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– Ah -dijo Branshaw entonces-. Pues verá: interrogó a muchas más personas que al sobrino de Tourneur, entre ellas a Esmond Handl, que murió hace sólo cuatro años, y gracias al cual supo acerca de la carta y otros pormenores. Muchos otros pasajeros del Tallahassee están vivos y gozan de buena salud. Pero donde principalmente encontró fuentes de información fue en la mansión del pariente escocés de Arledge, en las cercanías de Perth. Allí había dejado Víctor Arledge algunas notas referentes al viaje: material que no era publicable por ser mínimo, incomprensible, disperso y esquemático, pero que Edward, teniendo ya algunos datos previos y sabiendo a qué aludían muchas de estas notas, sí supo aprovechar.

– Me ha parecido observar -dije- que hay algunos errores técnicos. Por ejemplo, me parece que el Tallahassee, según la novela, tardó demasiado en ir de Alejandría a Tánger.

– Sin duda los habrá. Por un lado, Edward Ellis no sabía nada de navegación; por otro, murió sin poder corregir la novela, y, por un tercero, lo que escribía era ficción, y, según su criterio, este tipo de errores sólo son imperdonables en un ensayo.

– Ya comprendo -murmuré, y al hacerlo me puse en pie.

– ¿Ya se va? -me preguntó Branshaw levantándose a su vez.

– Sí. Mis obligaciones me reclaman -contesté-. Le agradezco mucho su gentileza, señor Branshaw, y confío en que tendremos oportunidad de volver a hablar sobre La travesía del horizonte en otra ocasión, tal vez cuando no esté tan reciente su lectura y usted haya tenido más tiempo para meditar su opinión.

– Como usted guste, pero le advierto que mi decisión ya está tomada y es irrevocable. La novela no se publicará.

Yo sonreí, anduve hasta la puerta, que él abrió, y al estrecharle la mano en señal de despedida dije:

– Espero que podré hacerle cambiar de opinión.

Branshaw volvió a sonreír y respondió: -No puedo impedirle que lo espere, pero será en vano, se lo aseguro. Adiós.

– Hasta pronto, y gracias por todo, señor Branshaw.

Salí y la puerta se cerró tras de mí, silenciosamente.

Tardé más tiempo del previsto en llegar a casa de la señorita Bunnage, en Finsbury Road. Estaba ansioso por verla, por saber qué le había impedido acudir aquella mañana a la mansión de Holden Branshaw -no compartía en absoluto las suposiciones de éste- y por que me revelara -si no se había arrepentido de su promesa o no la consideraba sin validez al no haber ella asistido a la segunda parte de la lectura- los misterios que rodeaban y envolvían a La travesía del horizonte. El libro, en verdad, me había entusiasmado y, más que la obra de Edward Ellis en sí, lo que había acabado de despertar mi curiosidad había sido la historia y la personalidad de Victor Arledge, un autor del que hasta dos noches antes lo había ignorado todo. Por ello, desde el momento en que me había acordado de la existencia de la señorita Bunnage me encontraba en un inusitado estado de excitación, tan impaciente estaba por saber detalles -que al parecer ni Edward Ellis había logrado averiguar- acerca del asunto que entonces ya me obsesionaba. No encontré un coche con facilidad y por este motivo no pude llegar al número cuatro de Finsbury Road hasta tres cuartos de hora después de haber abandonado la casa del señor Branshaw.

Llamé a la puerta, pero nadie respondió, de modo que volví a llamar y aguardé, en vano. Insistí tres veces más sin ningún resultado y entonces pensé en tratar de descubrir algo a través de las ventanas. Fue entonces cuando me di cuenta de que todas las contraventanas menos una del piso de abajo estaban cerradas. Miré por la ventana que estaba descubierta, pero, obviamente puesto que la luz sólo penetraba por aquel hueco, la oscuridad impedía discernir nada -o casi nada: apenas si logré vislumbrar las cuatro patas de una silla-. Extrañado, me pregunté a qué podrían deberse aquel silencio y aquel abandono, y varias respuestas desfilaron por mi cabeza, entre ellas la acertada.

Mi excitación disminuyó y entonces me invadió una terrible sensación de cansancio que me obligó a tomar otro coche y dirigirme hacia mi casa.

