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Merivale y Holland volvieron a mirarse y entonces el primero expresó su conformidad y, en compañía del segundo, se excusó ante Kerrigan por haber dudado de sus conocimientos y de su integridad. Flock, que había permanecido callado y probablemente humillado desde que Beatrice Merivale había golpeado la mesa con energía, se puso en pie y, sacando de su raída chaqueta un papel, se lo ofreció a Reginald Holland al tiempo que decía:

– Como ustedes quieran. Al fin y al cabo es asunto suyo. Pero permítanme que les dé este mapa de la isla Marcus y sus alrededores hecho por mí mismo. Síganlo; no dejen de ver una sola de las islas que están señaladas en él. Véanlas y tengan en mejor opinión, después, a Dieter Flock. Comprobarán que era yo quien tenía razón.

Holland cogió el mapa de sus manos, lo desdobló, lo miró y se lo entregó a Kerrigan no sin antes haber dejado que el doctor Merivale le echara un vistazo por encima de su hombro. Kerrigan se lo guardó en el bolsillo superior de su chaqueta. Dieter Flock, cabizbajo, salió del establecimiento; y cinco minutos después Kerrigan, Reginald Holland y el matrimonio Merivale le siguieron. Llegaron hasta el Uttaradit y, tras despedirse los unos de los otros hasta la mañana siguiente, todos se retiraron a sus respectivas cabinas para descansar del agitado día.

Como ve usted, señor Bayham, si los acontecimientos se precipitaron no fue precisamente por culpa de Kerrigan quien había calculado que hasta que llegaran a las islas Brooks la paz reinaría en el barco, sino que fue, como casi siempre sucede, por culpa del azar.

Al día siguiente Kerrigan se encontró con la desagradable sorpresa de que los dos esbirros chinos, demostrando ahora que no lo eran tanto, habían desaparecido. Interrogó a la gente del pueblo sobre su posible paradero y fue el mismo Flock quien, en la puerta del almacén de provisiones y con una insolencia que tenía mucho de venganza, le dijo que los había visto partir en una especie de canoa de remos antes del amanecer y le aseguró que no encontraría en la isla Marcus otros dos marinos que los reemplazaran. Y así fue: Kerrigan no tuvo más remedio que zarpar sin tripulación, o, mejor dicho, sin más tripulación que el doctor Merivale y el señor Holland, a los que hizo ver la gravedad del caso y forzó a desplegar velámenes, trepar por escalerillas y maniobrar con el timón bajo sus instrucciones. Kerrigan, durante la noche, había cavilado acerca de lo que tenía que hacer para demostrar que había sido él y no Flock quien había dicho la verdad. La zona era desconocida para él y estaba convencido de que el mapa del austriaco -una concienzuda obra hecha por una persona que sabía de cartografía- era exacto y de que la belleza de los islotes adyacentes a la isla Marcus era inexistente. Y decidió que lo mejor sería llegarse a toda marcha hasta las islas Marianas, de clima mucho más benigno y de mayores atributos paradisíacos, y hacer creer a los millonarios que éstas se trataban de aquéllos, confiando en que no se dieran cuenta del engaño cuando les explicara que se había visto obligado a dar un gran rodeo para esquivar un tifón que se les acercaba y que ello había sido el motivo de que hubieran tardado en llegar mucho más de lo que lo habían hecho el día anterior desde los islotes a la isla. Por supuesto, todos lo creyeron, excepto seguramente Beatrice Merivale, que por entonces ya se había convertido en una verdadera aliada del capitán Kerrigan merced a su intervención en contra de Dieter Flock. Kerrigan estaba cada vez más seguro de esto, pero la mezcla de incondicionalidad y pasividad que, por otra parte, ponía de manifiesto la señora Merivale en todos sus actos le hacía mantenerse todavía a la expectativa, algo confundido, sin atreverse a dar ningún paso por temor a que sus suposiciones fueran erróneas. Lo que el capitán Kerrigan no advertía -poco y mal conocedor de las mujeres- era que Beatrice Merivale pertenecía a una clase de personaje femenino que por timidez, por falta de afecto y por estar acostumbrado a que todo se lo den hecho, jamás pide las cosas directamente por muy ardientes que sean sus deseos, sino que siempre espera a que se las ofrezcan.

No sé qué maravillas logró hacer el capitán Kerrigan con su improvisada tripulación -bueno, tampoco me haga caso; nada sé acerca de navegación y tal vez no recuerdo los tiempos que me dio nuestro infortunado capitán-, pero el caso es que divisaron las islas Marianas antes de que terminara la mañana. El doctor Merivale y Reginald Holland, para los que en realidad no existían ni el desaliento ni el escepticismo, volvieron a mostrarse entusiasmados por la vista que se les ofrecía. Se apuraron aún más en sus tareas y en menos de una hora hubieron desembarcado en una isla que prometía reunir todos los requisitos indispensables para convertirse en la futura ciudad de Merry Holland. Los dos hombres se dispusieron a recorrerla en cuanto hubieron ayudado a Kerrigan a fijar la embarcación junto a la orilla e invitaron a Beatrice y al capitán a que los acompañasen. Ella contestó que no tenía ganas y que se fiaba del buen gusto de su marido y rechazó la sugerencia, y Kerrigan hizo lo propio alegando que deseaba revisar la avería que Flock había sido incapaz de descubrir y que él seguía notando cuando navegaba a cierta velocidad.

