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Intentó recordar dónde había estado durante las horas que había pasado allí. En el salón, por supuesto, en la cocina (allí no habría necesitado las gafas de leer), arriba en el dormitorio en el que había pasado la noche. Subió las escaleras. Queenie había llorado por la muerte de Gwendolen, pero ella no, ella se había enojado, pero al mismo tiempo se había alegrado de no haber tenido a Cellini cerca cuando la verdad salió a la luz. «Lo hubiera agredido, le hubiera clavado las uñas en la cara», dijo dirigiéndose a la casa vacía. El hecho de mantenerlas largas y afiladas bien hubiera valido la pena, aunque sólo hubiera sido por eso. Entró en aquel dormitorio triste, sucio y abandonado. Tardó tres minutos en buscar por allí y luego tuvo que lavarse las manos.

Las gafas aparecieron en el salón. Estaban debajo de una de las butacas en un pequeño enclave de polvo, pelusa y moscas muertas. Se dirigió a la cocina y estaba a punto de lavarlas debajo del grifo cuando sonó el timbre de la puerta. Mientras iba a abrir pensó que sería algún vendedor de pescado, o un afilador.

En el umbral encontró a un hombre mayor y a una mujer de mediana edad. ¿Dos de los parientes olvidados de Gwendolen?

– Me llamo Reeves -dijo el hombre muy sonriente-. Soy el doctor Stephen Reeves. Pasaba por el barrio por casualidad y se me ocurrió venir a hacerle una visita a la señorita Chawcer. A propósito, ésta es mi esposa, Diana. ¿Está la señorita Chawcer en casa?

– Me temo que no. -Olive se dio cuenta de que tendría que explicar el motivo de su ausencia, aunque en versión expurgada-. Gwendolen ha fallecido. Fue muy repentino.

El doctor Reeves meneó la cabeza e intentó aparentar tristeza.

– ¡Vaya por Dios! Bueno, ya tenía sus años. A todos nos llega nuestra hora. Simplemente se nos ocurrió pasar. La verdad -permitió que su sonrisa afluyera- es que hemos venido aquí en nuestra luna de miel.

Ruth Rendell

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