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Abrió el frigorífico. Dentro se veía muy poca comida, pero en el estante de la puerta había dos botellas de vino y al frente de la balda central un vaso casi lleno de algo que parecía agua ligeramente coloreada. Gwendolen lo olisqueó. No era agua, por supuesto que no. De modo que bebía, ¿eh? No podía decir que eso la sorprendiera. Volvió al salón y se detuvo frente a la librería. Los libros siempre le llamaban la atención, fueran del tipo que fueran. No se trataba precisamente del tipo de literatura que ella leería, y quizá nadie debería leer esas cosas. Todos ellos, excepto uno, Sexo para hombres del siglo XXI, versaban sobre Christie. Gwendolen llevaba más de cuarenta años sin pensar apenas en ese hombre, y aquel día parecía que no había manera de alejarse de él.

En cuanto a Cellini, ésa debía de ser otra de sus obsesiones. «Cuanto más conozco a las personas, más me gustan los libros», dijo Gwendolen citando a su padre. Se dirigió al piso de abajo y fue a la cocina. Allí cogió un sándwich de queso y pepinillos ya preparado de la tienda de comestibles, se lo llevó junto con un vaso de zumo de naranja al sofá del dragón y retomó Middlemarch.

*10 Rillington Place, el libro de más éxito de Ludovic Kennedy, contribuyó poderosamente a la abolición de la pena de muerte en Gran Bretaña. (N. de la T.)

2

Una parte del mundo absolutamente curiosa y a la que Mix todavía no se había acostumbrado era la zona al norte de la Westway, Wormwood Scrubs y su prisión situada no muy lejos, un laberinto de calles pequeñas y tortuosas, casas grandes, bloques de apartamentos, feas hileras de casas adosadas victorianas, lugares góticos que tenían más aspecto de iglesias que de hogares, casitas diseñadas con astucia en distintos niveles para dar la impresión de que llevaban doscientos años allí, colmados, centros donde realizar la inspección técnica de vehículos, garajes, templos, iglesias de verdad para los fieles católicos apostólicos o de los Santos de los Últimos Días y conventos para oblatos y carmelitas. Todo aquel lugar se hallaba poblado de gente cuyas familias siempre habían vivido allí y que provenían de Freetown, Goa, Vilnius, Beirut y Aleppo.

Los Gilbert-Bamber también vivían en el distrito W-11, pero en la zona de moda para gente de categoría. Su casa estaba en Lansdowne Walk, y si bien no era tan grande como la de la señorita Chawcer, sí era más imponente, con columnas corintias por toda la fachada y macetas con arbustos en los balcones. Mix no tardó más de cinco minutos en conducir hasta allí y otros cinco en aparcar el coche en una zona en la que pasadas las seis y media ya no tenías que poner dinero en el parquímetro. Colette le dirigió una de sus miradas sensuales al abrir la puerta, una mirada que no era en absoluto necesaria, puesto que ambos sabían por qué lo había llamado y para qué había ido él. Mix, por su parte, fingió formalidad y sonrió mientras entraba con su caja de herramientas diciendo que, si mal no recordaba, la máquina estaba en el piso de arriba.

– Recuerdas bien, por supuesto -dijo Colette riéndose tontamente.

Más escaleras, pero aquéllas tenían los peldaños más anchos y bajos, aunque de todos modos sólo había un tramo.

– ¿Cómo está la señorita Nash?

Sabía que a ella no le gustaría que dijera eso, y no le gustó.

– Estoy segura de que está estupendamente. Hace un par de semanas que no la veo.

Fue en casa de los Gilbert-Bamber donde había conocido a Nerissa Nash. O quizá fuera más adecuado decir que se la había «encontrado» allí. Hasta que la vio a ella, Mix había considerado que Colette era hermosa por su esbeltez, su cabellera larga y rubia y sus labios carnosos, aunque ésta le había contado lo de los implantes de colágeno. Mix había pensado que la diferencia entre ellas dos era la misma que existía entre la estrella de Hollywood y la chica más guapa de la oficina.

