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Como él era joven en el siglo XXI, Mix pensaba que las cosas siempre habían sido tal como eran entonces. En lo concerniente a encuentros sexuales, la juventud de la vieja Chawcer debió de parecerse mucho a la suya, con romances, relaciones de una sola noche y tanto sexo como se pudiera conseguir. La vieja Chawcer habría tenido un descuido, habría olvidado tomarse la píldora, como les solía ocurrir, y se habría visto metida en un lío. Lo poco que Mix sabía sobre leyes se limitaba a la responsabilidad de los fabricantes de máquinas de hacer ejercicio sobre la seguridad de sus productos. Desconocía las leyes que legalizaban el aborto, suponiendo que cuando la vieja Chawcer era joven no pudieras acudir al hospital para hacerlo. Era lógico. Si hubiese sido posible, Reggie se hubiera quedado sin negocio.

La gran pregunta era: si la mujer había estado allí, en manos de Reggie, ¿por qué seguía viva cincuenta años después? Tal vez nunca llegara a saberlo, pero ansiaba averiguarlo.

En su piso reinaba un silencio casi absoluto. Todas sus ventanas daban a techos de tejado plano, a trozos a dos aguas y al jardín abandonado en la parte de atrás. Allí todos los jardines eran una jungla, excepto uno que tenía un aspecto muy pulcro con el césped podado y arriates con rosales. Casi todas las noches, después de anochecer, lo cual sucedía tarde, veía dos ojos brillantes como llamas verdes mirándolo desde el tupido follaje de la hiedra que trepaba incontrolada por la pared y el enrejado. Mix se figuraba que la vieja Chawcer se acostaba temprano. Como la casa se alzaba sola no se oía ningún ruido de los vecinos. Si dormías en la parte delantera, puede que a veces te despertaran el vocerío, el griterío y las ráfagas de música de los coches, eso que Mix había oído que alguien denominaba los nuevos clamores de Londres. Él estaba en la parte trasera; donde estaba no había muchas cosas que pudieran molestar. Como hijo de su tiempo que era, además de haber crecido en una ruidosa urbanización de viviendas subvencionadas, de vez en cuando hubiera agradecido alguna señal audible de vida exterior. Allí las horas silenciosas transcurrían como si el tiempo y el mundo se hubieran olvidado completamente de ti. Salvo por la Westway, que como un enorme ciempiés gris marchaba por el oeste de Londres con su centenar de patas de cemento en tanto que su incesante carga móvil emitía sonidos marinos.

Abrió la nevera. Mix era una persona obsesivamente ordenada y creía haber dejado su Latigazo justo en el centro del estante de en medio, a cinco centímetros del borde. No era propio de él haberlo puesto a mano izquierda, pegado a una tableta de chocolate del supermercado Tesco. Dio unos sorbos a su bebida con aire pensativo. Debió de ser por haber salido con prisas, ésa era la explicación.

Consumida la mitad de la bebida, se quedó de pie frente a la foto de Nerissa y le dijo, no a la foto, sino a ella:

– Te quiero. Te adoro -alzó el vaso y bebió a su salud-. Ya sabes que te adoro.

3

La casa de Gwendolen Chawcer en Saint Blaise Avenue había sido construida en 1860 por su abuelo, el padre de su padre. En aquel entonces Notting Hill era una zona rural con muchos espacios abiertos y edificios nuevos y se suponía que era un lugar saludable para vivir. Para la Westway faltaban todavía otros cien años. La primera sección del metro de Londres, el Metropolitan Railway desde Baker Street hasta Hammersmith se construiría al cabo de tres años, pero el emplazamiento de la calle que más adelante se llamaría Rillington Place era campo abierto. El padre de Gwendolen, el profesor, nació en Saint Blaise House en la década de los noventa de ese siglo y ella también, en la década de los veinte del siguiente.

El vecindario fue perdiendo cada vez más categoría. Como era barato, los inmigrantes se mudaron allí en la década de los cincuenta y vivían en los barrios venidos a menos de North Kensington y Kensal Town, en Powis Square y Golborne Road, y fue un hombre originario del Caribe quien encontró el primer cadáver del caso Christie cuando estaba echando abajo una pared del piso al que se había mudado. Durante las siguientes dos décadas vivieron allí hippies y gente de ideología semejante. Ladbroke Grove formaba una parte tan habitual en sus vidas que cariñosamente lo llamaron «la arboleda». En sus pisos y habitaciones de alquiler cultivaban marihuana en armarios con luz ultravioleta en su interior. Vestían ropa de estopilla y nació el concepto de Aldea Global.

