Выбрать главу

Tal vez, quién sabe, la irrupción de un desconocido también lo había excitado; en cualquier caso, después de anunciar con voz inexplicablemente serena que derramaría fuera de mi coño para que los demás no naufragaran en su esperma (palabras textuales), Dickie sacó la verga y vertió su leche en mi vientre, tras lo cual me descabalgó para ceder su lugar a mi padre. El hecho de que Dickie el lento se hubiera corrido antes que Niko el rápido se me antojó una crueldad gratuita de un destino burlón. Si hubiera sido al revés, yo habría podido manifestar mi firme oposición a que mi padre me tocara un pelo. Que me excitara verle el rabo era una cosa, pero de ahí a que aceptara algo más mediaba un abismo. Supongo que mi padre se hacía cargo de la situación. Obtuso para muchas cosas y rápido y ágil para otras, comprendió que en cuanto yo quedara libre de Niko, que me inmovilizaba con su peso, ya no habría oportunidad alguna para él, así que decidió actuar rápido. Yo había cruzado las piernas con fuerza para disuadirlo, pero él se agenció la colaboración de Dickie con notable astucia.

– Oye, tío, la colega tiene ganas de jugar. ¿Por qué no me ayudas? Habida cuenta de lo desinhibida que me había mostrado con ellos, Dickie no vio nada extraño en lo que proponía mi padre, de forma que se dispuso a abrirme las piernas. Por fortuna, en ese preciso instante, Niko se corrió ruidosamente. Yo me tragué el semen, me saqué de encima a Niko como pude y dije rápidamente:

– ¿Por qué no sodomizáis a mi novio? Es una de sus mayores fantasías, aunque todavía no la ha llevado a la práctica. Naturalmente, fingirá resistirse un poco, pero sólo para jugar.

No necesité añadir más. Dickie y Niko cruzaron una mirada de complicidad y se pusieron manos a la obra. Poco después, Niko sujetaba a mi padre biológico mientras Dickie se lo pasaba por la piedra con la concienzuda parsimonia que lo caracterizaba y yo me hacía una paja a la salud de todos los hijos de padre desconocido de este mundo. Luego, cuando mi padre desapareció de mi vida para siempre y con el rabo convenientemente encogido entre las piernas, les confesé a mis amigos mi parentesco con aquel tipo. Cuál no sería mi sorpresa cuando Dickie y Niko me contaron entre risas que también ellos habían descubierto meses atrás que eran hermanos de padre. Ahora no sólo compartían piso, sino que habría sido difícil encontrar a dos amigos mejor avenidos.

Vida y milagros de Raymond Star

Jamás se me habría ocurrido escribir estas líneas de no ser por el sentimiento de flagrante injusticia que se apoderó de mí al leer las estupideces publicadas en la prensa tras la reciente muerte de Raymond Star. Supongo que a los periodistas no les faltan atenuantes: la urgencia de la hora del cierre y las lógicas limitaciones de espacio hacen que a menudo sus informaciones resulten un tanto precipitadas y superficiales, cuando no directamente desfiguradas. No obstante, cabría decir en su descargo que no siempre resultaba fácil entender a Raymond Star. Pero ofrecer de él la imagen de un playboy banal, obsesionado por coleccionar la mayor cantidad posible de aventuras amorosas, es hacer una caricatura, mediocre y perezosa, de un hombre que no sólo fue un amante extraordinario, sino que, además, llevó las teorías socialistas al amor. Por otra parte, Raymond fue el primero en declarar abiertamente (en un artículo de su puño y letra publicado hará cosa de diez años) que era un obseso sexual y que, en materia de mujeres, era incapaz de discriminar pues le gustaban todas sin excepción. Raymond siempre fue un ejemplo de curiosa y obstinada coherencia. Sostenía, tanto en el plano de la especulación teórica como en el de la praxis cotidiana, que ni el hombre ni la mujer están hechos para gozar de una sola pareja. En una ocasión, cuando yo intentaba refutar su teoría, Raymond me preguntó: "¿Cuál es tu novela favorita?" "Lolita", contesté yo sin apenas pensármelo. "¿Cuántas veces la has leído?" "Tres, si mal no recuerdo." "¿Y qué crees que ocurriría si te obligaran a leer únicamente Lolita durante veinte años? Piénsalo bien: Lolita y nada más que Lolita. Lolita cuando te apeteciera Lolita y Lolita cuando te apeteciera cualquier cosa menos Lolita." "Bueno -contesté yo tratando de ser sincera con Raymond y conmigo misma-, no creo que se pueda comparar a una persona con un libro pero supongo que al cabo de cierto tiempo de leer sólo Lolita acabaría precipitándome con irreprimible voracidad sobre la guía telefónica." "Pues bien, querida: yo opino que una persona es como un libro: te da acceso a una conciencia, a un mundo peculiar e irrepetible y amplía tu experiencia vital. Pero si te obligan o te obligas a confinarte dentro de los límites de ese único mundo, tarde o temprano ese espacio se torna prisión, no porque ya no te guste, sino porque un afán inexplicable e ineludible te empuja a conocer cualquier otro mundo que te haga descubrir y sentir cosas distintas, que te permita en cierto modo ser otro. Amar a una persona, querida, es viajar a lo largo y ancho de otro pellejo y por tanto, es también hacer estallar nuestros estrechos mundos. Hay muchos paisajes que recorrer y poco tiempo para hacerlo.”

