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– Raymond vendrá, de eso no hay la menor duda. Lamentablemente, no podrá hacerlo hasta dentro de un par o tres de horas, porque su vuelo desde Sidney se ha retrasado, así que me envía a mí como telonero, ya sabe, esa palabra que se aplica al grupo que toca antes que la estrella en los conciertos, como una especie de aperitivo mientras el público espera.

– ¿Cómo se atreve? -troné yo, tratándolo de usted para marcar distancias y expresándome en un tono de voz que sonara tan disuasivo y terminante como el que habría empleado una walkiria.

– No siempre soy mal recibido.

Señalé hacia la puerta para dar a entender con inapelable claridad que ahí acababa mi trato con aquel tipo (y con el monstruo de desvergüenza y cinismo que me lo había enviado). Pero el tipo era obstinado.

– Escucha, escúchame tres minutos y luego, si sigues queriendo que me largue, me iré. Pero ¿sabes lo que ocurrirá si me marcho? En primer lugar, la cena que has preparado para Raymond, y que me imagino que te ha llevado horas preparar…

– La he encargado en una charcutería -mentí.

– No importa; supongo que es un manjar delicioso. Y yo tengo bastante hambre.

Por primera vez me fijé en aquel tipo. Tenía unos hermosos ojos, grandes y tristes, de un color verde acuoso, sombreados por unas espesas pestañas negras. Era alto y de complexión recia, pese a lo cual desprendía un aire de delicadeza, vulnerabilidad y misterio. Sentí cierta curiosidad por saber qué clase de tipo podía prestarse a ser el "telonero" de otro hombre. Y, aun cuando mi curiosidad se me antojó impertinente e irritante, decidí concederle el tiempo que me pedía. Al fin y al cabo, tres minutos, habida cuenta de que la esperanza de vida en el mundo occidental ronda los setenta años, no suponen una gran pérdida.

– En segundo lugar, si me marcho, te pasarás dos o tres horas sin hacer nada más que esperar a Raymond, con lo que, cuando él llegue, estarás de un humor de perros y, por mucho que te esfuerces, acabarás arruinando vuestra cita. Ya sabes: es una puñetera ley a la que el comportamiento humano casi nunca escapa: empezarás por tratarlo con frialdad, para demostrarle que no es tan importante en tu vida, luego te crisparás por cualquier detalle estúpido y acabaréis discutiendo y peleándoos. En cambio, si yo me quedo, bueno, soy bastante malo haciendo publicidad de mí mismo… Sólo te pido que me concedas el beneficio de la duda. Tal vez mi música no sea tan buena como la de Raymond, al fin y al cabo es la suya la que deseas, y no tengo la menor intención de competir con él, pero… Te diré que estoy incluso de acuerdo contigo en que todo esto es un disparate, pero también creo que a veces no viene mal un poco de locura…

– Espero que te guste el roastbeef poco hecho -dije a modo de veredicto. Todavía no estaba segura de querer "oír la música" de aquel tipo, pero me había gustado lo suficiente como para compartir con él una cena.

A lo largo de la velada, me enteré de que Tom era el hermano menor de Raymond.

Cuando ya habíamos dado cuenta de una botella de vino e íbamos por la segunda, me contó que había nacido con una anomalía física que había hecho de él un ser taciturno, esquivo y solitario que de pequeño solo aceptaba de buen grado la compañía de Raymond, a quien idolatraba. De hecho, prosiguió, si no hubiera sido por Raymond, jamás se habría atrevido a relacionarse sexualmente con una mujer. Advertí que vacilaba antes de contarme que la primera vez que se metió en la cama con una chica fue su hermano quien lo obligó a hacerlo. Pese a que Raymond estaba locamente enamorado de ella (en realidad era su primer amor), le rogó a la chica que, antes de acostarse con él, lo hiciera con Tom. Así era Raymond, siguió contándome Tom: un tipo sentimental que sencillamente no podía ser feliz si no contribuía en alguna medida a que los demás lo fueran.

– ¿Estás seguro -lo interrumpí secamente- de que su caritativa actitud no obedece al propósito de humillarte, de dejar bien claro que es él quien gusta y conquista a las mujeres?

Pero mi pregunta no obtendría respuesta hasta mucho más tarde, porque el timbre de la puerta sonó en ese preciso instante. Era Raymond, por supuesto, y Tom se despidió de nosotros.

