Llegó diez minutos tarde a casa de la mujer de Addison Road. Durante todo el camino hacia la parte trasera de aquella casona y por las escaleras que bajaban al sótano la mujer lo sermoneó sobre la puntualidad como si fuera su jefa y no su clienta. Mix estuvo a punto de decirle que, en su opinión, la causa de los daños en la máquina escaladora era el desuso y no el desgaste, cosa que no le sorprendía dadas sus dimensiones. Sin embargo, no lo hizo. La mujer tenía encargada una máquina elíptica en Fiterama Accessories y si se mostraba grosero podría ser que anulara el pedido.
Nada de eso importaba ahora que había averiguado a qué gimnasio iba Nerissa. Aunque lo del número era una lástima. Entre sus demás creencias y miedos ocultos, Mix era supersticioso, sobre todo en lo referente a pasar por debajo de escaleras y con el número trece. Siempre que podía evitaba tener nada que ver con ello. No sabía cuándo había empezado su fobia o lo que fuera eso, aunque sí era cierto que Javy, con quien su madre había contraído matrimonio el decimotercer día del mes, cumplía años el trece de abril. Era muy probable que aquel día que le pegó una paliza tan grande que casi lo mata fuera trece, pero entonces Mix era demasiado pequeño para recordarlo o incluso para saberlo.
El Club Cockatoodle del Soho estaba demasiado caldeado, olía a distintas clases de humo y a curry verde tailandés y no era un lugar muy limpio. En cualquier caso, eso fue lo que dijo la chica que Steph, la novia de Ed, había traído consigo para Mix. Ed era otro técnico de Fiterama amigo de Mix y Steph era su pareja, con la que vivía. La otra chica no dejaba de pasar el dedo por las patas de la silla y por debajo de las mesas para luego sostenerlo en alto y que todos lo vieran.
– Me recuerdas a mi abuela -dijo Steph.
– Los lugares en los que la gente come deberían estar limpios.
– ¡Comer, dice! Estaría muy bien poder hacerlo. Ya hace tres cuartos de hora bien buenos que pedimos esas gambas.
La otra chica, que se llamaba Lara, y que padecía fiebre del heno o alguna otra cosa que hacía que se sorbiera mucho la nariz, se puso de nuevo a sacar el polvo de debajo de la mesa con el dedo. Steph encendió un cigarrillo. Mix, a quien no le gustaba que se fumara, calculó que era el octavo desde que habían entrado. Tenían puesta música hip-hop a un volumen demasiado elevado para poder conversar con normalidad y tenías que gritar para hacerte oír. Mix no sabía cómo se las arreglaba Steph con sus pulmones dañados, se imaginó todas las vellosidades latentes ahí adentro. En aquel preciso instante apareció la camarera con gambas al curry para las chicas y pastel de carne con puré de patatas para ellos. El dedo explorador de Lara tocó la rodilla de Mix y la chica lo retiró como si se hubiese pinchado.
Intercambiaron una mirada resentida. Entre el ruido, aquella chica espantosa y que el pastel de carne olía como si le hubiera caído curry encima, a Mix le entraron ganas de irse a casa. No es que fuera muy mayor, pero sí demasiado viejo para todo aquello. Lara dijo que una camarera así vestida era un insulto a todas las mujeres.
– ¿Por qué? Es una chica preciosa. Me encanta su falda.
– Sí, claro, era de esperar. A eso me refiero. Más que una falda es un cinturón, si quieres saber mi opinión.
– No quiero saberla -gritó Ed a voz en cuello-. En cuanto a los insultos, sólo estoy mirando, no me la voy a tirar.
– Eso es lo que tú querrías.
– Oh, vamos, cállate -dijo Steph, que tomó a Ed de la mano con afecto.
Ninguno de ellos se lo estaba pasando demasiado bien. Aun así, se quedaron. Ed compró una botella de champán de Moravia e intentó bailar con Steph, pero la pista era diminuta y estaba tan llena de gente que no solamente resultaba imposible moverse, sino incluso mantenerse derecho. Lara empezó a estornudar y tuvo que utilizar la servilleta como pañuelo. No se marcharon hasta las dos. Todos tenían la sensación de que, si se iban a casa más temprano, el cielo se les vendría encima. Mix se embarcó en una de sus fantasías, esta vez vengativa, en la que acompañaba a Lara en coche, pero en lugar de llevarla a su casa en Palmers Green (que, para un tipo que vivía en Notting Dale, suponía un buen trecho a esas horas de la noche), se imaginó que la llevaba hasta Victoria Park o London Fields, la sacaba del coche de un empujón y la dejaba allí para que volviera a casa sola. Eso si no era víctima de los maníacos homicidas que supuestamente frecuentaban esos lugares. Pensó que Reggie sí se hubiera ocupado de ella.
