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Aquel mismo día, a eso de las cuatro, Gwendolen esperaba a Olive Fordyce y a su sobrina a tomar el té. A la sobrina no la conocía, pero Olive decía que sería cruel no dejarle ver dónde vivía Gwendolen, puesto que las casas viejas la volvían «absolutamente loca». Se pondría contentísima sólo con pasar una hora en Saint Blaise House. Gwendolen no estaba haciendo nada especial, aparte de releer Le Père Goriot. Dentro de un minuto saldría a comprar repostería en la tienda hindú de la esquina y tal vez un paquete de galletas Custard Cream.

La época en la que esto no habría sido suficiente había quedado atrás hacía ya mucho. Hacía años que Gwendolen no horneaba ni cocinaba nada más que, digamos, unos huevos revueltos, pero en otro tiempo era ella quien hacía todos los pasteles que se comían en esa casa, todas las empanadas, galletas de avena y pastelillos de crema. Recordaba especialmente un tipo de brazo de gitano con el bizcocho de un pálido color amarillo crema, mermelada de frambuesa y ligeramente espolvoreado con azúcar en polvo. El profesor no toleraba que se comprara repostería. Y la hora del té era la favorita de los tres. Cuando invitabas a la gente a tu casa, si es que lo hacías, era para tomar el té. Cuando la señora Chawcer se puso muy enferma, cuando moría lenta y dolorosamente, al médico que la visitaba con regularidad siempre le pedían que se quedara a tomar el té. Con su madre en el piso de arriba y el profesor dando una conferencia en alguna parte, Gwendolen se encontró a solas con el doctor Reeves.

Se convenció de que enamorarse de él, y él de ella, era el acontecimiento más importante de su vida. Él era más joven, pero no mucho, Gwendolen creía que no lo suficiente como para que su madre pudiera no aceptarlo por motivos de la edad. La señora Chawcer desaprobaba los matrimonios en los que el hombre tuviera más de dos años menos que la mujer. El doctor Reeves tenía un aspecto juvenil, un cabello rizado y moreno, unos ojos oscuros pero ardientes y una expresión entusiasta. Aunque era un hombre delgado, comía una enorme cantidad de bollitos calientes con nata y mermelada de fresa casera, torta Dundee y palos de nata de Gwendolen, en tanto que ella mordisqueaba delicadamente una galleta maría. La señora Chawcer decía que a los hombres no les gustaba ver que una chica engullía…, aunque casi había dejado de decirlo ahora que su hija pasaba de los treinta. Antes del té, entre bocado y bocado y al terminar, el doctor Reeves hablaba. Hablaba de su profesión y sus ambiciones, del lugar en el que vivían, de la guerra de Corea, del telón de acero y de los tiempos cambiantes. Gwendolen también hablaba de estas cosas, como nunca antes había hablado con nadie, y a veces de que esperaba experimentar más de la vida, hacer amigos, viajar, ver mundo. Y siempre hablaban de su madre moribunda, de que no viviría mucho tiempo más y de lo que ocurriría después.

Se sabe que la letra de médico es ilegible. Gwendolen examinaba las recetas que el doctor prescribía para la señora Chawcer intentando descifrar su nombre de pila. Al principio creyó que era Jonathan, después Barnabas. Lo siguiente que leyó fue Swithun. Con astucia, desvió la conversación hacia el tema de los nombres y de la mucha o poca importancia que éstos tenían para las personas que los llevaban. A ella le gustaba su nombre, siempre que nadie la llamara Gwen. ¿Nadie? ¿Quiénes eran esas personas que podrían emplear un diminutivo sin que ella lo supiera? Sus padres eran los únicos que no la llamaban señorita Chawcer. De todo esto no le dijo nada al doctor Reeves, sino que escuchó con avidez su intervención.

Y al final salió:

– Stephen es de ese tipo de nombres que siempre quedan bien. Actualmente está de moda. Por primera vez, en realidad. De modo que quizás, algún día, las gentes supondrán que tengo treinta años menos.