De manera que los megalómanos, especialmente joviales por intuir que la isla iba a ser de su agrado, se adentraron solos por aquellos parajes tropicales y brindaron a Kerrigan y a la señora Merivale la primera oportunidad de estar a solas.

Cuando al atardecer regresaron, Kerrigan ya había seducido a Beatrice Merivale, o -si usted lo prefiere así- Beatrice Merivale ya había seducido a Kerrigan. Como ya le dije antes, señor Bayham, fue el azar, disfrazado de Dieter Flock, lo que precipitó los acontecimientos: el doctor Horace Merivale y su amigo Reginald regresaron de su expedición tan satisfechos que no se dieron cuenta de lo que había sucedido durante su ausencia -la ternura que es capaz de sentir el capitán Kerrigan al parecer lo revelaba- y, llenos de gozo, comunicaron a éste y a la señora Merivale que habían decidido comprar la isla y que sólo esperarían hasta el día siguiente para ponerse de nuevo en marcha y dirigirse hacia Hong-Kong, desde donde harían las gestiones pertinentes para la adquisición legal. Como anteriormente le había sucedido con su socio Lutz, Kerrigan se vio sorprendido por lo único que no había previsto. Rápidamente sopesó la posibilidad, de seguir engañándoles y hacerles creer que volvían al puerto chino para en realidad continuar viajando hacia San Francisco, pero -como también le había sucedido cuando, ante la contraoferta de Lutz y Kolldehoff, decidió no seguir anticipándose a los hechos o esquivándolos y enfrentarse a ellos- la desechó. Que Merivale y Holland no hubieran advertido que llevaba rumbo noroeste cuando lo suponían sureste era una cosa; que no se dieran cuenta de que iban hacia el este cuando querían ir hacia el oeste, otra muy distinta y, se le antojó, imposible. Aunque comportarse de esta manera (después de haber sorteado infatigablemente los peligros y las situaciones apuradas abandonar la lucha) es algo muy característico de Kerrigan, creo que en aquella ocasión la existencia de Beatrice Merivale influyó en su determinación: Kerrigan sacó una pistola del bolsillo derecho, de su chaqueta y encañonó a sus patronos. Estos, al principio, creyeron que se trataba de una broma y Holland se permitió rogarle que apuntara hacia otro lado, pero cuando Kerrigan disparó contra la arena, los dos hombres, sobresaltados, fruncieron el ceño y esperaron a que el capitán hablase:

«Ustedes no van a ir a ningún lado», dijo. «Se quedarán en esta isla que tanto les gusta. Yo necesito el Uttaradit para llegar hasta Luzón y allí sacar un pasaje hasta San Francisco con el dinero que me deben.»

Los dos caballeros no comprendían muy bien de qué hablaba Kerrigan, pero empezaron a extrañarse de que hubiera perdido su fuerte acento inglés y su pronunciación marcial para sustituirlos por una jerga inequívocamente americana y barriobajera, y, viendo que la cosa iba en serio, se abstuvieron de hacer preguntas y simplemente trataron de hacerle razonar. Le dijeron que para conseguir lo que se proponía no hacía falta que los encañonase con un arma. Podían llegar todos hasta Hong- Kong y allí Kerrigan podría obtener un pasaje de primera clase para San Francisco. Aseguraron que pensaban pagarle espléndidamente por sus servicios y que tendría todo lo que quisiera una vez que hubieran llegado a la ciudad china. Kerrigan, él mismo lo confiesa, dudó. Usted habrá podido comprobar a lo largo de la narración que tenía más escrúpulos de los que él mismo se imaginaba. No le habría costado ningún trabajo desvalijar y asesinar a sus pasajeros el mismo día que salieron de Hong-Kong, y sin embargo no lo hizo. Pudo haberlos mantenido a raya y obligado a acatar sus órdenes cuando Flock les reveló que se encontraban mucho más al norte de lo que pensaban, pero tampoco lo hizo; trató de guardar las apariencias y de causarles el menor daño posible. Se comportó con aquel par de imbéciles con benevolencia digna de elogio. Kerrigan, a pesar de su dureza, nunca fue un hombre seguro de sí mismo. Por todo ello dudó ante los razonamientos del doctor Horace Merivale y de Reginald Holland. Se volvió hacia Beatrice y le consultó con la mirada. Ella hizo un gesto afirmativo.

«Pero hay otra cuestión, doctor Merivale», dijo entonces Kerrigan. «Su esposa quiere venir conmigo. ¿Qué dice usted a eso? Tengo que dejarles aquí y lo siento. No me son ustedes antipáticos.»