Circularon en dirección de Hornsey en silencio mientras Mix se imaginaba a Reggie atrayéndola a Rillington Place con la excusa de que le curaría la fiebre del heno con un inhalador que lo que haría en realidad sería gasearla. Haría que se sentara en su hamaca y le haría respirar el cloroformo…
– ¿Por qué has sido tan horrible? -le preguntó después de que él le hubiera dirigido un frío «Buenas noches» mientras le abría la puerta del acompañante. Mix no respondió, sino que desvió la mirada. Ella entró por la puerta principal del número trece (seguro que era ese número) y cerró dando un portazo. Lo más probable era que en aquel edificio hubiera otros diez ocupantes como mínimo y los habría despertado a todos. Cuando se instaló en el asiento del conductor, Mix tuvo la sensación de que el lugar aún retumbaba.
La noche era fría y los coches aparcados ahí afuera tenían los parabrisas cubiertos de hielo. Mix no conocía muy bien aquella zona, pasó de largo la calle por la que tenía que girar y, después de conducir durante lo que le parecieron horas, se encontró en la parte posterior de la estación de King’s Cross. Daba igual. Tomaría Marylebone Road y el paso elevado. Allí había movimiento día y noche. El tráfico nunca cesaba. Sin embargo, las calles laterales estaban desiertas y las farolas, que deberían haberlas animado, les daban un aspecto más inhóspito y menos seguro que la oscuridad.
Tuvo que subir y bajar por Saint Blaise Avenue y subir de nuevo antes de encontrar un sitio en el aparcamiento para residentes en el que dejar el coche. Si lo dejaba en la línea amarilla, tendría que salir antes de las ocho y media de la mañana para moverlo. A esas horas de la noche la calle estaba llena de vehículos y vacía de gente. Era tal la oscuridad entre los pilares del pórtico que tardó un rato en encontrar la cerradura y meter la llave en ella.
Cruzó el vestíbulo y vio su imagen en el espejo como si fuera la de un extraño, irreconocible en la penumbra. Todas las luces de la escalera y los descansillos tenían temporizador y se apagaban solas, según sus cálculos, al cabo de unos quince segundos. Las bombillas de las lámparas colgantes del vestíbulo y la escalera eran de un voltaje muy bajo y unos grandes pozos de negrura se abrían frente a las curvas y recodos. Mix empezó a subir maldiciendo la longitud de la escalera. Estaba muy cansado y no sabía por qué. Tal vez tuviera que ver con el estrés emocional de localizar a Nerissa y averiguar adónde iba, o quizá fuera debido a esa tal Lara que tan opuesta era a ella. Le pesaban las piernas y empezaron a dolerle los músculos de las pantorrillas. Al cabo de dos tramos, en el primer descansillo, allí donde dormía la señorita Chawcer al otro lado de una gran puerta de roble situada en un profundo hueco, las luces se atenuaban aún más y se apagaban más rápido. Era imposible distinguir la parte superior del siguiente tramo de escaleras. Desde allí, el piso de arriba se hallaba sumido en una densa sombra negra.
La casa era tan grande y los techos tan altos que el ambiente resultaba escalofriante incluso en un día luminoso. Por la noche, las flores y frutas talladas en la madera se convertían en gárgolas y, en aquel silencio, a Mix le parecía oír suaves suspiros provenientes de los rincones más oscuros. Mientras subía despacio porque, como de costumbre, ya estaba sin aliento, recordó, tal como suele ocurrir en estas situaciones, que creía a medias en los fantasmas. Él había dicho con frecuencia, refiriéndose a alguna casa vieja en particular, que no creía en fantasmas, pero que por nada del mundo pasaría una noche allí. Le resultaba difícil romper con la costumbre que había adquirido de contar los peldaños del tramo superior como si eso pudiera cambiar el resultado a doce o a catorce. Parecía hacerlo automáticamente después de pulsar el interruptor situado al pie. Había llegado sólo a tres cuando, bajo el débil brillo de la luz, creyó ver una figura arriba. Era un hombre más bien alto y en las gafas que llevaba sobre su nariz aguileña se reflejaban los colores de la ventana Isabella.