Siempre decía «gentes» en lugar de «gente» y «suponer» cuando quería decir «creer». A Gwendolen le encantaban estas idiosincrasias. Se alegró mucho al averiguar su nombre. A veces, en la soledad de su dormitorio, pronunciaba para sí misma combinaciones interesantes: Gwendolen Reeves, señora de Stephen Reeves, G. M. Reeves. Si fuera norteamericana, podría llamarse Gwendolen Chawcer Reeves, y en algunas partes de Europa, señora del doctor Stephen Reeves. Para utilizar el lenguaje del servicio, él la estaba cortejando. Gwendolen estaba segura de ello. ¿Cuál sería el siguiente paso? Una invitación para ir a alguna parte, diría seguramente su madre. ¿Quiere venir conmigo al teatro, señorita Chawcer? ¿Alguna vez va al cine, señorita Chawcer? ¿Puedo llamarla Gwendolen?

Su madre ya no decía nada. Se hallaba en estado comatoso por la morfina. Stephen Reeves acudía regularmente y siempre se quedaba a tomar el té con Gwendolen. Una tarde la llamó Gwendolen y le pidió que lo llamara Stephen. Normalmente el profesor llegaba a casa para vigilar a su hija cuando ellos estaban terminando sus porciones de bizcocho Victoria, y Gwendolen se fijó en que el doctor Reeves volvía a llamarla señorita Chawcer cuando su padre estaba presente.

Dio un leve suspiro. De eso hacía medio siglo y ahora no era al doctor Reeves a quien esperaba para tomar el té, sino a Olive y a su sobrina. Gwendolen no las había invitado a venir ese día, ni siquiera se le habría ocurrido. Se habían invitado ellas mismas. Si en aquel momento no hubiese estado tan cansada, y más harta aún de la compañía de Olive, hubiera dicho que no. Deseando haberlo hecho, subió al dormitorio que había sido de su madre y donde ésta había muerto, de hecho, pero no la misma habitación en la que había probado todas esas combinaciones de nombres, y se puso un vestido de terciopelo azul con un añadido de encaje en el escote, lo que antes se llamaba un «entredós», aunque ya no. Añadió unas perlas y un broche con la forma de un fénix renaciendo de sus cenizas y se colocó el anillo de compromiso de su madre en la mano derecha. Lo llevaba todos los días y por la noche lo guardaba en el joyero de plata y cristal de espejo grabado que también había sido de su progenitora.

La sobrina no vino. En su lugar, Olive trajo a su perro, un pequeño caniche blanco que parecía andar de puntillas como una bailarina. Gwendolen se sintió molesta, aunque no le sorprendió demasiado. Ya lo había hecho otras veces. El perro tenía un juguete como si de un niño pequeño se tratara, sólo que el suyo era un hueso de plástico blanco que parecía de verdad. Olive se comió dos pedazos de brazo de gitano y una gran cantidad de galletas y habló sobre la hija de su sobrina en tanto que Gwendolen pensaba que era una suerte que ésta no hubiera venido o tendría a dos personas hablándole de ese dechado de virtudes, de sus logros, su riqueza, su preciosa casa y su devoción por sus padres. Pero resultaba que ya le habían estropeado el día. Tendría que haber estado sola, para pensar en Stephen, para recordar… ¿Y tal vez para hacer planes?

Olive llevaba un traje pantalón de color verde esmeralda y un montón de joyas de oro de imitación, cosa que Gwendolen, para sus adentros, calificó de kitsch. Olive estaba demasiado gorda y era demasiado vieja para llevar pantalones o cualquier prenda de ese color. Estaba orgullosa de sus uñas largas y se las había pintado del mismo tono escarlata que su lápiz de labios. Gwendolen observó esos labios y uñas con la mirada crítica y burlona propia de una joven. A menudo se preguntaba por qué tenía amigas cuando más bien le desagradaban y no quería su compañía.