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Al día siguiente un médico comprobó las suposiciones de Hugh Everett Bayham. La policía continúa investigando sin ningún resultado positivo, y todo el mundo, salvando el episodio de la hermosa adolescente, cree en la veracidad de la aventura y la comenta con entusiasmo. Y con ellos -es bien patente-, yo, que me honro en tener la exclusiva de la versión directa. Sólo he visto a Margaret y a Bayham en una ocasión desde entonces, a la salida de un teatro, y si bien estaban un poco más graves o menos joviales que de costumbre, parecían haber olvidado lo ocurrido.

Y bien, eso es todo por hoy, querido Víctor. Espero tus noticias, y desde luego, si hay alguna novedad referente a este asunto, te lo comunicaré inmediatamente, Saludos de Clara y los mejores deseos de tu amigo

Esmond Handl"

No hubo novedades. También Arledge, como Handl y sus amigos, pensaba que parte de aquella fantástica historia era mentira, pero no se sentía inclinado, como ellos, a dudar de la existencia de la joven. Las palabras que Handl ponía en boca de Bayham eran, con toda seguridad, exactas, pues Esmond era un hombre capaz de recitar de memoria, con haberlo oído tan sólo una vez, el papel de uno de los personajes de cualquier obra de teatro. Y era precisamente el tono empleado por el pianista lo que llamaba la atención de Arledge; su impertinente desenfado del comienzo, su repentino alto en la narración para anunciar la nebulosidad que envolvía a lo que iba a seguir, su súbita seriedad al contar la aparición de la muchacha, sus denodados esfuerzos por mostrar pruebas que garantizaran la autenticidad de los hechos, y aquel trato hosco y frío que había dispensado a su mujer tras cuatro días de angustiosa separación, todo ello le hacía pensar que la media semana que Hugh Everett Bayham había pasado fuera de Londres le había afectado -en uno u otro sentido- más de lo que a primera vista parecía, y fomentaba sus ya de por sí muy lógicos deseos de conocerle, que, unidos a otros más ocultos y animosos, convertían su viaje en una verdadera obsesión.

Arledge no había querido saber cuánto iba a el durar la travesía con exactitud, temeroso de que a la respuesta a esta pregunta pudiera disuadirle de participar en la aventurada empresa en el último instante, pero llegó un momento, aproximadamente diez días antes de iniciar la marcha, en que tuvo la ocasión de comprobar que las bellas imágenes con que Kerrigan le había tentado y convencido aquella mañana en la rue Buffault habían pasado a segundo término, e incluso era posible que hubieran desaparecido de su mente. Bajo ninguna circunstancia pensaba en el Tallahassee como un barco que iba a ser su lugar de residencia durante mucho tiempo, ni en la expedición como lo que -dejando de lado el improcedente crucero previo- en realidad era: un vanidoso intento de adentrarse en la Antártida más de lo que lo habían hecho Bruce, Larsen, Scott y Nordenskjöld; y mientras el resto de los expedicionarios dedicaba la mayor parte de su tiempo a informarse acerca de los anteriores viajes realizados al polo sur y a aprender cosas tan útiles como qué hay que hacer si el suelo se resquebraja y alguien queda a merced del agua helada, Arledge no se preocupó por estas cuestiones más de lo que lo hizo -desde que supo que habría de conocer a Hugh Everett Bayham en Marsella- por borrar de la lista de pasajeros a Léonide Meffre. Y así, cuando diez días antes recibió la visita de un Kerrigan apesadumbrado en demasía por la noticia de que uno de los más populares expedicionarios ingleses había anulado su tarjeta de embarque, tuvo la ocasión de comprobar, mientras preguntaba intentando guardar la calma de quién se trataba, que el único motivo que le impulsaba ya a tomar parte en la aventura era el frenético deseo de saber qué le había sucedido realmente a Hugh Everett Bayham en Escocia. La respuesta de Kerrigan, sin embargo, no sólo le tranquilizó a este respecto sino que le proporcionó una información que venía a confirmar el turbio carácter que el secuestro del pianista inglés tenía: Margaret Holloway se había separado de su marido y, por tanto, renunciaba a la travesía.

El día que zarpó el Tallahassee -velero con casco metálico, tres mástiles y máquina de vapor, clasificado por el Lloyd's Register of Shipping como buque mixto, propiedad de la Cunard White Star, construido por Newport News Shipbuilding and Dry Dock Company (Estados Unidos), cuya matrícula fue cambiada en Liverpool al ser comprado y abanderado por Gran Bretaña en 1896 (aunque conservándose como identificación el nombre de la ciudad que lo bautizó), con una velocidad de 11,5 nudos, con capacidad para setenta pasajeros, y al mando del capitán de navío Eustace Seebohm, inglés, y del primer oficial J D Kerrigan, americano- hubo un gran alboroto en el puerto de Marsella. Globos, confetti y serpentinas invadieron el navío y sembraron de color las aguas cercanas. Todos los expedicionarios, según se iban embarcando, fueron vitoreados. Finalmente, a las diez de la mañana, después de las ceremonias obligadas, el velero se alejó de la costa llevando a bordo cuarenta y dos pasajeros de categoría, quince hombres de ciencia, y una inevitable, furibunda, maldiciente tripulación.