Las siguientes veces en que Raymond me mandó teloneros, me descubrí algo decepcionada por el hecho de que no fueran el misterioso Tom Star. Pero siempre se trataba de tipos que merecían la pena, hombres atractivos en un sentido u otro (por mucho que me esforcé, jamás detecté en ellos anomalías físicas) pero que tenían o habían tenido problemas en sus contenciosos afectivos con las mujeres. Algunos eran demasiado tímidos e inseguros como para dominar el lenguaje de la caza, otros acababan de pasar por alguna experiencia amarga que había socavado su confianza en sí mismos. Una no podía sino llegar a la conclusión de que Raymond seleccionaba cuidadosamente a sus teloneros. Hubo ocasiones en las que incluso llegué a lamentar que el titular de la plaza apareciera. Empecé a pensar que Tom tenía razón. Tal vez no era exactamente felicidad lo que Raymond se proponía repartir, pero conseguía despertar en mí un apetito por otros hombres, otros mundos. Y esos hombres eran por lo general tipos cuyo atractivo no se desvelaba a la primera ojeada; había que detenerse en ellos y tomarse el trabajo de "leerlos" con atención.

Una noche, Tom Star volvió a irrumpir en mi vida. Huelga decir que le dispensé una acogida mucho más calurosa que la primera vez. Creo que se dio cuenta de que yo estaba contenta de volver a verlo y, durante toda la velada, se mostró radiante. No era la clase de tipo que te deslumbra de buenas a primeras, pero su atractivo iba haciendo lentamente mella en mí. A diferencia de Raymond, Tom no parecía tener prisa alguna por exprimirle el jugo a la vida. Hubo un momento, cuando ya habíamos acabado de comer el postre, en que ambos nos levantamos a la vez, como movidos por un doble resorte. Yo tropecé, estuve a punto de caerme y Tom se apresuró a sujetarme. Rocé accidentalmente su entrepierna y noté que él se estremecía. Lo miré a los ojos y advertí un matiz de aprensión en su mirada. Me pregunté por qué perdía el aplomo precisamente cuando mi actitud demostraba tan a las claras que lo deseaba físicamente. Para que no cupiera ya la menor duda, me lancé vorazmente en pos de su boca. Minutos después, Tom Star y yo rodábamos alborozados por la moqueta del salón. Yo llevaba un vestido ligero que, al poco, se vio reducido a ejercer de bufanda mientras Tom, todavía vestido, acariciaba y succionaba mi palpitante topografía. Era un amante fogoso y a la vez de una parsimonia poco frecuente. Parecía disfrutar llevándome una y otra vez al borde del orgasmo con la lengua; cuando se daba cuenta de que yo estaba a punto de correrme, dejaba de chuparme el clítoris y me lamía el interior de las orejas, el cuello y las tetas, dejándome tan mojada como un pantano tras unas lluvias torrenciales. Cada vez que yo intentaba abrirle la bragueta, se escamoteaba con juguetona habilidad. Vaya, pensé, al chico dulce y tímido le gusta imprimirle su propio ritmo a la "lectura". De pronto, se sacó una venda negra del bolsillo y me tapó con ella los ojos. Tras una breve espera, se echó encima mío, dispuesto a follarme. Cuál no sería entonces mi sorpresa al sentir que Tom me penetraba simultáneamente por los dos agujeritos vecinos con que Madre Naturaleza nos ha dotado, con su característica sabiduría, a las mujeres. Primero pensé que utilizaba un consolador de refuerzo pero enseguida me di cuenta de que eso no era posible; las dos pollas con que Tom me embestía se movían al mismo ritmo y, por otra parte, las manos de mi amante me estrujaban las tetas, con lo que difícilmente habría podido manipular un consolador. En cualquier caso, el placer que me producían los dos falos entrando y saliendo de mi interior era tan enorme que no me hallaba en situación de hacerme demasiadas preguntas. La polla que se agitaba en mi culo comunicaba a la vulva violentas oleadas de placer. Era una sensación enloquecedora que me hacía rugir de gusto, pero Tom acalló mis gritos tapándome la boca con la suya. Fue entonces cuando un orgasmo salvaje, un seísmo que debió marcar la puntuación máxima en la escala de Richter, me sacudió entera. Tom retiró su boca para que gritara y llorase a gusto mientras él se derramaba en mis diversas interioridades. Afortunadamente, ese día Raymond acudió muy tarde a la cita, de forma que su hermano y yo pudimos seguir explorándonos a placer. La única condición que impuso Tom a nuestros intercambios carnales fue que yo no debía mirar jamás sus encantos bifálicos. En cuanto alguien lo hacía, me explicó, sus dos pollas gemelas, que eran más bien vergonzosas, perdían todo su vigor y esplendor y ya nada era capaz de reanimarlas durante bastante tiempo. Cuando Raymond apareció, fue Tom quien debió abrirle, pues para entonces yo ya estaba inmersa en un sueño dulce, profundo y reparador. Ignoro lo que dijeron pero, al día siguiente, era Tom quien estaba conmigo en la cama. Siempre me ha gustado desayunar en la cama pero, esa mañana, el desayuno, compuesto en lo esencial por un par de huevos con salchichas -bendito plural- se me antojó especialmente sabroso aun cuando me viera obligada a tomarlo con los ojos tapados con una venda.