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Fordington-Lewthwaite, seguramente, recordó sus aspiraciones de llegar a ser capitán propietario algún día y pareció calmarse un poco con las palabras que Tourneur en un aparte -en voz lo suficientemente baja como para que los demás pasajeros sólo oyeran un murmullo- le había dirigido.

– Está bien -respondió-. Pero lo que no me impedirá es que lo tenga bajo vigilancia. Soy el responsable provisional de este barco y ya ha habido demasiadas catástrofes a bordo. No estoy dispuesto a consentir que este individuo pueda cometer ningún otro delito. Es de la misma calaña que Kerrigan. Y por tanto es muy peligroso.

– Creo que se equivoca usted, pero, si así lo desea, puede vigilarlo, que yo no se lo impediré. Lo que no estoy dispuesto a tolerar es que se arreste a un hombre sin tener pruebas de que haya cometido ninguna fechoría. Y le advierto que no aceptaré ninguna prueba que demuestre que el señor Arledge ayudó a escapar a Kerrigan que no sea auténtica.

El rostro de Fordington-Lewthwaite se tomó grave.

– Jamás haría eso, señor Tourneur -dijo ya en un tono contemporizador-. Lamento lo ocurrido. Estaba fuera de mí. Le ruego que me disculpe.

– A quien debería pedir disculpas es al señor Arledge, Fordington- Lewthwaite, y no a mí.

Fordington-Lewthwaite miró a Arledge, que se había sentado en una butaca y había encendido un cigarrillo, y contestó:

– Eso es pedir demasiado.

Y acto seguido dio una orden y Wonham, sus marinos y él se retiraron con paso ligero.

Sin embargo, el mal ya estaba hecho: Lederer Tourneur, a pesar de su buena voluntad, cometió el error de hablar en voz baja con Fordington-Lewthwaite y de no dar posteriormente más explicaciones a sus compañeros de viaje. O tal vez no fue un error. El cuentista inglés era un hombre que se daba por satisfecho con actuar justamente, pero no tenía ningún interés por que su ecuanimidad fuera reconocida públicamente; su satisfacción era personal, privada, y lo que él consideraba importante era estar en paz consigo mismo y no con los demás. Y fueron estos modestos planteamientos los que hicieron que Lederer Tourneur interviniera en favor de Arledge, y no su aprecio por el novelista. Tourneur se contentó con la retirada de Wonham y sus marinos y con ello dio pie a que los pasajeros, que sólo habían escuchado las acusaciones de Fordington-Lewthwaite y las impertinentes respuestas de Víctor Arledge, retuvieran en sus memorias sólo aquellas palabras. Arledge ni siquiera se había tomado la molestia de defenderse y había mantenido una postura antipática según el criterio de los expedicionarios; y éstos, ya previamente en contra de él, dieron por supuesto que Fordington-Lewthwaite llevaba la razón y consideraron que sus improperios habían estado justificados. Víctor Arledge, una vez más, sufrió las consecuencias del carácter rebelde y aventurero del capitán Kerrigan, quien, sin saberlo, tanto mal le hizo y tan relevante papel desempeñó en los tormentos de los últimos años de la vida del escritor.

Cuando el Tallahassee estaba ya surcando aguas marroquíes y aquellos pasajeros que ponían fin a su travesía en la ciudad de Tánger salían de sus escondites y comentaban animados sobre cubierta el inminente término del crucero, Víctor Arledge, después de tres amargos días de enclaustramiento, salió de su camarote y se encaminó hacia las hamacas de popa, desiertas como de costumbre. Se sentó en una de ellas y permaneció durante quince minutos en tensión, contemplando el horizonte y después se levantó y buscó con la mirada a algún miembro de la tripulación. Cuando lo encontró -un muchacho de corta edad que seguramente desempeñaba el cargo de grumete- se llegó hasta él y le entregó una nota ordenándole que se la entregara al señor Hugh Everett Bayham en persona. El grumete prometió hacerlo en el acto y Arledge regresó a las hamacas de popa y volvió a tomar asiento. Allí aguardó ensimismado y consumiendo cantidades ingentes de cigarrillos durante cerca de cuarenta y cinco minutos, hasta que por fin oyó pasos que se aproximaban y se puso en pie. Eran Lederer y Marjorie Tourneur, que, joviales por la idea de que pronto iban a desembarcar en Tánger y con ello a perder definitivamente de vista el Tallahassee, estaban dando un paseo por el barco cogidos del brazo. Al ver a Arledge sonrieron, estrecharon su mano con calor y se sentaron junto a él. Arledge, al parecer, se mostró nervioso e intranquilo durante toda la conversación que sostuvo con el matrimonio.

– ¿Cómo se encuentra usted? -le preguntó Tourneur-. Hace días que no sale.

– Bueno, señor Tourneur -contestó Arledge-, usted sabe mejor que nadie que mi presencia no es bien acogida en ninguna parte del Tallahassee.

Los Tourneur estaban de buen humor y Lederer le dio una improcedente palmada en la espalda y repuso:

– No debe usted acobardarse, Arledge. Piense que todavía le queda por pasar en este barco mucho tiempo. Si sigue usted así, no podrá proseguir el viaje.