LIBRO TERCERO

Victor Arledge empezaba a aburrirse en exceso cuando desapareció el contramaestre. Hasta entonces, el tedio y las mujeres estúpidas habían controlado los proyectos iniciales de correr riesgos y desobedecer el itinerario previamente acordado; y lo que era aún peor, habían controlado la cubierta. Esmond Handl, desde el segundo día de viaje, se encontraba encerrado en su camarote, fácil presa de la inestabilidad del barco, y Clara, su esposa, con una abnegación rayana en la abominable solicitud con que se suele tratar a las personas de edad, se había esfumado tras él; Kerrigan estaba demasiado atareado con sus idas y venidas, sus atenciones para con las damas y sus temores por la salud de los poneys de Manchuria; y Bayham, qué decepción, se pasaba los días y las más de las noches jugando al whist en el salón de fumadores, y cuando no (contadas eran las ocasiones), se dedicaba a pasear o contemplaba las aguas con gesto vago en compañía de una hermosa joven de negros cabellos (la cual, por cierto, apenas si se dejaba ver a solas) cuya identidad Arledge aún desconocía, impidiendo así cualquier tentativa por su parte de entablar amistad, o al menos conversación, sin tener que rebajarse a aprender el significado de los naipes o entrometerse en la charla privada de dos personas a las que -por culpa de la indisposición de Handl y de la idea, común a todos los pasajeros excepto al que suponía tal cosa, de que todos los allí convocados se conocían íntimamente- todavía no había sido presentado. Y ni siquiera Léonide Meffre se dignaba irritarle con sus observaciones de mal gusto. La abulia se había apoderado de él y tan sólo, para su desgracia, algunas señoras abrumadoras le obsequiaban con atenciones que había de tener en cuenta, más que nada por la prolijidad de las mismas. Los investigadores, por otro lado, le anonadaban con sus espesas y metódicas descripciones de la Antártida, llenas de detalles técnicos y de erudición que para nada le interesaban; y únicamente la presencia (menos constante de lo deseado en tales circunstancias) tranquila y sosegada en extremo de un viejo cuentista inglés muy conocido en la época, cuyo nombre de letras era Lederer Tourneur -de salud delicada y semblante claro, siempre sentado en las sillas o hamacas de mimbre que abarrotaban la popa, en compañía de su otoñal esposa norteamericana-, era lo que le hacía desechar sus reiterados impulsos de abandonar el barco en la siguiente escala. Las escalas, por su parte, habían suscitado acaloradas discusiones y los consiguientes rencores generales. Kerrigan, Seebohm y los investigadores eran partidarios de hacerlas breves y escasas con el objeto de acelerar la marcha, y, en cambio, un grupo bastante nutrido de pasajeros, que habían de desembarcar en Tánger para regresar desde allí a sus respectivos lugares de residencia, exigía paradas continuas. El resultado de esta divergencia de opiniones (el peso de las órdenes de Seebohm no alcanzaba a los expedicionarios, que pagaban su salario) fue que el Tallahassee se detuvo en todas las ciudades costeras de Italia, Grecia y Turquía durante unas horas (o a lo sumo un día, en algunos casos excepcionales). El descontento general, avivado por las veladas rencillas de las señoras y por las protestas de la tripulación, llegó a alcanzar límites inadmisibles. En tales ocasiones Tourneur, su esposa y Arledge se inclinaban por alterar el rumbo definitivamente y atravesar el Canal de Suez para visitar Etiopía y la India, pero sus iniciativas nunca tenían seguidores y habían de resignarse a soportar, cada vez con menos fuerzas, aquel insípido crucero. Tourneur y Marjorie, su mujer, formaban parte del grupo que habría de quedarse en Tánger (no por falta de ganas de aventura, sino porque la endeble constitución del escritor les obligaba a vivir en zonas de clima caluroso), y Arledge, en vista del desastroso panorama que tenía ante sí, pensaba en la posibilidad de permanecer junto a ellos y renunciar al resto de la travesía, y con ello al enigma escocés y a todo lo demás, cuando la desaparición del contramaestre vino a proporcionarle diversión e interés por lo que desde aquel instante pudiera suceder a bordo del Tallahassee. Era el contramaestre un hombre de mal carácter, con el que Arledge, como con el resto de la marinería, no tenía el más leve contacto. Sin embargo, en sus abundantes ratos de ocio le había visto con frecuencia insultar y maltratar a sus subordinados, y ello le hizo suponer que durante la noche habría sido sacado de su camarote y lanzado al agua con una piedra atada al cuello. No había pruebas de ello (y Arledge, de haberlas tenido, seguramente no las habría puesto en manos de las autoridades) y tanto Seebohm, responsable de su suerte, como los pasajeros, que deseaban alejar de sus mentes toda sensación de peligro, decidieron que lo más probable era que el contramaestre hubiera desertado, suposición harto infundada, ya que Collins, ese era su nombre, gozaba con su trabajo, sus abusos y sus desmanes.