La señorita Chawcer no sabía nada de todo esto. Esas cosas fluían en torno a ella. Nació en Saint Blaise House, no tuvo hermanos ni hermanas y fue educada en casa por el profesor Chawcer, que ocupaba una cátedra de filología en la Universidad de Londres. El profesor se había opuesto desde el principio a que su hija tuviera trabajo alguno e, invariablemente, todo aquello que el profesor desaprobaba no sucedía, del mismo modo en que lo que aprobaba sí ocurría. Alguien tenía que cuidar de él. La criada se había marchado para casarse y lo normal era que Gwendolen pasara a ocupar su lugar.

La vida que llevaba era extraña pero segura, tal como debe ser una vida carente de miedo, de esperanza, de amor, de cambios o de preocupaciones económicas. La casa era muy grande, tres pisos con innumerables habitaciones que daban a vestíbulos cuadrados o a pasillos largos y una enorme y magnífica escalera formada por cuatro tramos. Cuando ya parecía seguro que Gwendolen no iba a contraer matrimonio, su padre hizo reformar tres habitaciones del piso superior en un piso independiente para ella con su propio vestíbulo, dos habitaciones y una cocina. La ausencia de cuarto de baño no tenía nada que ver con el hecho de que fuera reacia a instalarse allí. ¿Qué sentido tenía estar allí arriba cuando su padre siempre se encontraba abajo en el salón y, al parecer, siempre hambriento de sus comidas o sediento de una taza de té? Su renuencia a irse al piso de arriba empezó en aquel punto. Sólo subía si había perdido algo y ya no sabía dónde más buscar.

El resto de la casa no se había vuelto a pintar y no se había modernizado ninguna otra habitación. Se había instalado electricidad, pero no en todas partes, y en la década de los ochenta se renovó la instalación eléctrica porque la existente resultaba peligrosa. Las paredes se habían enlucido para tapar los agujeros por donde se habían sacado los cables viejos e instalado los nuevos, pero no se había pintado ni empapelado nada. Gwendolen se decía a sí misma que no se le daba muy bien limpiar. La limpieza la aburría. Sin embargo, cuando se sentaba a leer en algún sitio era de lo más feliz. Había leído miles de libros, pues no le veía sentido a hacer ninguna otra cosa a menos que no hubiese más remedio. Para comprar comida se mantuvo fiel a las viejas tiendas tanto como pudo y, cuando desaparecieron el colmado, la carnicería y la pescadería, fue a los nuevos supermercados sin darse cuenta de que el cambio la había afectado. Le gustaba mucho lo que comía y su dieta había cambiado muy poco desde que era niña, salvo por el hecho de que, como no tenía a nadie que cocinara para ella, rara vez tomaba comidas calientes.

Todas las tardes, después de comer, se tumbaba a descansar y leía hasta quedarse dormida. Tenía una radio, pero no tenía televisor. La casa estaba llena de libros, obras académicas y novelas antiguas, viejos ejemplares de National Geographic y Punch encuadernados, enciclopedias que habían quedado obsoletas hacía ya mucho tiempo, diccionarios publicados en 1906, colecciones como The Bedside Esquire y The Mammoth Book of Thrillers, Ghosts and Mysteries. Los había leído casi todos y algunos los había releído. Se relacionaba con personas que había conocido a través de la Asociación de Vecinos de Saint Blaise y Latimer y que decían ser amigos suyos. Para una hija única que nunca ha asistido a la escuela, este tipo de relaciones resultaban difíciles. Había ido de vacaciones con el profesor, incluso a países extranjeros, y gracias a él hablaba bien el francés y el italiano, aunque no tenía oportunidad de usar ninguno de los dos idiomas, excepto para leer a Montaigne y a D’Annunzio, pero nunca había tenido novio. Aunque había ido al teatro y al cine, nunca había estado en un restaurante elegante ni en un club, un baile o una fiesta. En ocasiones pensaba que, al igual que la Lucy de Wordsworth, «vivió entre los parajes nunca hollados», pero lo decía más bien con alivio que con tristeza.