Allí me di un baño y almorcé en compañía de una prima mía de veintiocho años, hermosa e inteligente, recién llegada a Londres, que me había estado esperando pacientemente y a la que yo había invitado a comer una semana antes, habiéndolo luego olvidado por completo. Constance, ese es su nombre, me notó intranquilo y agitado, y, solícita, me preguntó qué me sucedía. Yo, entonces, cada vez más nervioso, me levanté de la mesa y busqué el teléfono de la señorita Bunnage en el listín. Llamé, pero nadie respondió. Estaba ya dispuesto a llamar a la policía cuando Constance, visiblemente alarmada por mi estado y mi comportamiento, repitió su pregunta. Me senté de nuevo a la mesa y le conté, muy por encima, todo lo que había ocurrido en los dos últimos días. Se mostró interesada por el relato y preocupada por la suerte de la señorita Bunnage y me propuso que volviéramos los dos hasta Finsbury Road y preguntáramos a los vecinos o esperáramos sentados en los escalones del portal hasta que la señorita Bunnage o su criada apareciesen. Yo, cómo no -agradecido por que hubiera sido ella y no yo quien hubiera tenido la ocurrencia, impidiendo con ello que yo la considerara ridícula o improcedente-, aplaudí su idea e inmediatamente los dos nos pusimos en marcha. Constance había traído su coche y en pocos minutos nos encontramos ante la puerta verde oscuro de la damita.

Constance, mucho más decidida que yo, llamó al timbre de la casa contigua, pero allí tampoco nadie salió a abrir, de modo que nos sentamos en los peldaños de acceso al número cuatro y nos dispusimos a esperar. No tuvimos que hacerlo durante mucho tiempo, porque cuando llevábamos allí no más de diez minutos vimos aparecer tres coches negros seguidos -la calle apenas si tiene tráfico- que se detuvieron a nuestra altura, y de ellos descendieron unas doce personas, entre las que estaba la vieja criada de la señorita Bunnage. Mis sospechas se vieron confirmadas al observar que todos iban vestidos de gris o negro y estaban muy compungidos. La vieja criada, ayudada por dos hombres -sin duda los demás eran los vecinos ausentes-, se encaminó hacia el lugar en que Constance y yo habíamos estado esperando. Nos pusimos en pie y yo, con gravedad, pregunté:

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está la señorita Bunnage? -y al ver que la criada no me reconocía, añadí-: ¿No se acuerda usted de mí? Ayer estuve almorzando en esta casa.

La vieja criada me miró y pareció caer en la cuenta de quién era yo. La presencia de Constance debía de haberla desconcertado.

– Acabamos de enterrarla -respondió, y con un ademán pidió paso para entrar en la casa.

Constance y yo nos hicimos a un lado, pero antes de que la vieja criada desapareciera tras la puerta, le pregunté si la señorita Bunnage había dejado algún mensaje para mí y dije mi nombre. Ella se volvió y respondió que no con la cabeza.

Los vecinos me explicaron que la señorita Bunnage estaba muy delicada del corazón y que durante la noche anterior había sufrido un ataque que le había provocado la muerte instantánea. Su testamento había sido en favor de la vieja criada: ahora la casa, los cuadros, los muebles, los libros y algún dinero le pertenecían.

LIBRO OCTAVO

Pasaron dos años, durante los cuales -quién sabe hasta qué punto influyó en ello aquella tarde- me casé con mi prima Constance y me fui a vivir, por cuestiones de trabajo, a los Estados Unidos. Poco a poco fui olvidando a la señorita Bunnage, al señor Holden Branshaw -o Hordern Bragshawe, nunca llegué a saberlo- y a La travesía del horizonte. Pero no de manera definitiva; de vez en cuando, mientras mi dulce y encantadora esposa me aguardaba en la cama y yo retrasaba unos minutos la hora de acostarme por culpa de la lectura, me preguntaba por las revelaciones que la señorita Bunnage había prometido hacerme acerca de la novela de Edward Ellis, y también, aunque es un autor poco conocido en América y sus obras no son fáciles de encontrar allí, cayeron en mis manos casualmente algunas novelas de Víctor Arledge, que por lo general me parecieron muy inferiores a La travesía del horizonte, de la que no había sido autor sino personaje. Ello, a su vez, me hacía preguntarme por qué el amigo del señor Branshaw había dedicado su vida y su fortuna a averiguar los motivos que habían impulsado a retirarse de la literatura a un autor tan poco excepcional.

Aproximadamente dos años después de aquella tarde, como digo, mi esposa se vio obligada a trasladarse a Inglaterra para visitar a su padre, que estaba agonizando y deseaba verla antes de morir. Cuando regresó, entristecida pero contenta de volver a estar en casa y de reunirse nuevamente conmigo, me trajo un regalo: había estado en el número cuatro de Finsbury Road y había conseguido comprarle a la vieja criada de la señorita Bunnage una carpeta llena de papeles que había pertenecido a esta última y que aquélla aún no había vendido a los estudiosos que se interesaban por los trabajos críticos de la damita. Examiné con interés el contenido de aquella carpeta, y entre muchas cartas, apuntes y comentarios de texto, encontré cuatro páginas desgastadas por el tiempo y escritas en primera persona por una letra que parecía masculina y que desde luego no era la de la señorita Bunnage. Saqué mis conclusiones, pero me quedé con la convicción de que ella había sabido mucho más acerca de La travesía del horizonte de lo que aquellas cuatro páginas delataban.

Julio de 1971 – Septiembre de 1972