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Mercedes Abad

Tres cuentos eróticos

Juegos con perfectos desconocidos

Siempre me han gustado los revolcones con perfectos desconocidos, por mucho que en la realidad esa clase de encuentros sexuales fortuitos no tenga nada que ver con las bien ensayadas escenas de alto voltaje que tienen lugar en las películas entre actores de carnes casi insultantemente prietas y donde las protagonistas, o bien no llevan bragas o bien llevan un conjunto de Dior recién salido de cualquier corsetería carísima. En la puñetera realidad, una lleva las bragas agujereadas el día que conoce al ligue de su vida. O tiene la regla. O padece una tremenda y disuasiva halitosis. O no hay manera de agenciarse un condón y hay que apechugar con el miedo a coger cualquier porquería o renunciar a la aventura. O estás sin blanca y acabas mal follando en un utilitario o en el retrete apestoso de algún bar, con la clientela del local golpeando la puerta, impacientes por vaciar sus vejigas.

Pese a todo, esos fenómenos de atracción sexual temporalmente intensa, de hambre repentina, impertinente y desbocada por un hombre a quien apenas conozco me proporcionan la sensación, tan fugaz como gratificante, de que los predecibles cauces por los que se desenvuelve la existencia pueden verse alterados en el momento más inesperado y que lo imprevisto logra colarse por una rendija para hacer estallar, aunque el prodigio siempre dure muy poco, nuestra triste rutina.

Un día, hará ya cosa de diez años, viajaba yo en tren hacia Bordeaux, donde una amiga mía muy querida acababa de morir de un violento ataque de risa e iba a ser enterrada. Fue su compañero, absolutamente destrozado, quien me dio la noticia. El tipo pertenecía a un grupo de payasos y estaba ensayando un gag para su próximo espectáculo cuando mi amiga, a quien él le había pedido que presenciara el número y le dijera si de verdad le parecía gracioso, sufrió el mortífero ataque de risa. La noticia cayó como un mazazo sobre mi ánimo pero no pude evitar saludarla con una larguísima carcajada histérica a la que, por fortuna, sobreviví. Él, que no apreció mi risotada, colgó el teléfono sin darme tiempo a recobrar la compostura y me sentí como si acabara de caer en un pozo de mierda.

Cuando cogí el tren para Bordeaux, mis ánimos seguían por los suelos y mi vestido no me ayudaba demasiado a detener la torrencial actividad de mis lagrimales. Lo cierto es que me había acostumbrado a mantener alejada de mí la melancolía por el sencillo procedimiento de ponerme únicamente prendas de colores vivos y alegres, tal y como me lo aconsejara años atrás mi terapeuta. Pero, en esa ocasión, habida cuenta de que me dirigía al entierro de un ser querido, la prudencia me indujo a vestirme con el único vestido negro que poseía por aquel entonces. Lo malo es que, desolada como estaba por la muerte de mi amiga y por la torpeza con que había reaccionado a la noticia, no reparé hasta un rato después de que el tren se pusiera en marcha en que mi vestido resultaba decididamente inconveniente para presentarse con él en el entierro. Caí en la cuenta de mi error cuando un hombre de unos treinta años entró en mi compartimiento, se asomó con una mirada encandilada a mi escandaloso escote y siguió calibrando con un gesto apreciativo la rotundidad de mis formas, que el vestido, bastante ceñido, subrayaba con insidiosa precisión. "Qué incorregiblemente idiota eres, hija mía" -pensé-, y mi depresión subió unos cuantos grados, con lo que gruesos y calientes lagrimones no cesaron de despeñarse por mis mejillas durante la siguiente media hora. Me sentía tan ridícula que ni siquiera me atrevía a mirar a mi compañero de compartimiento.

Supongo que habría acabado batiendo algún récord de llanto ininterrumpido si mi vecino no se hubiera dirigido finalmente a mí.

– Está usted muy indispuesta.