– Bueno, ya saben ustedes la última noticia acerca de esto, me imagino. Lo más probable es que el Tallahassee no continúe hasta la Antártida. Fordington-Lewthwaite se ha reunido con los demás oficiales y les ha dado un detallado informe de la situación. Estamos en unas condiciones irrisorias para acometer tal empresa. Es descabellado.

– No sabía nada -dijo Tourneur-, y lo que me pregunto es cómo usted, que está tan apartado de la vida social del velero, tiene esa información.

– Como sabe, dos gigantones guardan mi maltrecha puerta. Anoche oí sus comentarios. Creí que la noticia era del dominio público y que yo era el último en enterarme. Verá: el capitán Seebohm, aunque prácticamente restablecido, está muy débil para adentrarse por quién sabe cuántos meses en el Atlántico; Kerrigan… todos sabemos qué ha sido del organizador de esta aventura disparatada; Fordington- Lewthwaite no tiene suficiente experiencia para suplantarles durante tanto tiempo y además no posee el grado de capitán; los poneys de Manchuria han muerto en su mayoría y no creo que en Tánger podamos conseguir ni tan siquiera perros adecuados; los pasajeros están cansados, arrepentidos de haber exigido este crucero previo, y algunos de ellos han manifestado ya sus deseos de cancelar la expedición y desembarcar también en Tánger -o bien poner rumbo a Marsella- para regresar desde allí a sus hogares; y la tripulación, tácitamente, también apoya a este grupo. Sólo los investigadores científicos insisten en llegar hasta el polo sur. Alegan que, de ser suspendida la expedición, ellos no habrán hecho más que perder su valioso tiempo y amenazan con exigir una fuerte indemnización si el Tallahassee se queda en Tánger. Pero, ya sabe, somos nosotros quienes finalmente financiamos el proyecto y supongo que serán nuestros deseos los que prevalecerán. Es casi seguro que todos desembarcaremos en Tánger.

Lederer Tourneur suspiró, se pasó una mano por su larga cabellera rubia, y preguntó:

– ¿Y usted qué opina, Arledge?

– Yo me alegro, señor Tourneur, como podrá usted imaginar. Deseo ardientemente estar de nuevo en mi confortable piso de la rue Buffault o pasar una temporada en el campo. Crea que echo mucho de menos todo eso: la tranquilidad, la vida ordenada, el sosiego. Aunque el capitán Seebohm ha de tomar todavía una decisión -por culpa de los investigadores únicamente-, espero con alegría el momento de llegar a Tánger. Estoy convencido de que mi viaje terminará allí.

– ¿Aunque, por un azar, se decida proseguir hasta la Antártida? -intervino Marjorie Tourneur.

– Aun así -respondió Arledge-. El único interés que este viaje tenía para mí está a punto de ser satisfecho -e, inquieto, se volvió para mirar hacia atrás.

– Sí, comprendo que el crucero no haya resultado muy agradable para usted. Las cosas se han complicado tontamente y usted ha pagado por ello. El comportamiento de Lambert Littlefield y de la señorita Cook, sobre todo, ha sido exasperante.

– Sí -respondió Arledge agradecido por la simpatía de la señora Tourneur-, pero tampoco importa ya. Tal vez mis gestiones habrían tenido el éxito asegurado de antemano de no haber sido por ellos y por la señorita Bonington, pero el resultado de esas gestiones ahora no depende ya de gente como ellos. Por otra parte -añadió-, creo que cometí un error al aceptar el desafío de Meffre y por ello me temo que parte de la culpa de todo ha sido mía.

Tourneur le interrumpió con calor:

– Usted no tuvo más remedio que aceptar, Arledge. No diga tonterías. El duelo fue legal, y si usted es buen tirador nadie tiene la culpa de ello. Todos lamentamos la muerte de Meffre como habríamos lamentado la suya, pero el error lo cometió él al retarle sabiendo que usted tenía todas las de ganar. ¿Qué otra cosa podía usted haber hecho? Todos somos caballeros, ¿no es así?

Arledge no sólo estaba nervioso e intranquilo; también parecía enormemente fatigado. Guardó silencio durante unos segundos y entonces dijo pausadamente:

– Sí, señor Tourneur, todos somos caballeros, incluido el capitán Kerrigan.

Lederer Tourneur y su esposa, algo confundidos por el extraño estado de Arledge y por las alusiones que había hecho a gestiones e intereses cuyo significado y contenido eran desconocidos para ellos, se pusieron en pie y se despidieron cordialmente de él hasta otro rato y se dispusieron a reanudar su paseo por cubierta.

Lo que ahora sigue lo he logrado saber a través de un sobrino de Lederer Tourneur. Su tío, hoy muerto, se lo contaba como una de las escenas más deplorables que jamás había contemplado. Censuraba la conducta de Víctor Arledge y la tachaba de verdadero insulto a la dignidad de la persona. Ojalá que Lederer Tourneur no hubiera sido tan estricto ni tan caballero. Ahora podríamos saber con exactitud cuáles fueron las causas decisivas del retiro y muerte de Arledge y no tendríamos que contentarnos con vagas suposiciones y más o menos acertadas conclusiones.