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– Fui a esa casa en una ocasión, cuando era joven.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso?

Él ya sabía que la mujer no estaría muy comunicativa, y así fue.

– Tenía una razón para ir allí. La visita no duró más de media hora. Era un hombre desagradable.

Mix no pudo controlar su entusiasmo.

– ¿Qué impresión le causó? ¿Tuvo la sensación de encontrarse en presencia de un asesino? ¿Su esposa estuvo presente?

La mujer se rió con su risa destemplada.

– ¡Por Dios, señor Cellini! No tengo tiempo de responder a todas estas preguntas. Tengo que seguir.

¿Seguir con qué? Por lo que él sabía, rara vez hacía otra cosa que no fuera leer. Debía de haber leído miles de libros, leía continuamente. Se sintió frustrado tras su respuesta insatisfactoria, si bien provocativa. Tal vez fuera una mina de información sobre Reggie, pero era demasiado engreída para hablar de ello.

Mix empezó a subir por la escalera que aborrecía con un odio feroz aun cuando no era estrecha, precaria ni curva. Tenía cincuenta y dos peldaños y una de las cosas que le desagradaban de ella era que estaba formada por tres tramos: veintidós escalones en aquel primero, diecisiete en el otro y nada menos que trece en el último. Si algo había que alteraba a Mix más aún que las sorpresas desagradables y las viejas maleducadas, era el número trece. Por suerte, Saint Blaise House estaba en el número 54 de Saint Blaise Avenue.

Un día en que la vieja Chawcer había salido, Mix contó los dormitorios sin incluir el suyo y se encontró con que había nueve. Algunos de ellos estaban amueblados, si es que se podía llamar muebles a lo que contenían, y otros no. La casa entera estaba hecha un asco. En su opinión, hacía años que allí nadie había hecho las tareas domésticas, aunque a ella la había visto pasar el plumero por encima. Toda aquella ebanistería, labrada con escudos, espadas y cascos, rostros y flores, hojas, guirnaldas y cintas, se hallaba cubierta por una antigua acumulación de polvo. Las telarañas formaban cuerdas que unían un balaustre con otro, o una cornisa con la moldura para los cuadros. La mujer había vivido allí toda su larga vida, primero con sus dos progenitores, después con su padre y luego sola. Aparte de esto, Mix no sabía nada más sobre ella. Ni siquiera sabía cómo era que la casa tenía tres dormitorios en la planta de arriba cuando ésta ya se había reformado y convertido en un piso.

A partir del primer rellano la escalera se estrechaba y el último tramo, el superior, estaba embaldosado, no enmoquetado. Mix nunca había visto una escalera de baldosas negras y relucientes, pero en casa de la señorita Chawcer había muchas cosas que no había visto nunca. Daba igual los zapatos que llevara, en esas baldosas hacían un ruido terrible, un golpeteo sordo, o bien un taconeo, y creía que la mujer había embaldosado los peldaños para enterarse de la hora a la que entraba su inquilino. Él ya había tomado por costumbre quitarse los zapatos y continuar en calcetines. No es que alguna vez hiciera algo «malo», pero no quería que ella estuviera al tanto de sus asuntos.

El vitral moteaba el descansillo superior con manchas de luz de colores. La vidriera representaba una chica mirando una maceta con alguna clase de planta en su interior. Cuando la vieja Chawcer lo acompañó arriba la primera vez, la había llamado la ventana Isabella, y el dibujo, Isabella y la maceta de albahaca, no le decía nada a Mix. Por lo que a él concernía, la albahaca era una cosa que crecía en una bolsa que comprabas en el supermercado Tesco. La chica parecía enferma, pues su rostro era el único pedazo de cristal que era blanco, y a Mix le molestaba tener que verla cada vez que entraba o salía de su piso.

Él se refería a su vivienda como a un apartamento, pero Gwendolen Chawcer la llamaba «habitaciones». En su opinión, aquella mujer vivía en el pasado, y no treinta o cuarenta años antes, como ocurre con la mayoría de ancianos, sino un siglo. Él mismo había instalado el baño y la cocina con la ayuda de Ed y su amigo. Lo había pagado de su bolsillo, por lo que la señorita Chawcer no podía quejarse. En realidad, tendría que estar contenta; cuando fuera famoso y se hubiera mudado, todo aquello quedaría allí para el siguiente inquilino. El hecho es que ella nunca había sido capaz de ver la necesidad de tener un baño. Le explicó que, cuando ella era joven, uno tenía el orinal en el dormitorio, una jofaina en el palanganero y la criada te subía un jarro con agua caliente.