No era una pregunta, sino una afirmación. En la voz de aquel hombre se detectaba el tono inconfundible de la Autoridad Competente. Pero era una autoridad suave, algo en él que se imponía con aplastante naturalidad. Me atreví a mirarlo por vez primera y vi en sus labios una sonrisa que parecía invitarme a jugar con él a alguna clase de juego que yo desconocía por el momento. O tal vez la invitación no estaba en su boca sino en el centelleo de sus ojos. En cualquier caso, me sentí proclive a aceptar el lance.

– Creo que puedo hacer algo por usted. Soy médico.

Sus ojos seguían sonriéndome.

El tipo cogió el maletín de piel que llevaba consigo y se arrodilló frente a mí en el espacio que separaba las dos hileras de asientos. Abrió el maletín y sacó de él unas tijeras y el instrumental necesario para tomar la presión arterial y auscultar el pecho. Con absoluta seriedad, me tomó la presión y meneó reprobadoramente la cabeza ante el resultado de su exploración.

– Lo que me figuraba: está usted baja, muy baja. Habrá que hacer algo para reanimar su tono vital -dijo frunciendo el ceño.

Pese a la expresión seria y profesional de su rostro, un vestigio de sonrisa seguía tirando de sus comisuras hacia arriba y un breve centelleo persistía en su mirada.

– Ahora tendrá que bajarse el vestido hasta la cintura, para que pueda examinarla.

Lo hice y el doctor se quedó mirando reprobadoramente los aros de hierro de mi sujetador.

– Lo que me figuraba: está usted sometida a una gran presión psíquica y, por añadidura, usa prendas que crean opresiones físicas, de forma que la energía no puede fluir libremente y se obstruye.

– ¿Es peligroso? -musité, siguiéndole el juego.

– Bastante; no quiero engañarla, pero ha caído usted en buenas manos. Cuando lo vi coger las tijeras, una punzada caliente en mi vientre me anunció que ciertas secreciones iban a ponerse inmediata e inexorablemente en marcha. En un abrir y cerrar de ojos, el doctor me había cortado el sostén y mis tetas, liberadas, se movían ante su atenta mirada. Me excitó pensar que alguien podía vernos a través de la ventanilla, o que cualquier otro pasajero podía irrumpir en el compartimiento.

– ¿Se siente mejor ahora?

– ¡Oh, sí! Mucho mejor -contesté aflautando la voz, decidida a abrazar mi personaje de ingenua con la misma solvencia con la que aquel hombre interpretaba al médico celoso de su deber.

– Seguro que también lleva bragas opresivas. Veamos -dijo arremangándome con destreza el vestido hasta la cintura. Lo que me figuraba: bragas estrechas de blonda que se clavan en las ingles.

Practicó un corte de cada lado y me quitó las bragas con suavidad.

– ¿Qué tal ahora?

– Muchísimo mejor. Le estoy muy agradecida por sus desvelos.

– Y eso que su energía está todavía atascada. Tendré que hacerle un masaje para reactivársela.

– Lo que usted diga -lo animé yo con mi tono de voz más manso.

Dejé que masajeara mis tetas concienzudamente. El tipo no había mentido: yo había caído en muy buenas manos.

– ¿Me permite que siga masajeándola con la lengua?

Me excitaba que siguiera comportándose como un educado e irreprochable profesional de la medicina y que no dejara de tratarme de usted. A esas alturas, mis jugos ya debían de haber mojado el asiento, pero por nada del mundo quería yo precipitar la situación.

De pronto, dejó de comerse mis tetas, hurgó en su maletín y se levantó con una expresión grave. Pero su mirada era tan intensa y relampagueante como un fogonazo.

– Ahora tiene que tomar usted una decisión importante -me dijo a la vez que sacaba una píldora de un tubito-. Esta pastilla puede obrar milagros en su tono vital en cuestión de media hora. Ahora bien -la sonrisa que tanto me gustaba volvió a tirar de sus comisuras-, existe un tratamiento alternativo. Es igual de eficaz que esta píldora, pero algunos lo prefieren porque resulta mucho más agradable. En fin, lo mejor será que escoja usted.

– ¿Y cuál es ese tratamiento alternativo? -pregunté disfrutando lo indecible de mi papel.