El doctor Merivale comprendió entonces lo que había sucedido durante su ausencia y su rostro alargado se contrajo de rabia. Miró a su esposa, luego a Kerrigan, y de repente, con un rápido ademán, levantó su afilado bastoncillo hasta ponerlo en posición horizontal y arremetió contra el capitán, desgarrándole un costado. Al fallar parcialmente en su blanco el doctor Merivale perdió el equilibrio y cayó de bruces al suelo, a espaldas de Kerrigan. Éste se volvió y le disparó en la nuca cuando se estaba incorporando. Merivale tuvo tiempo todavía de oír cómo algunos huesecillos de su cabeza se quebraban y volvió a caer de bruces, muerto. Reginald Holland, presa de la histeria por lo que acababa de contemplar, se lanzó sobre el capitán y lo derribó al suelo de un puñetazo. Kerrigan cayó aturdido y Holland corrió hasta la embarcación, fondeada a muy pocos metros del lugar en que se hallaban, y se introdujo en una de las cabinas para salir inmediatamente después con una escopeta entre las manos. De pie sobre la popa del Uttaradit, apuntó a Kerrigan, pero éste ya se había puesto en pie y le aguardaba con el brazo derecho extendido. Disparó cuatro veces antes de que Holland pudiera hacer fuego por primera vez. Su bala se hundió en la fina arena de playa y él cayó al agua, junto a la orilla, con la camisa ya empapada.
Lo que sigue ya es otra historia. Lo que dio a Kerrigan el impulso necesario para cambiar definitivamente fue, en suma, un simple affaire d'amour. No le hablaré acerca de él porque yo nunca he sabido hablar acerca del amor, usted lo habrá comprobado si ha leído mis novelas. Pero debería usted haberle escuchado… Kerrigan es un hombre de muy fina sensibilidad. Pero yo no puedo hacerlo; caería en demasiados tópicos, no sé hacerlo. Sólo le diré que su historia fue muy hermosa.
Enterraron los cuerpos de Merivale y Holland y, sin más dilación, estuvieron amándose en aquella isla hasta que se les acabaron las provisiones. Discúlpeme si soy prosaico, pero no puedo evitarlo. Beatrice Merivale no sólo pertenecía a la especie de personajes femeninos que antes le describí: también era una mujer lánguida y amorosa. Bajo su aparente frialdad había sentimientos apasionados, desenfrenados; e hizo feliz a Kerrigan, un hombre que nunca había tenido tiempo de enamorarse. Permanecieron en lo que jamás pudo ser Merry Holland durante un mes, y entonces pusieron en marcha el Uttaradit y volvieron a Hong-Kong, desde donde se trasladaron a Jamshedpur por vía férrea, ciudad en la que Beatrice, su marido y Holland habían residido. Beatrice heredó la fortuna del doctor Merivale y a los pocos meses se casó con Kerrigan. Se establecieron -por fin llegó allí el segundo de a bordo del Tallahassee- en San Francisco y compraron la isla, que no tiene nombre. Pasaban largas temporadas en ella, en una casa que mandaron construir, y por supuesto no tenían problemas de dinero. Ya sabe usted de dónde procede la fortuna de Kerrigan, que abandonó definitivamente sus vagabundeos y consiguió alcanzar su vieja meta de hacerse inmensamente rico. La historia, aunque bonita, es vulgar, y lamento que mi relato termine así: preferiría que su asociación con Lutz fuera cronológicamente posterior; me gusta más esa parte. Pero no es así. Olvidaba decirle que la versión que dieron de la muerte de Merivale y Holland fue bastante imaginativa: aquella pareja de pobres majaderos murieron para el mundo como verdaderos héroes. Luchando contra los elementos, en pugna por vencer una horrible tormenta en el Océano Pacífico, sus cuerpos fueron arrojados al mar por el oleaje. Kerrigan y Beatrice estuvieron casados cuatro años y al cabo de este tiempo ella murió trágicamente en una catástrofe ferroviaria cerca de San Francisco, cuando iba a reunirse con él tras una corta separación. Desde entonces Kerrigan no ha vuelto a ser el de antes. Nunca la ha olvidado y de vez en cuando la nostalgia es tan grande que no puede soportarla. El único remedio que tiene contra estas crisis es abandonarlo todo e irse a pasar una temporada en su isla. Nadie más que él y Beatrice ha puesto los pies allí, si exceptuamos al doctor Horace Merivale ya Reginald Holland, que allí yacen enterrados para siempre. En este lugar sus recuerdos se avivan y, lejos de entristecerle aún más, actúan como un sedante para él.
