemente en un obstinado afán por agotar el tema y prever las sorpresas y a las que se vio obligado a asistir; los insaciables reporteros que solicitaban entrevistas (justo es reconocerlo: también él las concedía); y, sobre todo, el gran malestar que le producían sus ardientes, obsesivos e impotentes deseos de borrar de la lista de pasajeros a Léonide Meffre, hicieron que, muy a su pesar, la desazón y el caos reinaran en su diminuto piso de la rue Buffault. Esperaba con ansiedad la fecha señalada para zarpar, no sólo por el viaje en sí, que por capricho de los pasajeros (que al fin y al cabo costeaban la expedición casi en su totalidad) incluía un breve crucero por el Mediterráneo desde Marsella hasta Esmirna, con escalas en Italia y Grecia, para regresar, bordeando la costas del norte de África, hasta Gibraltar: entonces adentrarse en un océano escandalosamente vasto, sino también por la satisfacción -que le depararía el día de la marcha- de encontrarse con sus buenos amigos Esmond y Clara Handl, los dos comediógrafos más brillantes e ingeniosos que Inglaterra había dado hasta el momento. Conversadores deliciosos e infatigables, sus libretos de canciones eran conocidos por toda Europa y parte de América, y su presencia a bordo, tan dichosa para Arledge que ya la saboreaba de antemano, daba a la travesía un toque de amenidad y agudeza que la hacía aún más prometedora. Confiaba Arledge, además, en que una vez puestos los pies en el barco, podría instalarse confortablemente en un camarote, recobrar su natural y pacífico ritmo de vida y dedicarse a pasear por cubierta con sus mejores galas siempre y cuando el cielo y el vaivén del velero lo aconsejaran. Todo esto hizo que su paciencia, inquebrantable y duradera por lo general, empezara a agotarse. Durante la espera se vio forzado a mantener contacto con personas que no eran de su agrado, a contestar numerosas cartas de editores alemanes, polacos, españoles e italianos que al saber de su participación en la aventura le escribían con el fin de contratar los derechos de traducción sobre la novela que, como era de esperar, escribiría a su regreso; tuvo que hacer un enojoso recorrido en tren para despedirse de sus padres, y otro, en un pequeño buque de vapor, para hacer lo propio con su hermana; y durante cinco días no pudo salir de su casa, ocupado en ordenar y archivar sus papeles, esparcidos sin concierto por mesas, cajones, carpetas y secretaires.

Huelga decir que Arledge no tuvo nada que a ver con los preparativos y la organización del viaje: para eso estaban los expertos y Arledge se limitó a escuchar, de vez en cuando, las quejas de Kerrigan, que se desahogaba con él cuando las dificultades que iban sucediéndose parecían insuperables. Gracias a él supo que el gobierno inglés, a través de una empresa privada, había aportado una considerable cantidad de dinero, y que casas de tejidos, pieles, jabones, calzados, patines, bujías, raquetas, alimentos, fósforos, bebidas alcohólicas y un sinfín de artículos más habían ofrecido sus productos completamente gratis, con lo cual los gastos de los expedicionarios se reducían sensiblemente. Supo también que Kerrigan había tenido grandes problemas para encontrar tres docenas de poneys de Manchuria, bestias que se le antojaron, en el momento, un tanto inadecuadas para sus propósitos; y durante aquellos días estaba tan harto de preámbulos y tan deseoso de emprender la marcha que se abstuvo de preguntar cuál era su finalidad. Recibió la desagradable visita de un sastre, petulante y ambicioso, encargado de confeccionar los fuertes ropajes que habrían de utilizar al llegar a las zonas frías, y la de un zapatero, cordial en exceso, que le calzó con gran destreza y sin previo aviso, sin que Arledge pudiera impedirlo, varios pares de botas casi informes por su extremada sencillez y su desmedido grosor, tras de lo cual, sin ningún motivo aparente que lo justificara, pues todas ellas, a pesar (o quizá por ello) de los defectos reseñados, eran igualmente cómodas y cálidas, apartó dos pares de color hueso y decidió adjudicárselos. Desfilaron por su casa, asimismo, un médico, que lo sometió a un severo reconocimiento; diversos funcionarios del gobierno que trataron de cobrarle impuestos especiales sin resultado alguno a pesar del admirable despliegue que de términos burocráticos y amenazas hicieron; un empleado de Franchard cuyo objetivo era lograr un seguro de vida de elevado presupuesto; su banquero; su notario, que, alarmado por su partida, insinuó la conveniencia de dejar hecho testamento antes de que se embarcara en tan arriesgada aventura, y un largo etcétera de personajes más, como Arledge los llamaba: viles estafadores y advenedizos protegidos por las leyes, a los que primero escuchó con indiferencia y más tarde despachó sin contemplaciones y con no muy buenos modales.