Mix disponía de un dormitorio además de una amplia sala de estar en la que dominaba una fotografía tamaño póster de Nerissa Nash, tomada cuando un periódico empezó a mencionar a las modelos además de a los diseñadores de ropa. Eso fue en la época en la que la definían como una Naomi Campbell de baratillo. Ya no era así. Tal como hacía con frecuencia al entrar, Mix se quedó parado frente al póster como un devoto que contemplara una imagen sagrada, pero, en lugar de plegarias, sus labios murmuraron:

– Te quiero, te adoro.

Mix ganaba un buen sueldo en Fiterama y no había reparado en gastos con el piso. Había comprado a plazos el televisor, el vídeo y el reproductor de DVD, que iban en un mueble de barras cromadas, así como gran parte de los enseres para la cocina, pero eso, para utilizar una de las expresiones favoritas de Ed, era moneda corriente, todo el mundo lo hacía. La alfombra blanca y el tresillo de cheviot color gris los había pagado en efectivo y había adquirido la figura en mármol negro de la chica desnuda llevado por un impulso, pero no lo lamentó ni por un momento. Había hecho enmarcar el póster de Nerissa con el mismo acabado cromado que el mueble del televisor. En la estantería de fresno negro guardaba su colección de libros sobre Reggie: 10 Rillington Place, John Reginald Halliday Christie, La leyenda de Christie, Asesinato en Rillington Place y Las víctimas de Christie, entre muchos otros. La película de Richard Attenborough, El estrangulador de Rillington Place, la tenía en vídeo y en DVD. Pensó que resultaba indignante que en Hollywood no dejaran de hacerse nuevas versiones de películas y que no hubiera noticia de una nueva versión de ésta. La suya se la ponía con frecuencia y la versión digital era aún mejor, más nítida y clara. Richard Attenborough estaba magnífico, eso no lo discutía, pero no se parecía mucho a Reggie. Hacía falta un actor más alto, con rasgos más marcados y mirada intensa.

Mix era propenso a soñar despierto y en ocasiones especulaba sobre si sería famoso por Nerissa o por sus conocimientos expertos sobre Reggie. Lo más probable era que en la actualidad no quedara nadie con vida, ni siquiera Ludovic Kennedy, el autor del libro, de ese libro[*], que supiera más que él. Tal vez su misión en la vida fuera volver a despertar el interés por Rillington Place y su ocupante más famoso, aunque, después de lo que había visto aquella tarde, todavía era un misterio cómo iba a ocurrir eso. Pero lo resolvería, por supuesto. Quizás él también escribiera un libro sobre Reggie, y el suyo no estaría lleno de comentarios inanes sobre la maldad y depravación de aquel hombre. Su libro se centraría en el asesino como artista.

Eran cerca de las seis. Se sirvió su bebida favorita. La había inventado él mismo y la llamó «Latigazo» por lo fuerte que pegaba. Le desconcertaba ver que nadie a quien se la había ofrecido parecía compartir su gusto por una doble medida de vodka, un vaso de Sauvignon y una cucharada de Cointreau, todo vertido sobre hielo picado. Tenía una nevera de ésas de las que salía el hielo picado ya preparado. Estaba saboreando el primer sorbo cuando sonó su teléfono móvil.

Era Colette Gilbert-Bamber que llamaba para decirle que necesitaba que le repararan la cinta de correr urgentemente. Tal vez sólo fuera un problema de la clavija del enchufe o podría tratarse de algo más grave. Su esposo había salido, pero ella había tenido que quedarse en casa porque esperaba una llamada telefónica importante. Mix ya sabía lo que significaba todo aquello. El hecho de que estuviera enamorado de su estrella distante, de su reina y señora, no significaba que no pudiera darse el gusto de divertirse un poco de vez en cuando. Cuando Nerissa y él estuvieran juntos, cuando fuera de conocimiento público, entonces la cosa sería distinta.