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El profesor murió a la edad de noventa y cuatro años. Pasó los últimos años de su vida sin poder andar y con incontinencia, pero su mente siguió siendo poderosa y sus exigencias no mermaron. Gwendolen cuidó de él con la ayuda esporádica de un enfermero del distrito y, de manera más esporádica aún, la de un cuidador privado. Ella no se quejaba nunca. Jamás daba muestras de cansancio. Le cambiaba el pañal para la incontinencia, le deshacía la cama y en lo único que pensaba mientras tanto era en acabar cuanto antes para poder retomar su libro. Le llevaba las comidas y retiraba más tarde la bandeja con la misma actitud. Por lo visto, la había educado con el único propósito de que se encargara de la casa por él cuando fuera un cincuentón, lo cuidara cuando fuera viejo y leyera para que se portara bien.

A lo largo de su vida había habido momentos en que la había mirado con fría imparcialidad y había reconocido para sí mismo que era una mujer bonita. Él nunca había encontrado otro motivo para que un hombre se enamorara y contrajera matrimonio, o para que al menos deseara casarse, que el de que la mujer que eligiera fuera hermosa. La inteligencia, el ingenio, el encanto, la bondad, un talento especial o la amabilidad, ninguna de estas cosas influyó para nada en su elección ni, que él supiera, en la elección que tomaban otros hombres inteligentes. Él se había casado con una mujer sólo por su belleza, y cuando vio esa misma belleza en su hija se inquietó. Podría ser que algún hombre la viera también y se llevara a su hija de su lado. Nadie lo hizo. ¿Cómo podía haberla conocido ningún hombre cuando él no invitaba a su casa a nadie más que al médico y ella no iba a ninguna parte sin que su padre lo supiera y la vigilara?

Pero finalmente él murió. La dejó en una posición desahogada y le legó la casa que entonces, en los años ochenta, era una mansión desvencijada medio enterrada entre nuevas calles sin salida u otras flanqueadas por antiguas caballerizas convertidas en residencias, fábricas pequeñas, viviendas subvencionadas por las autoridades locales, tiendas de comestibles, hileras de casas degradadas y planes para ensanchar las calles. Por aquel entonces Gwendolen era una mujer alta y delgada de sesenta y seis años cuyo perfil propio de la belle époque se parecía cada vez más a un cascanueces, pues su delicada nariz griega apuntaba notablemente a un mentón prominente. Su rostro, que había sido de tez muy fina y blanca, con un leve rubor en la parte alta de los pómulos, estaba cubierto de arrugas. En ocasiones este tipo de piel se compara con la piel de una manzana que se ha dejado demasiado tiempo en una habitación cálida. El color azul de sus ojos se había convertido en un gris pastel y su cabello antes rubio, si bien todavía abundante, ahora era completamente blanco.

Las dos mujeres mayores que se denominaban sus amigas, que llevaban las uñas rojas, el pelo teñido y se vestían imitando la moda vigente, en ocasiones decían que la señorita Chawcer tenía una forma de vestir victoriana. Lo cual ponía de manifiesto hasta qué punto habían olvidado su propia juventud, pues parte del guardarropa de Gwendolen podía haberse situado en 1936 y parte en 1953. Muchos de sus abrigos y vestidos eran de esa época y le hubieran podido pagar mucho dinero por ellos en las tiendas de Notting Hill Gate donde este tipo de cosas se valoraban mucho, como la ropa de 1953 que había comprado para el doctor Reeves. Pero él se marchó y se casó con otra persona. En su día había sido una ropa de muy buena calidad y estaba tan bien cuidada que nunca se desgastaba. Gwendolen Chawcer era un anacronismo viviente.

No había cuidado tan bien de la casa como de su padre. Para ser justos, al cabo de uno o dos años de la muerte del profesor, Gwendolen había decidido que había que darle una buena mano de pintura y en algunos lugares incluso hacer algunos arreglos. Pero siempre fue más bien lenta a la hora de tomar decisiones, y cuando llegó al punto de buscar un albañil, se encontró con que no podía permitírselo. Como nunca había pagado el Seguro Nacional y nadie había hecho ninguna contribución en su nombre, la pensión que recibía era muy pequeña. El rendimiento del dinero que su padre había dejado se reducía cada año.