De toda esta historia yo sólo suponía algunas cosas hasta que hace unos días el capitán Kerrigan me reveló los pormenores. Su borrachera se debió a que, sorprendido por una de sus crisis durante la travesía, no pudo soportar la idea de tener que permanecer a bordo del Tallahassee sin poder trasladarse a su isla. Si puso en peligro las vidas de la señorita Cook, el capitán Seebohm y la señorita Bonington fue porque estaba desesperado y no sabía lo que hacía, pero en ningún momento se propuso hacerles daño. Por eso me pidió que lo excusara ante todos ustedes y que le relatara esta historia. Sí, decididamente me alegro de que la señorita Bonington no la haya escuchado; tal vez sea demasiado cruda para los oídos de una mujer tan frágil como ella parece ser. Pero de momento ya todo ha pasado y el capitán Kerrigan ha vuelto a comportarse como un caballero. Crea que lo es y espero que mi narración haya servido para hacerle cambiar de opinión con respecto a él. Le he contado algunos de los desmanes y abusos que cometió pero pienso que tal vez haya sido lo suficientemente hábil como para dejar deslizar también algunos detalles que demuestran que dejó de ser un hombre sin escrúpulos para convertirse en un ser zarandeado por las circunstancias y atormentado por el pasado. ¿Sabe? Kerrigan no ha vuelto a matar a nadie desde que acabó con Reginald Holland. Aunque ahora, si lo pienso bien, me doy cuenta de que apenas si le he hablado del proceso que experimentó desde que se enamoró de Beatrice Merivale hasta hoy día. Su cambio fue gradual -tiene la prueba en su falta de dureza para con gente como Lutz, Kolldehoff, Merivale y Holland-, pero cuando se enamoró de Beatrice dejó de serlo. No le he hablado de esto apenas porque, se lo repito una vez más, nunca he sabido decir cosas inteligentes acerca del amor; aunque tal vez debería aprender a hacerlo. Algunos de mis colegas son genios para esto y escriben páginas inolvidables, pero yo me sonrojo sólo de pensar en ello. Tampoco he sido nunca capaz de hacerlo con las mujeres que he amado; yo… – Víctor Arledge se interrumpió. Con gesto malhumorado miró su reloj y comprobó que ya era tarde. Se levantó de su butaca, se observó con detenimiento en el espejo del armario de su camarote: se atusó el pelo y se estiró la corbata. Y entonces cogió su bastoncillo y se encaminó hacia el comedor con la esperanza de que todavía le dieran de cenar.
LIBRO SEXTO
Todo empeoró aún más cuando se supo que el capitán Joseph Dunhill Kerrigan había matado al contramaestre Eugene Collins. Fordington-Lewthwaite, un hombre que tenía el ambicioso proyecto de escalar los peldaños que fueran necesarios para llegar a ser capitán propietario, no había quedado muy satisfecho, desde su posición de mero oficial, con la explicación que se había dado de la muerte de Collins y que más o menos todo el mundo había aceptado como cierta -incluido el coronel McLiam del Cuerpo de Policía Británica en Alejandría-, y una vez que tuvo en su poder el gobierno del barco, creyó que averiguar lo que realmente había sucedido le valdría una recompensa. Guiándose únicamente por su intuición, decidió que un hombre tan violento como Kerrigan -quien, de no haber lanzado por la borda a Amanda Cook, se habría quedado en simple borracho- tenía por fuerza que haber intervenido en la desaparición del contramaestre. Sobre todo cuando éste, pendenciero y provocador, se llevaba muy mal con el segundo oficial del Tallahassee. Fordington-Lewthwaite se amparó en el hecho de que el capitán Kerrigan estaba ya absolutamente desprestigiado entre los pasajeros del velero -y que por tanto éstos, a cuya más servil disposición estaba Fordington-Lewthwaite, no pondrían objeciones a que se le declarara culpable de la muerte de Collins- y una semana después de que Léonide Meffre fuera arrojado a las aguas del Mediterráneo reclutó a dos voluntarios y se encerró con ellos y Kerrigan en el camarote de este último. Víctor Arledge y Lederer Tourneur los vieron entrar con paso decidido, y, extrañados, aguardaron, paseando por los alrededores, a que salieran. Fordington-Lewthwaite y sus subordinados tardaron una hora en hacerlo y durante este tiempo los dos escritores oyeron golpes y gritos que procedían del camarote de Kerrigan y empezaron a alarmarse, pero no se atrevieron a irrumpir en la habitación. Cuando Fordington-Lewthwaite salió estaba sudando, en mangas de camisa y muy satisfecho a juzgar por la expresión de su rostro. Arledge y Tourneur salieron a su encuentro y le interrogaron con la mirada; y entonces aquel oficial pomposo y academicista les dio la noticia: Kerrigan había confesado ser el asesino de Collins.
Al parecer, la intuición de Fordington- Lewthwaite no se había equivocado y, aunque en un principio obró arbitrariamente y desde luego sus métodos no eran recomendables, había acertado en sus suposiciones. Kerrigan y Collins, una noche, se habían enzarzado en una discusión acerca del trato que éste daba a la marinería y habían acabado por llegar a las manos. Collins había sacado un puñal y Kerrigan, en defensa propia según todos los indicios -si bien Fordington-Lewthwaite se guardó bien de decirlo-, le había cortado el cuello con una de las gruesas cuerdas que, enrolladas en espiral, abundaban sobre la cubierta del Tallahassee. Y después -y en ello se basaba principalmente Fordington-Lewthwaite para acusarle de asesinato- lo había rematado pegándole un tiro en el occipucio -a quemarropa, por lo que nadie había oído la detonación- y había deslizado el cadáver por la borda lenta y cuidadosamente para que nadie pudiera tampoco escuchar el ruido que habría hecho al entrar en contacto con el agua, colocado en una postura verdaderamente grotesca sobre uno de los rollos de cuerda con la ayuda de unas poleas. Aunque Arledge se sintió ofendido porque Kerrigan no hubiera incluido este episodio -tal vez demasiado reciente para ser revelado- en sus confidencias, no pudo creer al principio aquella versión de los detalles del crimen. Sin embargo se vio obligado a hacerlo cuando dos días después Fordington-Lewthwaite presentó pruebas irrefutables: el arma con que Kerrigan había disparado contra la cabeza de Collins, una confesión en toda regla hecha por escrito y al parecer voluntaria, y algunos objetos personales del contramaestre que se habían encontrado en uno de los cajones de la cómoda del camarote del capitán y que demostraban que Kerrigan no sólo era un asesino irascible sino también un ladrón. Y aunque Arledge, asimismo, podría haber pensado que las pruebas eran falsas y que habían sido preparadas por el mismo Fordington-Lewthwaite, sabía que éste, a pesar de ser un bárbaro ambicioso, por nada del mundo habría pisado el terreno de la ilegalidad -aparte de carecer de la imaginación necesaria para urdir tales pormenores.