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A medida que transcurrían los minutos, lo primero que Joel se preguntó fue si había ido al lugar correcto. En realidad había otro campo de fútbol -detrás de Trellick Tower-, pero no estaba hundido respecto al nivel de la calle, como éste, y Greve había dicho el campo de fútbol hundido, ¿verdad?

Joel comenzó a dudar. Por dos veces oyó a alguien acercándose y se le tensaron los músculos para prepararse. Pero las dos veces los pasos se alejaron, y dejaron tras de sí el eco y el olor acre del humo del tabaco.

Empezó a pasearse. Se mordió la piel del pulgar, intentó pensar en qué debía hacer.

Lo que quería era paz: tanto mental como física. Eso, en conjunción con su mensaje para el Cuchilla y la reciente falta de interés de Neal en él, era por lo que había estado dispuesto a aferrarse a la palabra «reunión» y a hacer algo que ahora le empezaba a parecer estúpido. La verdad era que se había expuesto al peligro en este lugar. Estaba solo, desarmado y desprotegido, así que si se quedaba allí y le ocurría algo, la culpa sería solamente suya. Lo único que Neal y su pandilla tenían que hacer, en realidad, era saltar la valla y acorralarlo. No habría un modo fácil de escapar y estaría acabado, que sin duda era lo que querían.

Se le removieron las tripas. El sonido de unos pasos bruscos empeoró las cosas. La tapa de un cubo de basura, vibrando en las caballerizas cercanas, casi le mata, y comprendió que Neal querría verlo así: inquieto, esperando y haciéndose preguntas. Vio que tener a Joel hecho un atajo de nervios haría que Neal sintiera que era importante, que tenía el control. Le ofrecería la oportunidad que quería para…

Oportunidad. Aquél fue el pensamiento que hizo reaccionar a Joel. Esa palabra estalló en su mente, iluminando la situación hasta que la vio con una luz completamente nueva. Cuando ocurrió, se marchó deprisa del campo como un zorro huyendo de los perros. Sabía que había cometido algo peor que una estupidez. Se había distraído. De este modo moría la gente.

Salió disparado hacia la esquina y la dobló, en dirección a las vías del tren. Con la referencia del gran edificio de Goldfinger alzándose imponente ante él, corrió hacia Edenham Estate. A estas alturas, ya sabía qué estaba sucediendo, pero no quería creerlo.

Oyó las primeras sirenas cuando estaba en Elkstone Road, antes de ver nada en realidad. Cuando al fin alcanzó a ver, primero fueron las luces, esas luces giratorias en el techo que decían a los vehículos que se apartaran para que pasaran los bomberos. El propio coche estaba en el puente sobre el canal. Una manguera serpenteaba escaleras abajo, pero aún no habían abierto el agua para sofocar el incendio, que estaba consumiendo alegremente la barcaza abandonada. Alguien la había desamarrado y le había prendido fuego, porque ahora flotaba en el centro del canal y salían de ella columnas densas de humo, una nube fétida como un eructo renegado.

Había gente mirando por todas partes, bordeando el puente encima del agua y aglomerándose en el sendero de al lado. Observaban desde la pista de patinaje e incluso desde detrás de la alambrada que protegía el centro infantil.

Mientras averiguaba la verdad y seguía acercándose, Joel buscaba a Toby. Gritó el nombre de su hermano y se abrió paso entre la multitud. Entonces vio por qué ningún bombero había empezado a proyectar agua hacia las llamas que consumían la barcaza.

Un bombero sostenía la boca de la manguera en posición mientras otro estaba metido hasta el pecho en el agua grasienta del canal. Este segundo hombre -su chaqueta protectora tirada en el sendero- avanzaba hacia la barcaza, con una cuerda enrollada en el hombro. Se dirigía al lado opuesto del fuego. Allí, había una forma pequeña encogida.

– ¡Toby! -gritó Joel-. ¡Tobe! ¡Tobe!

Pero estaban sucediendo demasiadas cosas para que Toby pudiera escuchar el grito de Joel. Las llamas hacían crujir la madera vieja y seca, la gente animaba al bombero, una radio a todo volumen en el coche de bomberos escupía información espasmódicamente y, alrededor, se oía un murmullo de voces roto por los bocinazos de un coche patrulla que se detuvo en el puente.