Es probable, tal y como lo dijo la prensa, que Raymond tuviera más amantes que Casanova, Kennedy y Sinatra juntos. Pero es de justicia señalar que jamás ha pisado la tierra un hombre más generoso, exquisito y considerado. Cada vez que estoy en un bar, por ejemplo, y veo a una mujer compuesta de forma que no es difícil deducir que está esperando a un amante y lanzando nerviosas ojeadas a su reloj y a la puerta, recuerdo lo mucho que Raymond detestaba hacerse esperar o que lo hicieran esperar. No era ni mucho menos la clase de tipo vanidoso que se siente importante al pensar en la espera que impone a otros. Una vez me contó que, siendo apenas un adolescente, una gitana le hizo subir una tarde a un carromato para leerle las líneas de la mano. El chico que minutos después bajó del carromato sin el duro que su madre le había dado para comprar chocolatinas y que la gitana le exigió como pago por sus servicios, no era, según me dijo Raymond, el mismo que había subido a éclass="underline" la gitana le había vaticinado una vida breve si bien, al ver la alarma que se asomaba a los ojos del niño, matizó que, pese a la brevedad, esa vida había de ser extraordinariamente intensa en sucesos y encuentros. Y esa tarde sin chocolatinas forjó al adulto que, desde ese preciso instante, emprendió una particular cruzada contra el tiempo. Pero, aunque se había propuesto hacer las cosas deprisa, también quería (y eso es algo que los periodistas hacen mal en olvidar) hacerlas muy bien, con todos sus sentidos puestos en ellas, para gozar de cada instante con la mayor intensidad y delectación posible.

Cuando yo fui su amante (aunque creo que siempre fue así), Raymond Star era un hombre muy ocupado. Estaba embarcado en otras dos aventuras amorosas (nunca vivía simultáneamente más de tres o cuatro, pues decía que si uno pretende oler más de tres o cuatro perfumes al mismo tiempo los sentidos acaban por embotarse) y, amén de sus ocupaciones sentimentales, tenía que dirigir sus florecientes negocios, que constantemente lo llevaban de un punto a otro del planeta, de forma que, muy a pesar suyo, a veces le era del todo imposible acudir a sus citas a la hora fijada. Con todo, era un tipo tan considerado y admirable que había pergeñado un ingenioso sistema para hacerse perdonar la espera. Llevaba yo apenas dos meses de regocijantes amoríos con Raymond cuando, una noche, a la hora exacta en que habíamos acordado encontrarnos en mi casa, sonó el timbre de la puerta. Esperé unos segundos para no traicionar mi impaciencia y, cuando abrí la puerta, un enorme ramo de flores ocultaba el rostro de un hombre que resultó no ser Raymond. Tampoco era, a decir verdad, un recadero cuya función se limitara a retirarse una vez entregadas las flores. Para mi absoluta perplejidad, el tipo me contó con pasmosa calma que acudía a mí en calidad de telonero de Raymond Star.

– ¿Cómo dice? -pregunté reprimiendo un arrebato de ira y deseando ardientemente haber entendido mal.