Una de sus amigas, Olive Fordyce, le sugirió que buscara un inquilino para una parte del piso de arriba. Al principio la idea aterrorizó a Gwendolen, pero con el tiempo se fue convenciendo de ello, aunque por ella misma nunca hubiera tomado ninguna medida al respecto. Fue la señora Fordyce quien encontró el anuncio de Michael Cellini en el Evening Standard, quien concertó la entrevista y quien lo mandó a Saint Blaise House.

Gwendolen, la hablante de italiano, se dirigió a él como señor Chellini, pero él, nieto de un prisionero de guerra italiano, siempre se había llamado Sellini. Ella se negó a rectificar; sabía qué era correcto y qué no, aunque él no tuviera ni idea. Él hubiera preferido que hubieran sido Mix y Gwen, pues vivía en un mundo en el que todas las personas se tuteaban, y así lo había sugerido.

– Creo que no, señor Cellini -fue lo único que respondió ella.

El hecho de llamarla por su nombre de pila probablemente la hubiese matado, y en cuanto a lo de Gwen, sólo Olive Fordyce, para gran desagrado de Gwendolen, utilizaba este diminutivo. Ella no lo llamaba su inquilino, ni siquiera «el hombre que tiene alquilado el piso», sino su huésped. Cuando él la mencionaba, que era pocas veces, la llamaba «la vieja bruja», pero en general se llevaban bien, en buena parte porque la casa era tan grande que rara vez coincidían. Claro que todavía era pronto para decirlo. Sólo llevaba quince días viviendo allí.

En uno de sus muy raros encuentros él le había contado que era ingeniero. Para la señorita Chawcer, un ingeniero era un hombre que construía presas y puentes en territorios distantes, pero el señor Cellini le explicó que su trabajo consistía en instalar y reparar equipos de entrenamiento deportivo. Ella tuvo que preguntarle qué significaba eso y, sin expresarse demasiado bien, él se vio obligado a decirle que vería máquinas similares en la sección de deportes de cualquiera de los grandes almacenes de Londres. Los grandes almacenes Harrods eran los únicos de Londres que Gwendolen visitaba alguna vez y en la siguiente ocasión fue a ver las máquinas de hacer ejercicio. Entró en un mundo que no comprendía, pues no veía ningún motivo para subirse a ninguno de esos aparatos y a duras penas creía lo que le había dicho Cellini. ¿Podría ser que «se la hubiera dado con queso», para utilizar un raro ejemplo de los coloquialismos entrecomillados del profesor?

De vez en cuando, aunque no con mucha frecuencia, Gwendolen recorría la casa con un plumero y un cepillo mecánico para las alfombras. Empujaba dicho utensilio con desgana y nunca vaciaba el recipiente donde se recogía el polvo. La aspiradora, adquirida en 1951, se había estropeado hacía veinte años y no la había mandado a reparar. Estaba en el sótano entre rollos de alfombras viejas, el ala de una mesa de comedor, cajas de cartón aplastadas, un gramófono de los años treinta, un violín desencordado de procedencia desconocida y la cesta de la bicicleta que el profesor había utilizado para ir y volver de Bloomsbury. El cepillo mecánico depositaba la suciedad al mismo ritmo con que la recogía. Cuando llegaba a su dormitorio, arrastrando el cepillo escaleras arriba tras ella, Gwendolen ya se había hartado de todo aquello y quería volver a lo que estuviera leyendo entonces, ya fuera Trollope o, una vez más, Balzac. No podía molestarse en volver a bajar el cepillo mecánico, de modo que lo dejaba en un rincón de su dormitorio con el trapo sucio colgado del mango y a veces se quedaba allí semanas enteras.