Colette entró en el dormitorio delante de él. Lo que ella denominaba su gimnasio era en realidad un vestidor situado junto al cuarto de baño y que se abría desde la habitación, el cual había sido diseñado para el señor de la casa cuando se construyó el edificio.

– Llamaría a la puerta de la mujer cuando quisiera echar un polvo -había explicado Colette-. En esa época estaban todos mal de la chaveta. ¿No te parece curiosa esta palabra?

Ahora la habitación estaba amueblada con una cinta de correr, una bicicleta estática, una máquina escaladora y una elíptica. Había un soporte para pesas, una alfombrilla de yoga enrollada, una pelota inflable de color turquesa y un casto frigorífico que nunca había visto nada parecido a un Latigazo, sino que contenía únicamente agua mineral con gas. Mix se dio cuenta enseguida de por qué la cinta de correr no se ponía en marcha. Colette no era tonta y probablemente también conociera perfectamente el motivo.

La máquina contaba con un dispositivo de seguridad en forma de una llave que encajaba en una cerradura y que llevaba sujeta una cuerda con un clip en el otro extremo. Se suponía que tenías que prendértelo en la ropa mientras utilizabas la máquina de manera que si te caías, la llave saldría y el motor dejaría de funcionar. Mix sostuvo la llave en alto.

– No la has metido.

– Le dijo la actriz al obispo.

A Mix le pareció una réplica muy manida. Ya se la había oído decir a su padrastro hacía veinte años como mínimo.

– No arrancará a menos que la llave esté dentro -dijo con voz apagada para demostrarle que no la consideraba ingeniosa. De todos modos no iba a quejarse. Sólo por el desplazamiento ya cobraría sus cincuenta libras.

Insertó la llave, puso en marcha la máquina, dejó que funcionara y, para retrasar un poco las cosas (¿por qué todo tenía que ser siempre como ella quería?), aplicó un poco de aceite en los pedales de la bicicleta. Colette apagó la máquina y condujo a Mix de nuevo al dormitorio. En ocasiones él se preguntaba qué ocurriría si el honorable Hugo Gilbert-Bamber regresara inesperadamente, aunque siempre podía vestirse a toda prisa y agacharse entre las máquinas con un destornillador y una aceitera.

Mix quería ser famoso. Le parecía que hoy en día la única vida posible que cualquiera podía desear era la de una celebridad. Que te pararan por la calle para pedirte un autógrafo, verte obligado a viajar de incógnito, ver tu fotografía en los periódicos, estar solicitado por los periodistas que quieren hacerte entrevistas, tener seguidores que especulen sobre tu vida sexual, ser citado en las columnas de cotilleos. Llevar gafas de sol para que no te reconozcan y desplazarte en una limusina con las ventanillas tintadas. Tener tu propio relaciones públicas y quizá conseguir que te representara Max Clifford.

Lo mejor sería ser famoso por algo que hicieras que a la gente le gustara o por lo cual te admiraran, como era su caso con Nerissa Nash. Sin embargo, la fama que provenía de un gran crimen era, en cierto modo, envidiable. ¿Qué se sentiría al ser el hombre al que la policía sacaba a escondidas del juzgado con la cabeza tapada con una chaqueta porque si la multitud lo veía lo haría pedazos? El asesinato te garantizaba la fama eterna. No hay más que fijarse en el asesino de John Lennon, y en el del presidente Kennedy, o en Princip, quien disparó contra el archiduque de Austria y desencadenó la Primera Guerra Mundial. No obstante, sería mucho mejor y más seguro ser el guardaespaldas de Nerissa Nash. Esta posición no tardaría en elevarlo a la categoría de famoso, lo invitarían a los programas de entrevistas de televisión y solicitarían su presencia en las fiestas que celebraran los Beckham y Madonna.