Joel se maldijo por haber dado a Neal Wyatt la oportunidad que buscaba: Toby había corrido a su escondite como le había ordenado, y Neal y su pandilla lo habían transformado en una trampa. Fin de la historia. Joel miró a su alrededor buscando en vano a su némesis, incluso sabiendo que Neal y todo aquel que estuviera relacionado con él habría desaparecido a estas alturas, cuando ya había hecho lo peor. Y no a Joel, que al menos podía defenderse, sino a su hermano, que no comprendía y nunca comprendería qué lo señalaba para que lo acosaran eternamente.

En el canal, el bombero llegó a la barcaza y se subió. Desde donde estaba encogido, Toby levantó la cabeza a esta aparición que surgía de las profundidades. Podría haberlo tomado por uno de los cazadores de cabezas -o incluso por la encarnación de Maydarc, que le visitaba desde la tierra de Sose-, pero percibía que el verdadero peligro procedía del fuego, no del hombre con la cuerda. Así que caminó a gatas hacia su rescatador. El bombero amarró un cabo a la barcaza para impedir que se adentrara como una masa ardiente en el canal y luego cogió a Toby cuando el niño llegó a él. En cuanto lo tuvo fuera de peligro, un grito a sus compañeros que estaban arriba, en el vehículo sirvió para que el agua empezara a emanar. Una ovación de satisfacción recorrió a la multitud mientras el agua caía a borbotones de la manguera en una cascada feroz.

Todo podría haber acabado bien entonces si la vida fuera una fantasía del celuloide que se funde a negro. La presencia de la Policía lo impidió. Los agentes llegaron a Toby antes que Joel. Uno de ellos lo agarró del cuello de la chaqueta en cuanto su rescatador lo dejó en el suelo. Era bastante evidente que se trataba del momento de intimidación que precedía al interrogatorio, y Joel se abrió paso a empujones para interceder.

– ¿… provocado ese fuego, chico? -estaba diciendo uno de los policías-. Será mejor que contestes de inmediato y que digas la verdad.

– ¡No ha sido él! -gritó Joel, y llegó al lado de Toby-. Se estaba escondiendo -le dijo al policía-. Yo le he dicho que se escondiera allí.

Toby, con los ojos muy abiertos y temblando, pero aliviado de que Joel por fin estuviera con él, dio su respuesta a su hermano en lugar de al agente, lo que no les gustó nada.

– He hecho lo que me has dicho. He esperado a que me dijeras que podía salir.

– ¿«Lo que me has dicho»? -Ahora el policía agarró a Joel, de forma que tenía cogidos a los dos chicos-. Así que tú eres el responsable de esto. ¿Cómo te llamas?

– Los he oído, Joel -le dijo Toby-. Han echado algo en la barcaza. Lo he olido.

– Acelerante -dijo una voz de hombre. Luego gritó hacia el canal-. Mirad a ver si estos dos han dejado un líquido encendedor en la barcaza.

– Eh -gritó Joel-. Yo no he sido. Y mi hermano tampoco. Ni siquiera sabe encender una cerilla.

El poli respondió con una orden que no auguraba nada bueno.

– Venid conmigo -dijo, y encaminó a los dos chicos hacia la escalera de caracol.

Toby se echó a llorar.

– ¡Eh! ¡No hemos…! Yo ni siquiera estaba aquí y puede preguntar… Puede preguntar a los tíos de la pista de patinaje. Habrían visto…

– Ahórratelo para la comisaría -dijo el poli.

– Joel, me he escondido -gimoteó Toby-. Como me has dicho.

Llegaron al coche patrulla. La puerta trasera estaba abierta. Allí, sin embargo, un anciano hindú hablaba con insistencia con un segundo agente que estaba sentado detrás del volante.

– Este chico no prendió el fuego, ¿me oye? -dijo mientras metían a Joel y a Toby dentro del coche-. Desde mi ventana que está ahí, ¿la ve? Está justo encima del canal, he visto a esos chicos. Eran cinco y primero han rociado la barca con una lata de algo. La han encendido y desamarrado. Yo he sido testigo de todo. Buen hombre, tiene que escucharme. Estos dos chicos de aquí no han tenido nada que ver.